NO SOMOS LIBRES…
Negacionistas del libre albedrío los ha habido siempre,
aunque no muchos, porque es una postura que, sin dejar de ser absurda, también
es sofisticada; supongo que es parte de su atractivo. El último libro de
Sapolsky ha levantado algunas piedritas y de ellas han salido unos cuantos de
estos alacranes; como la postura tiene algunas consecuencias desagradables, me
he decidido a comentarla. El libro se ha traducido como Decidido. Una
ciencia de la vida sin libre albedrío; a fin de que sin comprarlo puedan
cotejar sus argumentos con lo que aquí escribo tienen
una entrevista para New York Times, a la que haré referencia.
Lo primero que hay que hacer es reivindicar a Robert Sapolsky. En su campo, es un investigador competente y sobre todo un divulgador jugoso. Si no han leído nada suyo, yo empezaría por Compórtate y ¿Por qué las cebras no tienen úlcera?, ensayos que compendian hallazgos de la sociobiología de una manera amena y sumamente entretenida. Cualquier persona con no demasiado conocimiento y mucha curiosidad sobre estos mundos encontrará en sus páginas aprendizaje y diversión a partes iguales, porque además su autor recurre al humor con frecuencia y con gracia.
Dicho esto, expongamos la idea principal de su determinismo,
que dista de ser original: casi copia el intento fallido de Bertrand Russell en
los cuarenta, del que después se desdijo. Sapolsky sostiene que no hay
intención en nuestros actos, porque dicha intención «fue algo que ocurrió un
minuto antes, o en los años previos». «Biólogo descubre que la conducta humana
es un continuo de reflexiones, sentimientos y experiencias», podríamos
titularlo; un tanto en la línea de Yuval Harari, quien en un descacharrante vídeo descubre ufano
que «los derechos no existen» porque «no están en las células ni en la
naturaleza» (bienvenido a la cultura, criatura). Añade Sapolsky que «para que
exista esa clase de libre albedrío, tendría que funcionar a un nivel biológico
totalmente independiente de la historia del libre albedrío».
Sabine Hossenfelder, investigadora especializada en física
teórica y gravedad cuántica que se ha animado a añadir su propio dislate sobre
este asunto —en Existential Physics—, repite esta premisa con
contundencia: «Para que tu voluntad sea libre, no debería ser causada por nada
más». ¿Por qué, si puede saberse? La pregunta es al revés: ¿en qué tipo de
libre albedrío fabulado y no humano están pensando Sapolsky y
Hossenfelder? ¿Qué clase de inhumano libre albedrío es ese que exige que no
exista influencia externa de ninguna clase? Si concluye que no somos libres
porque no somos «los capitanes del barco» es porque pide que el barco sea
unipersonal y flote en un inexistente mar sin una mala ola que lo despabile.
La contra del libro afirma que Sapolsky «lleva su argumento
hasta el final, montando un brillante asalto frontal a la agradable fantasía de
que existe un yo separado que dice a nuestra biología lo que tiene que hacer».
Uno entiende y respeta ese entusiasmo que es retórica benigna para vender
libros; pero ninguna pila de adjetivos rimbombante puede ocultar el fracaso de
su empresa. Lo que Sapolsky plantea es una obviedad mezclada con una falsedad
muy obvia; sí, claro que somos biología y nuestro yo se asienta en ella; pero
no es en el elemental nivel biológico en el que se resuelve nuestra existencia.
En El abogado del diablo, Al Pacino es Milton,
el diablo encarnado, y Keanu Reeves es Kevin, un joven abogado al que Milton
lleva por el mal camino. En la penúltima escena, Kevin va en su búsqueda,
enrabietado, para pedirle cuentas. Tras entender que, a pesar de las
tentaciones, fue él quien eligió extraviarse, se derrumba, y entonces el ángel
caído trata de arrimarlo a su causa, prometiéndole todos los placeres
materiales y sensuales de este mundo, con tal de que abrace la negación
nihilista de cualquier sentido último para la vida. Llegado un punto, Kevin
pone sobre la mesa el amor como alternativa al diabólico hedonismo que se le
ofrece. La respuesta que le da Milton —«¡Sobrevalorado! Bioquímicamente
indistinguible de pegarse un atracón de chocolate»— es un claro ejemplo de cómo
se puede mentir sin dejar de decir verdades, mostrando solo una parte
(científicamente cierta e irrelevante) de una realidad mayor que, al reducirse,
se malentiende.
Llamamos a esto que arruina las conclusiones del autor
«error categorial». Gilbert Ryle explica en El concepto de lo mental que
se trata de un equívoco semántico u ontológico en el que se confunden los
niveles de análisis. Cuando ascendemos por esos niveles se producen lo que
denominamos «propiedades emergentes», aspectos que no pueden reducirse al nivel
anterior. Pensemos en una enfermedad como la diabetes y en tres niveles desde
los que aproximarse a ella: células, órganos corporales y
culturales/medioambientales. Hay causas de la diabetes a nivel celular,
cuestiones genéticas, por ejemplo, que conviene entender. Si queremos conocer
los efectos de la diabetes en el funcionamiento del corazón o el hígado, y cómo
esos órganos, además, contribuyen a que prenda la enfermedad o la vadean, hay
otras consideraciones a tener en cuenta. Y si queremos saber algo más sobre
cómo se propaga la enfermedad en las poblaciones, está claro que hay cuestiones
relativas a la cultura y el medio (alimentación, polución, otros) que deben
contemplarse. Decir que la diabetes es una cuestión celular u orgánica es
correcto; decir que su ocurrencia puede explicarse solo desde ese nivel es una
tontería. Eso es lo que Sapolsky hace, borracho de biología y huérfano de
psicología, sociología y filosofía, por no mencionar la historia o las artes,
que también nos informan sobre nuestro libre albedrío.
