EL HOMBRE REPTILIZADO DEL SIGLO XXI:
El mejor
autómata de todos los tiempos
Reaccionar impulsivamente es una competencia cerebral que tenemos de fábrica los humanos desde tiempo inmemorial. Este mecanismo suele estar ligado a emociones antiguas como el miedo o la rabia, que nos han servido en tiempos ancestrales en lo que era un mundo paleolítico dominado por reptiles gigantes.
Cuando
nos demandan una respuesta violenta ante una amenaza, real o construida o ante
una situación diaria ese reptil interior no tiene ninguna duda en amplificar la
escalada violenta.
En la actual
cultura de la inmediatez y comodidad creemos fantasiosamente en la certeza y
benevolencia de nuestras reacciones impulsivas no reflexionadas. Estamos en una
suerte de era del opinionismo percepcional donde frases como me parece que, me gusta, me apetece o me encanta,
son la base para decisiones centrales de nuestra vida y sociedad. Apoyando a
esa superficialidad optimista se une el factor velocidad. En esta actual
cultura trabajocentrista buscamos además con locura correr más, pensar más
rápido, jactándonos de ese fastthinking creemos ser más eficientes.
Hoy en día hay
que saber correr como locos, comprar los últimos modelos de rabiosa actualidad
para esquivar el diablo de la obsolescencia evitando la medieval y
tercermundista lentitud. Pero los dilemas aumentan: si me retraso soy un vago
ineficiente y, como tal, un parásito de la sociedad pero si corro y tengo
ansiedad, tengo un problema que no puedo soportar y tampoco soy feliz. En ambos
casos tengo un dilema irresoluble y si alzo la mirada parece que soy yo el
único responsable mientras que la sociedad o el mismo entorno se lava las manos
obviando la presión calvinista que nos ejerce.
Bienvenidos a
una verdadera tiranía del estar actualizado que cae como una losa ante
ciudadanos ciegos en una fascinación digital. Una nueva era donde buscamos
insaciablemente conexión pero ya no sabemos conectar con el vecino y que
buscamos subidones emocionales porque en el fondo estamos en desidia existencial
o en un consumismo ciego, casi zombie that
gets no satisfaction! (que no encuentra satisfacción) y necesitamos
estímulos más y más duros para obtener el mismo placer.
El mayor éxito
corporativo de la actual industria digital radica en que nos ha convertido a
los consumidores, en radicales agentes de ventas de los productos digitales que
compramos. Llegamos a ser hasta agresivos incluso insultantes para con nuestros
amigos más cercanos y familia cuando no están al día con las últimas versiones
que fanfarronamente mostramos. Ahí los viejos o alternativos no son sino
obsoletos esperpentos de un pasado prehumano.
Toda esta
dinámica de fascinación es impulsiva pero de una irracionalidad que pretende
dar razón con dogmatismos y estereotipos. El reaccionar impulsivamente es una
competencia cerebral que tenemos de fábrica los humanos desde tiempo
inmemorial. Este mecanismo suele estar ligado a emociones antiguas como el
miedo o la rabia, que nos han servido en tiempos ancestrales en lo que era un
mundo paleolítico dominado por reptiles gigantes. Esos eran tiempos de escala
evolutiva menos evolucionada y, de alguna manera, más individualista. Un mundo
de constantes amenazas de una ley de la selva hobbessiana del sálvese quien
pueda. Ahí se salvaban los fuertes, los rápidos y, por qué no, los paranoicos,
que podían reaccionar mecánica y rápidamente ante esa jungla del todos contra
todos.
En el
transcurso de la Historia, poco a poco fueron apareciendo nuevos animales con
cerebros expandidos: los mamíferos. Estos lograron defenderse mejor del entorno
hostil aprendiendo a ir en manada pero también desarrollando sentimientos
grupales más elevados como la amistad y la cooperación. Más adelante, con una
aún mayor evolución filogenética el ser humano apareció y logró su supremacía
con sus capacidades superiores. Entre ellas el habla fue un cambio cuántico
exclusivo de su especie que abre la puerta a una comunicación mucho más eficaz
y una toma de decisiones más elaborada y compleja cosa que permitía la
posibilidad de negociar acuerdos y normas de convivencia. Como humanos tenemos
también la capacidad de decidir no reaccionar a la inmediatez cuando retrasamos
nuestras necesidades no urgentes en favor de beneficios superiores, sean éstos
egoístas o prosociales.
Así, la
elección entre reaccionar y responder acaba siendo uno de los dilemas más
importantes de nuestros tiempos. Votamos en función de quien nos cae bien. Y la frecuente
cantinela de la decepción es una gran excusa para empoderar al reptil
percepcional que se altera cuando no gana. Esa decepción acaba siendo otra
emoción funcional y previsible y que hace alegrar a los poderes fácticos y
establecidos cuando deviene abstención y empodera a las mayorías de los de
siempre. Por tanto, nuestra actitud habitual y algo egoica de delegar el consentimiento a nuestra parte reptiliana del cerebro
decisiones importantes frecuentemente nos desvía de nosotros y nos acerca al hermoso fatalismo que desea tanto el inmovilismo de
nosotros.
