ASALTO AL PODER ABSOLUTO
EL FINAL DE LA
MEGAMÁQUINA
Por casualidad se han cruzado en mis lecturas estas dos
publicaciones (El fin de la Megamáquina y
«NRx: El movimiento subterráneo que quiere cargarse la democracia») que, desde diferentes perspectivas, son complementarias
y desvelan muy bien las fuerzas que operan en la deriva de una civilización
suicida.
No sé hasta qué punto hay un cerebro central maquiavélico que dirija esta deriva, pero el resultado es el mismo si hay muchos pequeños centros empujando en la misma dirección. Es «La Megamáquina» de la que habla Fabian Scheidler retomando un conglomerado de intereses económicos y de poder político y militar (con su correlato ideológico) que adopta múltiples disfraces, que todo lo fagocita, que nunca se sacia, que ha engordado mórbidamente.
No es algo nuevo. La megamáquina ha crecido a lo largo de la
historia, desde el surgimiento de los primeros centros estatales de poder y
riqueza, pero sobre todo a partir del advenimiento de la ciencia renacentista y
de la tecnociencia, que la ha dotado de una potencia desmesurada y la ha hecho
cada vez más ubicua, hasta convertirse en el sistema-mundo, el gran Leviatán
global.
Es la apoteosis neoliberal: un espacio sin reglas ni
fronteras (¡eso era la globalización!) en el que los piratas actúan a sus
anchas, un mundo cada vez más suyo, en el que sobra todo lo que les limita o
molesta, incluidos todos esos zarrapastrosos que no han sabido ganarse la vida,
a los que no podemos seguir manteniendo, que ocupan tierras que podrían ser
estupendos resorts, o con recursos que no saben cómo usar y que a
nosotros nos vendrían tan bien para seguir sometiendo con nuestro superior
ingenio a esta naturaleza tan imperfecta en la que todavía queda algo por
exprimir y que ya reconstruiremos a nuestro gusto; para nosotros, que estamos a
punto de dotarnos de una inteligencia poshumana.
Hay que reconocer su habilidad para vender esta mercancía:
«Amigos, os han estado engañando. Las democracias son inútiles en un mundo
globalizado, tan complejo y lleno de tensiones. Se necesitan liderazgos
fuertes. Confiad en nosotros.» Y los lobos se ponen al frente de los corderos
mientras los conducen dócilmente al matadero con sus perros pastores. ¡Qué
buenos perros pastores, las redes sociales! ¡Qué buen perro, la desinformación!
En esta cruzada se inscribe la acción de NRx (Movimiento de la Neorreación, o Ilustración Oscura), en la que se centra el artículo de Fanjul. No es una organización formal, sino un movimiento solapado, subterráneo, cuya fuerza reside en que es un caldo de cultivo que nutre de ideología a los movimientos más populares de la cruzada ultraliberal. Entre los impulsores e ideólogos están el ingeniero Curtis Yarvin, o Nick Lan, gente que pretende «curar a la sociedad de la democracia», que tiene gran predicamento y encuentra soporte entre los magnates de Silicon Valley, como Peter Thiel, cofundador de PayPal, un tipo que tampoco se recata en decir que libertad y democracia son incompatibles y que apadrina a otras formaciones del mismo espectro ideológico y a buena parte de la camarilla del emperador Trump, en quien los piratas globales han encontrado la marioneta que necesitaban —por su desprecio de los controles y la falta de escrúpulos— para llevar a término sus propósitos, aunque, como dice un analista, probablemente Trump, la marioneta, ni siquiera sepa de la existencia de NRx, como probablemente tampoco la conozcan muchos de los movimientos que crecen en ese magma ideológico en el que se mezclan la fe en la religión tecnocrática, el elitismo económico-político, el supremacismo racial y el negacionismo climático: la internacional en ascenso de partidos de ultraderecha, la Fox, los think tanks y blogs de la fervorosa militancia neoconservadora, etc.
Todos ellos forman las tropas
de la Gran Cruzada. Por supuesto, en el pabellón de mando, están los piratas
del océano global, las grandes corporaciones tecnológicas, que se han asegurado
la presencia física en la Casa Blanca para manejar mejor los hilos del títere …aunque
empiezan a darse cuenta de que este va demasiado por libre.
En fin, este es el punto en el que estamos. La Megamáquina,
una hidra de muchas cabezas, o una ameba con sus pseudópodos en constante
transformación, se reorganiza para dar un paso adelante. Es, o parece, su gran
momento. Con el silencio de los corderos (y la inestimable ayuda de los
borregos), los lobos se desembarazan sin complejos de los últimos obstáculos,
de las instancias reguladoras, de los organismos de arbitraje, de los derechos laborales,
ciudadanos, humanos y de todas las enojosas barricadas que se habían levantado
frente al poder absoluto. Podrían proclamar su victoria remedando un antiguo y
famoso parte de guerra: «Cautivo y desarmado el ejército humano, nuestras
tropas han alcanzado sus últimos objetivos»
Pero hay algo falso en la celebración del triunfo. Su
exhibición de fuerza esconde su máxima debilidad. Tras el asalto a los órganos
de poder —simbolizado, (por más que se frustrara pero en realidad no se ha
frustrado), en el asalto al Capitolio de Estados Unidos—, con menosprecio de
la burocracia democrática que hasta ahora han consentido y les
ha servido, hay un reflejo defensivo: cada vez les quedan menos recursos que
depredar; y hay que asegurárselos como sea, porque no hay paraíso para todos y
ya no es cosa de disimular. Los lobos no son amigos de los corderos.
