1/8/16

Trabajar por una sociedad mejor, más pacífica e inteligente.

EL HOMBRE REPTILIZADO DEL SIGLO XXI:
El mejor autómata de todos los tiempos

Reaccionar impulsivamente es una competencia cerebral que tenemos de fábrica los humanos desde tiempo inmemorial. Este mecanismo suele estar ligado a emociones antiguas como el miedo o la rabia, que nos han servido en tiempos ancestrales en lo que era un mundo paleolítico dominado por reptiles gigantes.

Cuando nos demandan una respuesta violenta ante una amenaza, real o construida o ante una situación diaria ese reptil interior no tiene ninguna duda en amplificar la escalada violenta.

En la actual cultura de la inmediatez y comodidad creemos fantasiosamente en la certeza y benevolencia de nuestras reacciones impulsivas no reflexionadas. Estamos en una suerte de era del opinionismo percepcional donde frases como me parece que, me gusta, me apetece o me encanta, son la base para decisiones centrales de nuestra vida y sociedad. Apoyando a esa superficialidad optimista se une el factor velocidad. En esta actual cultura trabajocentrista buscamos además con locura correr más, pensar más rápido, jactándonos de ese fastthinking  creemos ser más eficientes.


Hoy en día hay que saber correr como locos, comprar los últimos modelos de rabiosa actualidad para esquivar el diablo de la obsolescencia evitando la medieval y tercermundista lentitud. Pero los dilemas aumentan: si me retraso soy un vago ineficiente y, como tal, un parásito de la sociedad pero si corro y tengo ansiedad, tengo un problema que no puedo soportar y tampoco soy feliz. En ambos casos tengo un dilema irresoluble y si alzo la mirada parece que soy yo el único responsable mientras que la sociedad o el mismo entorno se lava las manos obviando la presión calvinista que nos ejerce.

Bienvenidos a una verdadera tiranía del estar actualizado que cae como una losa ante ciudadanos ciegos en una fascinación digital. Una nueva era donde buscamos insaciablemente conexión pero ya no sabemos conectar con el vecino y que buscamos subidones emocionales porque en el fondo estamos en desidia existencial o en un consumismo ciego, casi zombie that gets no satisfaction! (que no encuentra satisfacción) y necesitamos estímulos más y más duros para obtener el mismo placer.

El mayor éxito corporativo de la actual industria digital radica en que nos ha convertido a los consumidores, en radicales agentes de ventas de los productos digitales que compramos. Llegamos a ser hasta agresivos incluso insultantes para con nuestros amigos más cercanos y familia cuando no están al día con las últimas versiones que fanfarronamente mostramos. Ahí los viejos o alternativos no son sino obsoletos esperpentos de un pasado prehumano.

Toda esta dinámica de fascinación es impulsiva pero de una irracionalidad que pretende dar razón con dogmatismos y estereotipos. El reaccionar impulsivamente es una competencia cerebral que tenemos de fábrica los humanos desde tiempo inmemorial. Este mecanismo suele estar ligado a emociones antiguas como el miedo o la rabia, que nos han servido en tiempos ancestrales en lo que era un mundo paleolítico dominado por reptiles gigantes. Esos eran tiempos de escala evolutiva menos evolucionada y, de alguna manera, más individualista. Un mundo de constantes amenazas de una ley de la selva hobbessiana del sálvese quien pueda. Ahí se salvaban los fuertes, los rápidos y, por qué no, los paranoicos, que podían reaccionar mecánica y rápidamente ante esa jungla del todos contra todos.

En el transcurso de la Historia, poco a poco fueron apareciendo nuevos animales con cerebros expandidos: los mamíferos. Estos lograron defenderse mejor del entorno hostil aprendiendo a ir en manada pero también desarrollando sentimientos grupales más elevados como la amistad y la cooperación. Más adelante, con una aún mayor evolución filogenética el ser humano apareció y logró su supremacía con sus capacidades superiores. Entre ellas el habla fue un cambio cuántico exclusivo de su especie que abre la puerta a una comunicación mucho más eficaz y una toma de decisiones más elaborada y compleja cosa que permitía la posibilidad de negociar acuerdos y normas de convivencia. Como humanos tenemos también la capacidad de decidir no reaccionar a la inmediatez cuando retrasamos nuestras necesidades no urgentes en favor de beneficios superiores, sean éstos egoístas o prosociales.

Así, la elección entre reaccionar y responder acaba siendo uno de los dilemas más importantes de nuestros tiempos. Votamos en función de quien nos cae bien. Y la frecuente cantinela de la decepción es una gran excusa para empoderar al reptil percepcional que se altera cuando no gana. Esa decepción acaba siendo otra emoción funcional y previsible y que hace alegrar a los poderes fácticos y establecidos cuando deviene abstención y empodera a las mayorías de los de siempre. Por tanto, nuestra actitud habitual y algo egoica de delegar el consentimiento a nuestra parte reptiliana del cerebro decisiones importantes frecuentemente nos desvía de nosotros y nos acerca al hermoso fatalismo que desea tanto el inmovilismo de nosotros.