Pero qué es más
humano, ¿reaccionar o responder? Responder en el sentido anglosajón de la
palabra vendría del termino respond,
que estaría en el origen de la palabra dar respuesta sensible o responsable.
Así, de esta manera, responder sería sinónimo de ser responsable ante los
retos, estímulos o dilemas.
Ahora bien,
como amantes de la comodidad de la inmediatez, preferimos reaccionar,
preferimos sentarnos en la silla reclinada dando respuestas reactivas o
percepciones superficiales y automáticas. Sin duda un día duro de trabajo no
nos facilita tener energía para pensar. Nuestro reptil interior desea desconectar y pasivamente traga imágenes
acríticamente de la TV como un robot para relajarse. Con esa actitud, entramos
en el paraíso para algunas multinacionales y medios de comunicación, como
apunta Ainhoa Ruiz en Mentes
Militarizadas, que nos bombardean constantemente con contenidos
emocionales diseñados estratégicamente para construir nuestro consentimiento
pero también fagotizarnos la capacidad de responder responsablemente y hacernos
previsibles.
Es más, como
ser humano en nuestro ánimo de evitar el miedo somos capaces de hacer lo que
sea. Tenemos pánico al miedo, y en defensa de ese estatuto, nos polarizamos y
nos volvemos extremadamente conservadores cuando nos bombardean mediáticamente
con nuevos enemigos cuidadosamente creados y con nuevas amenazas. La guerra
busca insaciablemente el diálogo de reptiles.
Michael Moore analiza en sus películas de forma clara cómo el miedo es la
emoción que mejor funciona para predecir y controlar nuestro comportamiento. Por
otro lado, el sobrino de Sigmund Freud y asesor de varios presidentes
norteamericanos, Edward Bernays, maestro de las relaciones públicas, sabía muy
bien cómo las estrategias publicitarias fácilmente secuestrarían nuestra
conciencia que busca insaciablemente seguridad y autoestima ante estímulos que
nos lanzan constantemente creándonos una realidad artificiosamente hostil y
amenazadora pero tranquilizadora incluso idílica cuando cedemos a sus
pretensiones.
En este
contexto, cualquier guerra sería pues justificable si hay una buena estrategia
publicitaria. Igualmente, la realidad creada y el consecuente estado de opinión
fundamenta que niveles exorbitantes de armamento mundial también sean
justificables y deseables con el dinero de todos para enviar a nuestros hijos a
defender causas que defienden intereses egoístas de terceros vestidas como
ataques a nosotros. Las armas de «distracción» masiva y los medios de
«incomunicación» son perfectamente funcionales para ese objetivo. ¡Misión
cumplida!
La prisa, no obstante,
limita el sentido crítico y el distanciamiento que caracteriza el análisis
consciente y empático. Ese miedo y esa rabia que generan los flashes mediáticos
nos reptilizan y nos secuestran la conciencia. Por otro lado, la digitalización
acelera aun más el fastthinking. Brunet dice en Mentes Militarizadas que
con el fastthinking denunciado por Antonio Damasio
se acelera nuestra reactividad con las situaciones explícitamente violentas.
Contrariamente, dado que los procesos mentales de la empatía son mucho más
lentos, requieren un tiempo que ya no tenemos para procesarlos.
Por tanto,
cuando nos demandan una respuesta violenta ante una amenaza, real o construida
o ante una situación diaria ese reptil interior no tiene ninguna duda en
amplificar la escalada violenta. Ahora bien, necesitamos justo ahí
distanciarnos de emociones reptilianas, y tomar contacto con nuestros propios
miedos y tratar al menos de reconocerlos. Ese será el inicio para luego poder
hacer fluir la empatía y no reaccionar reptilianamente como un autómata.
Por otro lado,
una buena actitud serena sumada a una buena red social, comunitaria o familiar
de conciencia ética puede contrarrestar los efectos divisiorios o cantos de
sirena del entorno mediático que nos grita que seremos como dioses atacando y
luego destronándonos ante una posterior distracción mediática. De esta manera,
si nos permitimos activar el pensamiento crítico, la sensatez pero también la
colaboratividad, la escucha y el dejarse modificar por el otro, el consenso
surgirá de manera más natural, pluripartita, integral y, a la vez, sostenible.
Contrariamente,
cuando respondemos mecánicamente a las emociones agudas que nos invaden, sean
por imágenes mediáticas o por nuestros miedos irracionales, lo único que
hacemos es dar comida y oxígeno a nuestro reptil interior ávido de dar rienda
suelta a su paranoia y obsesión constante por atacar o esconderse mientras nos
jactamos de ser rápidos y cómodos autómatas.
Por lo tanto,
estamos cavando la tumba de nuestra verdadera capacidad de afrontar
asertivamente un planteamiento maduro y responsable de resolución de conflictos
que incorpore la empatía necesaria para encontrar los caminos para la paz
sostenible y no una paz muerta o negativa. Estaremos así acallando los procesos
sociales, mecanismos colaborativos y elementos mentales que realmente pueden
darnos las claves para trabajar por construir una sociedad mejor, más pacífica
con inteligencia colectiva e inteligencia emocional.
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