Una
de las ironías de nuestro tiempo es que formamos parte de un
sistema económico que necesita que los ciudadanos nos sintamos
permanentemente vacíos e insatisfechos para desear siempre más de
lo que tenemos.
La economía no
es algo ajeno a nosotros. Los seres humanos formamos parte de ella
del mismo modo que los peces forman parte del océano. Tanto es así,
que podría describirse como el tablero de juego sobre el que hemos
edificado nuestra existencia, y en el que a través del dinero se
relacionan e interactúan tres jugadores principales: el sistema
monetario, las organizaciones y los seres humanos. Cabe decir que
esta partida está regulada por leyes diseñadas por los Estados. Sin
embargo, por encima de su influencia, el poder real reside en los
ciudadanos: con nuestra manera de ganar dinero (trabajo) y de
gastarlo (consumo) moldeamos día a día la forma que toma el
sistema.
Más allá de
cubrir nuestras necesidades, a lo largo de las últimas décadas nos
hemos convencido de que debemos tener deseos y aspiraciones
materiales de cuya satisfacción dependa nuestra felicidad. Y no es
para menos. En 2010, la inversión publicitaria en España superó
los 12.880 millones de euros, según la agencia Infoadex. Así, las
empresas se gastaron todo ese dinero con el objetivo de
persuadirnos para comprar sus productos y servicios. Cabe decir que
esta inversión multimillonaria promueve unas determinadas creencias,
valores y prioridades en nuestro paradigma. Es decir, en nuestra
manera de comprender y de vivir la vida. Prueba de ello es el triunfo
del hiperconsumismo.
Además,
mientras seguimos asfaltando y urbanizando la naturaleza, conviene
recordar que la economía creada por la especie humana es un
subsistema que está dentro de un sistema mayor: el planeta Tierra,
cuya superficie física y recursos naturales son limitados y finitos.
De hecho, creer que el crecimiento económico va a resolver nuestros
problemas existenciales es como pensar que podemos atravesar un muro
de hormigón al volante de un coche pisando a fondo el acelerador.
LA DECADENCIA DEL SISTEMA
“No es signo de salud estar bien adaptado a una sociedad profundamente enferma”(Jiddu Krishnamurti)
Sin embargo, hoy
en día es común escuchar a políticos, economistas y empresarios
afirmar que “el sistema capitalista es el menos malo” de todos
los que han existido a lo largo de la historia. Y que
“afortunadamente” ya empiezan a verse señales de “recuperación
económica”. Es decir, que la idea general es seguir creciendo y
expandiendo la economía tal y como lo hemos venido haciendo. Es
decir, sin tener en cuenta los costes humanos y medioambientales. De
lo que se trata es de “superar cuanto antes” el bache provocado
por la crisis financiera.
Ante este tipo
de declaraciones podemos concluir que como sociedad no estamos
aprendiendo nada de lo que esta crisis ha venido a enseñarnos. De
ahí que sigamos mirando hacia otro lado, obviando la auténtica raíz
del problema. No nos referimos a la guerra, a la pobreza o al hambre
que padecen millones de seres humanos en todo el mundo. Ni a la
voracidad con la que estamos consumiendo los recursos naturales del
planeta. Tampoco estamos hablando del abuso y de la dependencia de
los combustibles fósiles -petróleo, carbón y gas natural-, que
tanto contaminan la naturaleza. Ni siquiera del calentamiento global.
Estos solo son algunos síntomas que ponen de manifiesto el verdadero
conflicto de fondo: nuestra propia infelicidad.
Cegados por
nuestro afán materialista llevamos una existencia de segunda mano.
Parece como si nos hubiéramos olvidado de que estamos vivos y de que
la vida es un regalo. Prueba de ello es que el vacío existencial se
ha convertido en la enfermedad
contemporánea más común. Tanto es así, que lo normal es reconocer
que nuestra vida carece de propósito y sentido.
Y también que
muchos confundan la verdadera felicidad con sucedáneos como el
placer, la satisfacción y la euforia que proporcionan el consumo de
bienes materiales y el entretenimiento.
EL MALESTAR DE LA SOCIEDAD
“Estamos produciendo seres humanos enfermos para tener una economía sana.”
(Erich Fromm)
La paradoja es
que el crecimiento económico que mantiene con vida al sistema se
sustenta sobre la insatisfacción crónica de la sociedad. Y la
ironía es que cuanto más crece el consumo de antidepresivos como el
Prozac o el Tranquimazín, más aumenta la cifra del producto
interior bruto. De ahí que no sea descabellado afirmar que el
malestar humano promueve bienestar económico.
Frente a este
panorama, la pregunta aparece por sí sola: ¿hasta cuándo vamos a
posponer lo inevitable? Es hora de mirarnos en el espejo y cuestionar
las creencias con las que hemos creado nuestro falso concepto de
identidad y sobre las que estamos creando un estilo de vida puramente
materialista. Si bien el dinero nos permite llevar una existencia más
cómoda y segura, la verdadera felicidad no depende de lo que tenemos
y conseguimos, sino de lo que somos. Para empezar a construir una
economía que sea cómplice de nuestra felicidad, cada uno de
nosotros ha de asumir la responsabilidad de crear valor a
través de nuestros valores. Y
este aprendizaje pasa por encontrar lo que solemos buscar
desesperadamente fuera en el último lugar al que nos han dicho que
debemos mirar: dentro de nosotros mismos.
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