Pero qué es más humano, ¿reaccionar o responder? Responder en el sentido anglosajón de la palabra vendría del termino respond, que estaría en el origen de la palabra dar respuesta sensible o responsable. Así, de esta manera, responder sería sinónimo de ser responsable ante los retos, estímulos o dilemas.

Ahora bien, como amantes de la comodidad de la inmediatez, preferimos reaccionar, preferimos sentarnos en la silla reclinada dando respuestas reactivas o percepciones superficiales y automáticas. Sin duda un día duro de trabajo no nos facilita tener energía para pensar. Nuestro reptil interior desea desconectar y pasivamente traga imágenes acríticamente de la TV como un robot para relajarse. Con esa actitud, entramos en el paraíso para algunas multinacionales y medios de comunicación, como apunta Ainhoa Ruiz en Mentes Militarizadas, que nos bombardean constantemente con contenidos emocionales diseñados estratégicamente para construir nuestro consentimiento pero también fagotizarnos la capacidad de responder responsablemente y hacernos previsibles.

Es más, como ser humano en nuestro ánimo de evitar el miedo somos capaces de hacer lo que sea. Tenemos pánico al miedo, y en defensa de ese estatuto, nos polarizamos y nos volvemos extremadamente conservadores cuando nos bombardean mediáticamente con nuevos enemigos cuidadosamente creados y con nuevas amenazas. La guerra busca insaciablemente el diálogo de reptiles. Michael Moore analiza en sus películas de forma clara cómo el miedo es la emoción que mejor funciona para predecir y controlar nuestro comportamiento. Por otro lado, el sobrino de Sigmund Freud y asesor de varios presidentes norteamericanos, Edward Bernays, maestro de las relaciones públicas, sabía muy bien cómo las estrategias publicitarias fácilmente secuestrarían nuestra conciencia que busca insaciablemente seguridad y autoestima ante estímulos que nos lanzan constantemente creándonos una realidad artificiosamente hostil y amenazadora pero tranquilizadora incluso idílica cuando cedemos a sus pretensiones.

En este contexto, cualquier guerra sería pues justificable si hay una buena estrategia publicitaria. Igualmente, la realidad creada y el consecuente estado de opinión fundamenta que niveles exorbitantes de armamento mundial también sean justificables y deseables con el dinero de todos para enviar a nuestros hijos a defender causas que defienden intereses egoístas de terceros vestidas como ataques a nosotros. Las armas de «distracción» masiva y los medios de «incomunicación» son perfectamente funcionales para ese objetivo. ¡Misión cumplida!

La prisa, no obstante, limita el sentido crítico y el distanciamiento que caracteriza el análisis consciente y empático. Ese miedo y esa rabia que generan los flashes mediáticos nos reptilizan y nos secuestran la conciencia. Por otro lado, la digitalización acelera aun más el fastthinking. Brunet dice en Mentes Militarizadas que con el fastthinking denunciado por Antonio Damasio se acelera nuestra reactividad con las situaciones explícitamente violentas. Contrariamente, dado que los procesos mentales de la empatía son mucho más lentos, requieren un tiempo que ya no tenemos para procesarlos.

Por tanto, cuando nos demandan una respuesta violenta ante una amenaza, real o construida o ante una situación diaria ese reptil interior no tiene ninguna duda en amplificar la escalada violenta. Ahora bien, necesitamos justo ahí distanciarnos de emociones reptilianas, y tomar contacto con nuestros propios miedos y tratar al menos de reconocerlos. Ese será el inicio para luego poder hacer fluir la empatía y no reaccionar reptilianamente como un autómata.

Por otro lado, una buena actitud serena sumada a una buena red social, comunitaria o familiar de conciencia ética puede contrarrestar los efectos divisiorios o cantos de sirena del entorno mediático que nos grita que seremos como dioses atacando y luego destronándonos ante una posterior distracción mediática. De esta manera, si nos permitimos activar el pensamiento crítico, la sensatez pero también la colaboratividad, la escucha y el dejarse modificar por el otro, el consenso surgirá de manera más natural, pluripartita, integral y, a la vez, sostenible.

Contrariamente, cuando respondemos mecánicamente a las emociones agudas que nos invaden, sean por imágenes mediáticas o por nuestros miedos irracionales, lo único que hacemos es dar comida y oxígeno a nuestro reptil interior ávido de dar rienda suelta a su paranoia y obsesión constante por atacar o esconderse mientras nos jactamos de ser rápidos y cómodos autómatas.

Por lo tanto, estamos cavando la tumba de nuestra verdadera capacidad de afrontar asertivamente un planteamiento maduro y responsable de resolución de conflictos que incorpore la empatía necesaria para encontrar los caminos para la paz sostenible y no una paz muerta o negativa. Estaremos así acallando los procesos sociales, mecanismos colaborativos y elementos mentales que realmente pueden darnos las claves para trabajar por construir una sociedad mejor, más pacífica con inteligencia colectiva e inteligencia emocional.


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