PENSAR OCCIDENTE MÁS ALLÁ DE LA GUERRA
Cuando apenas nos reponíamos de lo que parecería ser el fin
de la pandemia, al menos tal como la hemos conocido hasta ahora con
confinamientos y todo tipo de limitaciones, el eje se traslada a la guerra en
Ucrania.
Una mezcla de intuición y deseo indicaría que la guerra no puede durar mucho y que en todo caso se llegará a un acuerdo más o menos inestable en el que los enfrentamientos sean más acotados y, en tanto tales, permanezcan invisibles a los ojos de Occidente como sucedía hasta ahora. Pero incluso si ese escenario se produjera y cesara la guerra, una segunda intuición indicaría que este episodio está enmascarando otro tipo de conflictos que perdurarán más allá de este caso puntual.
En otras palabras, una vez pasada la narrativa digna de Netflix en la que un desastre humanitario es presentado como si fuera una serie donde unos son Hitler y otros la reencarnación de Churchill y de Gaulle, habrá que hacer frente a una serie de interrogantes que la pandemia ha acelerado.
El primer punto tiene que ver con preguntarnos por los
valores occidentales, o lo que ha quedado de ellos. Es que desde hace algunas
décadas, en una lógica completamente autodestructiva, se viene imponiendo en el
mundo occidental la demolición de los valores de la modernidad y la sospecha
sobre cualquiera que ose defenderlos. Para muestra, en la época de Kant tenía
sentido discutir qué era la ilustración y si existía un progreso moral de la
humanidad; hoy, en cambio, la ilustración es acusada de eurocéntrica por los
europeos eurocéntricos, la propia noción de progreso es puesta bajo sospecha
por los progresistas y cualquier moral universal es vista como una forma de
violencia por quienes pretender imponer violentamente su relativismo a todo el
mundo.
Pero el episodio de la pandemia generó una controversia
enorme donde, a priori, quedaba expuesto un modelo jerárquico y centralizado
como el que se podía observar en China, versus un modelo, en descomposición
pero modelo al fin, donde se privilegiaba la libertad de las personas a tal
punto que ni siquiera se le podía obligar a alguien a darse una vacuna aun
cuando ello hiciera peligrar a la comunidad toda. Todo esto, claro, “a priori”
porque la realidad fue bastante más compleja que esta caracterización y no faltaron
análisis que mostraron cómo incluso gobiernos autodenominados progresistas
gobernaron bajo la figura de los estados de excepción sin temblarles el pulso.
Sin embargo, si nos posamos en esta presentación esquemática
en la que aparecen dos modelos de sociedad notaremos que de hecho son varios
los pensadores que venían advirtiendo que los conflictos del futuro serían
conflictos en términos civilizacionales. No solo el clásico libro de Samuel
Huntington, algunos años después del otro clásico libro de Fukuyama, sino el
filósofo ruso Aleksandr Dugin, quien para muchos es el “ideólogo” de Putin, más
allá de que en la práctica las cosas no sean tan groseramente lineales. Pero
independientemente de títulos rimbombantes para atraer clics, lo
cierto es que cuando se lee a Dugin se encuentran elementos que aparecían ya en
autores como Carl Schmitt y que hemos desarrollado aquí con
más profundidad
A manera de síntesis, en este jurista alemán profundamente
antiliberal que, a pesar de su ambigua relación con el nazismo, fue apropiado
por las izquierdas en las últimas décadas, aparece la idea de dos grandes
civilizaciones, una de tierra y otra de mar. Mientras la primera, la de la
tierra, representa a ese tipo de civilización premoderna, jerárquica y
estamental donde la presencia de Dios es central y donde prevalecen las grandes
estructuras constantes e inmutables como el Estado, la familia y la nación; en
la segunda, la del mar, tenemos a ese tipo de sociedad sin centro ni Dios,
líquida e inasible como el agua, en constante cambio y en una temporalidad que
desprecia la tradición y mira al futuro a través de la idea de progreso. Es
este tipo de civilización globalista la que, como el mar, no tiene fronteras, y
la que, como el capital, necesita fluir ilimitadamente.
Si bien por su tradición cultural muchísimos de los países
europeos podrían ser parte de la civilización de la tierra, (pensemos en Italia
o España, por ejemplo), Dugin entiende que éstos son parte de la civilización
del mar porque ésta ha sido hegemonizada por los valores del imperio británico
primero y por Washington después, culturas identificadas con los valores
propios del agua. Para ponerlo en términos del conflicto actual, esta
civilización atlantista estaría identificada con la OTAN y el mundo occidental,
mientras que la civilización de la tierra estaría representada por Rusia más
China y los países del Este.
