Vivimos
las primeras etapas de un cambio civilizatorio de grandes
proporciones. En este proceso, viviremos la quiebra del capitalismo
global, un alza de los conflictos por el control de los recursos, una
fuerte reconfiguración del Estado o una re-ruralización social.
Este colapso de la civilización industrial es inevitable.
Pero
esta inevitabilidad no significa que el futuro esté escrito. Dentro
del campo de posibilidades físicas que tengamos, la reconfiguración
de los ecosistemas y las sociedades humanas dependerá en gran medida
de lo que hagamos ahora. Es más, el colapso brindará oportunidades
inéditas para la articulación de sociedades más justas, solidarias
y sostenibles.
Por
ejemplo, un sistema energético basado en fuentes de acceso más
universal (las renovables), una tecnología más apropiable (más
sencilla), sociedades más fácilmente gestionables democráticamente
(más locales y de menor tamaño) o un tejido social más denso (la
supervivencia pasará por el colectivo). Estas oportunidades serán
más cuanta menos degradación social y ambiental se produzca. En
este sentido, cuanto antes se pongan en marcha medidas acordes con
los nuevos contextos, mayores serán las posibilidades de limitar
esta degradación.
Con
estas premisas, el objetivo de comunicar el colapso no es realizar un
ejercicio de amargura prospectiva, ni un análisis complejo del
contexto –aunque ambos factores deban cumplir un papel– sino que
las sociedades puedan organizarse para aprovechar las oportunidades y
sortear los riesgos que nos brinda el final del metabolismo
industrial.
¿Cómo
comunicar el colapso a personas conscientes de la situación?
Quienes
conocen los escenarios más factibles del cambio climático y de la
restricción energética y material, el posible auge de nuevos
fascismos, o el probable incremento de la población en condiciones
de miseria, temen esos escenarios. No
habría que alimentar más ese miedo, sino buscar estados de ánimo
que nos sirvan de pértiga para saltarlo. Uno fundamental es la
esperanza. Eso es justo lo que proyectan lemas como “sí se puede”
y “otro mundo es posible”.
La esperanza no se construye sobre la nada, sino que requiere de
razones sobre las que sostenerse. Y las hay, pues el colapso abrirá
oportunidades a sociedades más vivibles.
Sin
embargo, la esperanza habría que transmitirla con realismo. Por
ejemplo, comunicar que las renovables son la solución a la situación
climática y energética sin cambiar a fondo nuestro orden
socioeconómico no es cierto. En este sentido, es probable que el
movimiento ecologista haya dado excesivas esperanzas de que el
sistema actual podía seguir su curso con simplemente
aplicar un paquete de políticas climáticas, energéticas o de
conservación de la biodiversidad.
Las
luchas impulsadas por los movimientos sociales deben tener beneficios
perceptibles y sostenibles para quienes participen en ellas y la
alegría tiene que ser uno de ellos. Además, en la medida en que nos
moviliza más el refuerzo positivo que el negativo, este es un
elemento que cobra especial relevancia. Una de las cosas que más
alegría y placer nos causa es la interrelación con otras personas
para construir algo. Otro motivo que puede alegrarnos es el
desmoronamiento de un orden basado en el sufrimiento social y la
destrucción ambiental: el
final del capitalismo global es una buena noticia.
Además
de la esperanza y la alegría, también debería estar la
responsabilidad, pues conocer los posibles escenarios futuros es
saber que las políticas que se adopten ahora marcarán cuántas
personas sobrevivan y su calidad de vida. Para reforzar esa
responsabilidad habría que transmitir la relevancia de la acción.
En primer lugar, porque es con nuestras prácticas cotidianas como
nos construimos como personas distintas. También porque en un
entorno muy cambiante quienes se hayan organizado tendrán una
importante capacidad de influencia. Finalmente, porque los mundos a
los que nos iremos acercando serán cada vez más locales y por lo
tanto más influenciables por nuestras acciones.
Si
la primera idea tiene que ver con las emociones que movilizamos, la
segunda es con el tipo de análisis que realizamos, que debe ser
riguroso. El colapso es una disminución drástica de la complejidad
de manera que surja una estructura radicalmente distinta. No es un
cambio de régimen, no es una ocupación, tampoco es una crisis. Está
marcado por un descenso en la población, la especialización social
(diferenciación social, especialización laboral), las
interconexiones (comercio, penetración de los órganos de poder), y
la cantidad de información que contiene y fluye por el sistema
(acceso al conocimiento, arte, intercambio de información). El
colapso no es un hecho súbito, sino un proceso que durará muchas
décadas. Este es un problema de primer orden, pues actuamos cuando
vemos el peligro inminente, pero no si este sucede poco a poco. Por
todo ello es importante denominar al colapso por su nombre.
Otro
análisis importante es que, aunque el medio ambiente está en el
centro de las causas del colapso, no es su única dimensión. También
son fundamentales los elementos económicos, culturales y políticos.
Pero considerar la multidimensionalidad de factores que concurren en
el colapso no significa darles a todos la misma importancia. Así, la
capacidad del ecologismo social para analizar el momento actual desde
la complejidad, pero dando gran relevancia a los límites
ambientales, es un ejemplo a seguir.
Trabajar
desde una visión sistémica es una estrategia adecuada para
comunicarse con personas que ya son conscientes de la crisis
civilizatoria porque es un pensamiento que ya tienen entrenado.