Pero, como suele decirse, cuanto más arriba, más dura será
la caída. Podemos remodelar el mito: Sísifo, un gran escarabajo pelotero, se ve
ya cerca de la cima y arrastra más ufano que nunca, por una cuesta cada vez más
empinada, la desmesurada bola que ha ido hinchando, sin saber que está a punto
de ser arrastrado y aplastado bajo el enorme peso. Una borrachera de hybris le
hace sentirse triunfante; sigue pensando que puede superar los límites y
engañar a su destino. Pero no puede burlar a la naturaleza. A su pesar, los
límites existen, la bola ha crecido demasiado, la cima a la que aspira es
inaccesible, y el destino, inexorable. Había mucha sabiduría en los oráculos y
en los mitos antiguos.
Ante este panorama, siempre nos asaltan las mismas
preguntas: ¿qué se puede hacer frente a la imparable inercia suicida de la
megamáquina y frente al enorme empuje militante de las organizaciones sobre las
que trata el artículo de Fanjul?, ¿hay alguna esperanza de revertir una
situación que conduce al colapso? Muchos de quienes compartimos en esta revista
las ideas críticas con la deriva civilizacional, pensamos que el artefacto, el
sistema, la Megamáquina, o como queramos llamarlo, no admite corrección desde
dentro, que tiene demasiada inercia y que las ideas que se proponen para
mantener el invento (el oxímoron, o la cantinela, del desarrollo
sostenible) no son más que una huida hacia adelante (¡pero con un buen
nicho de negocio por el camino!) hacia el mismo precipicio que querrían evitar.
Scheidler dice que el sistema, si quisiera, puede cambiar, como se puso de
manifiesto en la toma de decisiones radicales durante la crisis del
coronavirus, que habrían resultado antes impensables. Pero no es realista que
esto suceda cuando no son mecanismos parciales o la supresión temporal de
valores o principios, sino el propio sistema el que está en juego. En realidad,
el sistema no quiere.
Es el final de la Megamáquina. A partir de esta convicción,
suelen adoptarse diferentes posturas, que dependen tanto del análisis racional
como del estado de ánimo, y que van desde el escepticismo melancólico e inhibidor
(no vale la pena intentarlo y me refugio en mis aposentos particulares),
pasando por el escepticismo voluntarista (al menos hay que intentarlo… ¿Quién
sabe si…?), hasta el activismo ferviente, con todas las iniciativas que ya
conocemos, el Decrecentismo, los Movimientos de Transición, etc., a las que
también se adhieren los voluntaristas.
Scheidler, al tratar en su libro sobre estas iniciativas o movimientos, apunta algunas ideas interesantes. Lo que algún día sustituya a la Megamáquina no tiene por qué ser —y más bien no debe ser— el resultado de un plan maestro, que seguramente fracasaría, sino de múltiples iniciativas; no tiene por qué ser un sistema, o un modelo de sociedad, sino una multitud de formas de sociedad muy heterogéneas según las regiones, «como un jardín con gran variedad de biotopos».
Las iniciativas o «actividades de resistencia» que
ponga en marcha la ciudadanía políticamente despierta pueden parecer ilusorias
mientras el sistema, la Megamáquina, siga funcionando, pero pueden ser
determinantes cuando empiece a colapsar. Las crisis sistémicas son
oportunidades para la reconstrucción social.
Podemos quedarnos con este último refugio emocional. Incluso si damos por hecho que el colapso, de un modo u otro, es inevitable, no da igual la forma de colapsar ni, como en la parábola de las diez vírgenes, la forma de vivir la espera en este difícil tiempo terminal. Si no podemos cambiar el rumbo del sistema, los esfuerzos que voluntariosamente hagamos y las alternativas que propongamos y pongamos en marcha no solo nos servirán ahora como pequeños oasis en el despiadado desierto neoliberal; también podrían servirnos como paracaídas, y convertirse, más adelante, en los embriones de un saludable renacimiento.
Es
una idea estimulante que justifica los esfuerzos de todos aquellos que contra
viento y marea, heroicamente (otros muchos somos más cobardes), tratan de construir
islas de vida a salvo de la Megamáquina, como los pequeños mamíferos que se
ganaban la vida entre los grandes dinosaurios el minuto antes del pedrusco que
abrió una nueva era.
https://www.15-15-15.org/webzine/2025/06/30/asalto-al-poder-absoluto-el-final-de-la-megamaquina/
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