Dicho esto, si lo que está sucediendo en Ucrania va a ser
interpretado por los protagonistas como el choque de dos grandes civilizaciones
en un momento en que Occidente asiste a su propia descomposición
civilizacional, es evidente que no vienen buenos tiempos y esto nos conecta con
el segundo punto que me interesaba mencionar. Éste tiene que ver con el papel
de los líderes y las dirigencias políticas. Y aquí es necesario unir el
conflicto en Ucrania con la gestión de la pandemia porque su cercanía temporal
puede conectar lo que no tiene conexión.
En otras palabras, a la cultura de la queja, la indignación
y la antipolítica propia de estos tiempos, Occidente y, probablemente el mundo
entero al mismo tiempo como nunca en la historia, fue testigo de la incapacidad
de las elites gobernantes a todo nivel para enfrentar una crisis como la que
generó la pandemia. La generalización es injusta y es necesario advertir que
también ha sido inédito el modo en que “el mundo” logró más o menos organizarse
para encontrar una solución como las vacunas en tiempo récord; sin embargo, si
hay algo que pareció ser común y atravesar a los gobiernos y a organismos
internacionales, es un nivel de improvisación y marchas y contramarchas que no
pueden explicarse solo por la propia dinámica del virus.
El grado de experimentación social que rodeó el episodio
covid19 apoyado, sin dudas, por una prensa cada vez más patética y cómplice,
excedió ampliamente la obligación de los gobiernos en relación a la protección
de la vida. El hecho existió, millones de familias han llorado a sus muertos y
millones de sobrevivientes quisieran no volver a pasar por lo que pasaron pero
al mismo tiempo se evidenció que los tiempos de la biología, más allá del
detalle de la aparición de la vacuna, tuvieron que acomodarse a las necesidades
políticas.
Para que se entienda bien, no hace falta caer en las
delirantes conspiraciones de los antivacunas o ser un militante contra los
pases sanitarios para aceptar que lo biológico puede y, de hecho, coexiste con
lo político, incluso con lo estrictamente electoral y con las necesidades
económicas. Los lectores podrán listar las excepciones y las administraciones
que se han manejado con responsabilidad y coherencia pero, en general, el
episodio de la pandemia agudizó más la fractura entre ciudadanos y elites
dirigenciales.
Es en este marco que me pregunto si nuestros gobernantes
están a la altura de la responsabilidad histórica por la que les ha tocado
atravesar en un contexto en el que tras dos años de pandemia los ciudadanos
buscan al menos un poco de tranquilidad para reencauzar sus vidas.
Probablemente siempre haya sido así en un sentido, pero intuyo que la
continuidad de la guerra depende menos del poderío armamentístico y las
estrategias militares que de la paciencia de una población mundial que está
cansada de tener que acomodarse a los desvaríos de su clase dirigente.
En este sentido, la eventual escalada en el conflicto no
puede hacer más que agudizar este sentimiento. Porque más allá de poner la
banderita amarilla y azul en Instagram, contar la anécdota con un amigo
ucraniano y pintarle un bigote hitleriano a Putin, ¿qué europeo está dispuesto
a arriesgar su vida y su bienestar por un conflicto en dos ciudades remotas que
hasta hace 15 días eran desconocidas para el mundo entero? ¿Por qué lo haría?
¿Por Putin? ¿Por razones civilizacionales de una civilización autodestructiva
que no sabe bien qué valores defender?
El debate público, sin lugar para grises, impedirá
comprender que una crítica al papel de la OTAN, especialmente por sus
actuaciones en países subdesarrollados, no necesariamente nos ubica del lado
putinista de la vida, o que una crítica a la embestida de Putin no nos hace
necesariamente cómplices de la prepotencia de las administraciones
estadounidenses y su autopercibido rol de gendarmes del mundo. Pero me parece
que el fondo del conflicto, al menos para el mundo occidental, está en otro
lado.
De hecho, cuando pase la angustia y la zozobra, intuyo que se tomará conciencia que el
problema, más que el avance de Putin, es el estado de descomposición de los
valores occidentales y la relación entre los ciudadanos y las elites
gobernantes. La guerra en algún momento va a pasar; la crisis, el enojo y el
malestar no.
https://disidentia.com/pensar-occidente-mas-alla-de-la-guerra/
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