El humano es el único ser que decide. Las máquinas no lo
hacen, los minerales y las plantas tampoco, y los animales no hacen nada
parecido, porque apenas aprenden, en puridad no se equivocan, no son agentes
morales y en definitiva operan en el mundo «programados», casi sin otra guía de
actuación que el instinto. Por más matices que se añadan en el caso de los
primates superiores, sabemos que el concepto de responsabilidad (correlativo al
de libertad) nos caracteriza en exclusiva. Que Sapolsky mire al mundo y
encuentre que el concepto de culpa es absurdo, y que por lo tanto la moral no
existe, demuestra la hondura de su ignorancia sobre el complejo fenómeno
humano, y el modo en que hace analogías con los animales, seguramente producto
de su inclinación hacia estos, le impiden ver el salto sustancial que
entre la animalidad y la humanidad se produce. No hace falta tener creencias
religiosas para comprender esto: basta con cultivarse con amplitud y buen seso.
La entrevista que le hacen en New York Times tiene
momentos gloriosos. «Los estudios demuestran que cuando estamos sentados en una
habitación que huele horrible, las personas nos volvemos más conservadoras en
términos sociales», suelta Sapolsky. De modo que fulano no eligió realmente
votar a Trump: un cuñado suyo hizo de vientre en su presencia en la última cena
de Navidad y eso fue todo. ¿Pero qué estupidez es esta? ¿Qué lleva a una
persona intelectualmente seria a confundir influencia con destino, hartos como
estamos de ver personas con aparentemente todo en contra que demuestran un comportamiento
admirable, y viceversa? Por si fuera poco, nuestro autor se declara incapaz de
definir el libre albedrío cuya inexistencia dedica medio millar de páginas a
intentar demostrarnos.
Para un determinista, nadie es bueno ni malo, porque no es
libre. No hay miserables, porque no hay opciones, ni hay héroes, porque estamos
abocados a nuestro destino. El arrepentimiento es una ilusión: nunca pudimos
hacer otra cosa («los caminos se bifurcan de vez en cuando, pero no tenemos
nada que decir al respecto», escribe Hossenfelder). No hay dilemas morales,
porque siempre elegimos lo único que pudimos, lo que nuestra biología ordenó
por su cuenta. Si alguien puso cuernos a su pareja, fueron sus hormonas; si uno
fracasa laboralmente, fue la microbiota de su intestino.
Con esta boba confusión entre condicionantes y destino se
ignoran experiencias de duda y elección tan repetidas como triviales, y se las
tacha de «fantasía» con el eufórico gesto con el que los terraplanistas se
refieren a la redondez de la tierra. «Creéis que la Tierra no es plana porque
eso tendría consecuencias devastadoras», ergo la Tierra es plana; esto es lo
que viene a decir Sapolsky. No cuesta entender que este determinismo es el
evangelio de la mediocridad y la cobardía, y el de la opresión, pues el autor,
tras negar la agencia humana, apunta a instaurar «mecanismos sociales» para que
el mal (mecánico) no ocurra. Que Sapolsky vea en decir que nadie tiene control
alguno sobre su comportamiento y que la ética no existe algo «liberador» demuestra
hasta qué punto ha perdido el norte.
Seguramente la mejor frase del artículo, que reproduce una
idéntica del libro, sea la que está bajo la distendida imagen que lo encabeza,
el biólogo y neurocientífico junto a su perro: «Robert Sapolsky dejó de creer
en el libre albedrío a los 13 años». Y es la mejor porque es la más honesta: no
es que tenga argumentos sólidos que ofrecer que apoyen la inexistencia del
libre albedrío, tan solo es una creencia que para colmo acrisoló para siempre
siendo un imberbe. Causa rubor el orgullo con que exhibe esta convicción
adolescente; y que dedique todo un libro, a sus sesenta y siete años, a
racionalizar dicha creencia. Como científico, Sapolsky debería saber que esta
forma de conducirse es opuesta al rigor crítico, que opera al revés: investigar
sin partir del resultado deseado y concluir con objetividad lo que corresponda.
La ciencia es una fuente de conocimiento imprescindible. No
se puede pensar contra la ciencia; pero hay que pensar más
allá de la ciencia, porque esta provee evidencias que luego hay que
interpretar con amplitud de miras. «Todo organismo biológico no es más que una
máquina biológica» —escribe Sapolsky— «y nuestro conocimiento del hecho de ser
máquinas no debe interferir con el hecho de que se trata de una máquina extraña
que siente como si los sentimientos fueran reales»; de esta barbaridad se
siguen todas sus conclusiones.
La ciencia es un empeño reductor; su método de abordar la
realidad es parcelarla para, acorralando cada concreción, arrancarle sus secretos.
La filosofía es el saber que integra ciencia, arte, humanidades y en general
toda fuente de saber disponible para llegar a conclusiones robustas —si bien
siempre provisionales— sobre cuestiones complejas, entre las que sin duda está
la del libre albedrío. Sapolsky se desenvuelve como un pingüino en un centro
comercial en este ámbito, metiendo la pata continuamente. Todo lo cual me
recuerda aquel dicho que no pasa de moda: «Manolete, si no sabes torear, pa que
te metes».
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