LA UNIDAD DE HUMANIDAD Y NATURALEZA
Desde el transporte y la vivienda hasta la producción de alimentos y la moda, nuestra civilización está impulsando el colapso climático y ecológico.
No es casualidad que casi todos los sectores de la industria
estén contribuyendo al declive del planeta. Hay una cuestión más profunda que
subyace en el malestar que envuelve a los ecosistemas del planeta, y sus
orígenes se remontan a mucho antes de la revolución industrial.
Para estar realmente en armonía con el mundo natural,
debemos volver a ver a la humanidad como parte de él.
Aunque se trata de una historia variada y compleja, la separación generalizada de los seres humanos de la naturaleza en la cultura occidental puede remontarse a unos cuantos acontecimientos históricos clave, empezando por el auge de los valores judeocristianos hace 2000 años. Antes de ese momento, dominaban los sistemas de creencias con múltiples dioses y espíritus de la tierra, como el paganismo, por lo general, consideraban que lo sagrado se encontraba en toda la naturaleza y que la humanidad estaba completamente inmersa en ella.
Aunque el paganismo abarca un amplio espectro de ideas, el
reconocimiento de la naturaleza como algo divino resume las creencias de la
mayoría. La profunda consciencia del mundo natural y del poder de lo divino en
el ciclo continuo de la vida y la muerte.
Como argumentó el historiador Lynn White,
estos valores sentaron las bases del
antropocentrismo moderno, un sistema de creencias que enmarca a los humanos
como algo separado y superior al mundo no humano. De hecho, quienes
tienen creencias literales en la Biblia tienden a expresar una preocupación mucho mayor por cómo la
degradación del medio ambiente afecta a los humanos que a los animales.
A principios del siglo XVII, el padre francés de la
filosofía moderna, René Descartes, planteó el mundo como una división esencial
entre el reino de la mente y el de la materia inerte. Como únicos seres racionales, Descartes consideraba a los humanos
totalmente separados y superiores a la naturaleza y a los animales no humanos, a
los que consideraba meras máquinas sin mente que debían ser dominadas y
explotadas a voluntad. La obra de Descartes influyó enormemente
en la configuración de las concepciones modernas de la ciencia y de las
identidades humana y animal en la sociedad occidental.
White y la filósofa Val Plumwood fueron de los primeros en sugerir que son
estas actitudes las que causan las crisis medioambientales del mundo. Por
ejemplo, cuando hablamos de "recursos naturales" y poblaciones de
peces", estamos sugiriendo que el tejido de la Tierra no tiene ningún
valor aparte de lo que nos proporciona. Eso nos lleva a explotarlo de forma
temeraria.
Según Plumwood, la oposición entre la razón y la naturaleza
también legitimó la subyugación de grupos sociales que llegaron a estar
estrechamente asociados con la naturaleza: las mujeres, la clase trabajadora,
los colonizados y los indígenas, entre ellos.
La vida como un entramado
Estudiosos como Timothy Morton y Bruno Latour nos recuerdan que considerar el mundo
natural como algo separado de los humanos no sólo es éticamente problemático,
sino empíricamente falso. Los microorganismos de
nuestros intestinos ayudan a
la digestión, mientras que otros componen parte de nuestra piel. Los
polinizadores, como las abejas y las avispas, ayudan a producir los alimentos
que comemos, mientras que los organismos fotosintéticos, como los árboles y el
fitoplancton, proporcionan el oxígeno que necesitamos para vivir, absorbiendo a
su vez el dióxido de carbono que expulsamos.
En el Antropoceno, vemos cada vez más cómo los destinos
de la humanidad y la naturaleza están entrelazados. Los gobiernos y las
empresas han desarrollado tal control sobre los sistemas naturales que explotan
que están desestabilizando la química fundamental del sistema climático
mundial. Como resultado, el calor inhóspito, la subida de los mares y los
fenómenos meteorológicos cada vez más frecuentes y extremos convertirán a
millones de personas y animales en refugiados.
Reconectando los puntos
La buena noticia es que la percepción de separación de la naturaleza no es universal entre los
habitantes del planeta. Los sistemas de creencias australianos, amerindios y otros innumerables sistemas de creencias
indígenas suelen presentar a los no humanos como parientes con un valor
intrínseco que hay que respetar, en lugar de objetos externos que hay que
dominar o explotar.
Las filosofías y religiones orientales también relacionan
a la humanidad con la naturaleza, subrayando que no existe un yo independiente
y que todas las cosas dependen de otras para su existencia y bienestar. Por
ejemplo, Bután, fuertemente influenciado por el budismo mahayana, ha consagrado
la resiliencia ecológica en su constitución. Al exigir que al menos el 60% de
la nación permanezca cubierta de bosques, el país es uno de los dos únicos del mundo que absorbe más carbono del
que emite. El progreso no se mide por el PIB, sino por el índice de
"felicidad nacional bruta", que prioriza el bienestar humano y
ecológico sobre el crecimiento económico ilimitado.
Por supuesto, la integración con la naturaleza también
existe en el mundo occidental. Pero los sistemas socioeconómicos globales que nacieron en esta
región se basaron en la explotación del mundo natural para obtener
beneficios. Transformar estas formas de trabajar tan arraigadas no es tarea
fácil.
Llevará tiempo, y la educación es la clave. Los libros de texto y los cursos de educación
superior de todas las disciplinas perpetúan sistemáticamente las relaciones
destructivas con la naturaleza. Hay que rediseñarlos para orientar a los
que van a entrar en el mundo laboral hacia el cuidado del medio ambiente.
Sin embargo, para lograr un cambio fundamental y
generalizado en las visiones del mundo, tenemos que empezar desde pequeños. Prácticas
como escribir un diario de la naturaleza en los primeros años de la escuela
primaria -en el que los niños registran sus experiencias del mundo natural de
forma escrita y artística- pueden cultivar el asombro y la conexión con el
mundo natural.
Las escuelas deberían aprovechar todas las oportunidades del
plan de estudios y del tiempo de juego para contar a los niños una nueva
historia de nuestro lugar en el mundo natural. El economista y filósofo Charles
Eisenstein aboga por una narración global de la "Tierra
viva" que no considere a la Tierra como una roca muerta con recursos que
explotar, sino como un sistema vivo cuya salud depende de la salud de sus
órganos y tejidos: sus humedales, bosques, hierbas marinas, manglares, peces,
corales, etc.
Según esta historia, la decisión de talar o no un bosque
para el pastoreo de ganado no se sopesa simplemente con la contabilidad del
carbono -que nos permite compensar el coste instalando paneles solares-, sino
con el respeto por el bosque y sus habitantes.
Un mundo así puede parecer impensable. Pero si usamos
nuestra imaginación ahora, dentro de unas décadas podríamos encontrar a
nuestros nietos creando la historia en la que queremos que crean.
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