Además, esta estrategia ha demostrado ser movilizadora. Una muestra
fue la impresionante resonancia que alcanzaron Los
límites del crecimiento,
un análisis sistémico.
¿Cómo
comunicar el colapso a quienes no son conscientes de él pero
quieren saber?
En
gran medida, mucho de lo dicho anteriormente se puede aplicar a este
grupo, por lo que nos centramos en varios elementos extra.
En
lo que concierne a las emociones, es importante sumar el miedo, pues
es una emoción que motiva a las personas a no continuar por las
sendas más peligrosas. Cuanto menos miedo al colapso tengan las
sociedades, más profundo será. En ese sentido, mensajes
complacientes con la pervivencia del sistema actual o que
pongan excesivamente en
duda el colapso serían contraproducentes.
Otra
razón para no sortear el miedo que causa la comunicación de la
prospectiva dura que tenemos por delante es que los cambios
necesarios y deseables en la transición civilizatoria requieren de
poblaciones maduras. Por ello, no podemos tratar a las personas como
si fuesen infantes y no pudiesen hacerse cargo de sus vidas. Si vamos
a necesitar lo mejor del ser humano, pongamos altas expectativas en
él y mostrémoslo con nuestros actos.
A
estas razones para usar el miedo podemos sumar que, para actuar, el
ser humano necesita conocer el límite a partir del cual la inacción
o la acción incorrecta tienen
consecuencias negativas. De este modo, no solo habría que comunicar
los aspectos potencialmente peligrosos de los escenarios por venir,
sino hacer un esfuerzo por señalar los límites, los umbrales de no
retorno. Aunque esto es especialmente difícil, ya que la crisis
sistémica que vivimos tiene unos límites inaprensibles, hacer mucha
incidencia, por ejemplo, en el aumento de 1,5ºC como límite de
seguridad climática es importante.
Un
último argumento para usar el miedo es que es una herramienta que se
ha utilizado con profusión en numerosas campañas exitosas. Por
ejemplo, probablemente el libro más influyente del ecologismo ha
sido La
primavera silenciosa,
que transmitía las perniciosas consecuencias del uso de los
pesticidas. Otro texto muy influyente fue el ya nombrado Los
límites del crecimiento,
que también planteaba un mensaje muy duro. Fuera del ecologismo,
también hay numerosos ejemplos, como la lucha contra el tabaquismo.
Esto
implica que no deberíamos llamar al cáncer, gripe. Estamos viviendo
el colapso de la civilización industrial, no una crisis más, ni una
transición como la solemos entender (algo tranquilo y
más o menos pilotado). Tenemos que llamar a las cosas por su nombre.
Igual con algunos sectores sociales el término colapso no
es el más adecuado, pero no puede ser sustituido por giros que
quiten importancia a los desafíos que enfrentamos. Esto no significa
regodearse en lo doloroso, es más, resulta clave comunicar desde la
empatía.
Sin
embargo, el miedo es un potente sentimiento desmovilizador, pues
suele inducir a buscar la seguridad en la ausencia de cambios.
Además, una sociedad miedosa es insegura de sí misma, por lo que
rinde muy por debajo de sus posibilidades. En ella, se bloquea la
visión de partes de la realidad especialmente molestas, pero
fundamentales para afrontar los problemas. Así, solo las sociedades
que consigan controlar el miedo serán capaces de encarar de forma
emancipadora el futuro, las otras correrán el riesgo de buscar
tablas de salvación en opciones autoritarias.
Por
ello, el miedo debe superarse y esto solo se hace en colectivo. Para
sacudirse el miedo, resulta imprescindible construir un camino con
desafíos asumibles, riesgos afrontables psicológicamente, y en el
que las sociedades vean las ventajas y la factibilidad de los
cambios. También usar esa pértiga en forma de esperanza y alegría
que nombramos. A las estrategias ya expuestas para construir la
esperanza, habría que sumar otra de especial importancia para este
grupo: que para que sea creíble, tiene que encarnarse y vivirse.
La
última idea es la importancia de articular la comunicación desde el
hacer más que desde el decir. Los entornos en los que nos movemos
construyen nuestro sistema de valores. Cambiando nuestras formas de
actuar, cambiamos nuestras formas de pensar. Así, los cambios
personales y sociales solo se van a dar si las personas participan en
entornos que gratifiquen valores emancipadores. Por ello, más clave
que los discursos que articulamos son las prácticas que promovemos.
Además, relacionarnos a través de las prácticas y no de los
discursos diluye las barreras que nos ponemos ante ideologías
ajenas.
Para
esta construcción de visiones alternativas, será importante que
existan muchos entes comunicadores distintos con mensajes parecidos.
Esto permitirá sortear la voluntariedad de la escucha. Conseguir
esos emisores diferenciados pasa por que distintos grupos sociales
sean intermediarios de nuestra comunicación y la traduzcan. Que
otras personas hagan suyo el mensaje, dándole sus propios matices y
énfasis. Desde esta perspectiva, podría ser más estratégico
comunicar a un público cercano, que tiene predisposición a
escucharnos y maneja nuestros mismos códigos, y que este sea el que
comunique posteriormente a otros sectores.
VISTO
EN:
https://www.15-15-15.org/webzine/2018/11/24/ideas-sobre-como-comunicar-el-colapso-civilizatorio/
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