EL PROGRESO
Pese a determinados
acontecimientos del siglo XX, la mayoría de los que viven dentro de la
tradición cultural occidental sigue creyendo en el ideal victoriano del
progreso. Es la fe sucintamente descrita por el historiador Sidney Pollard en
1968 como “la
creencia de que existe un patrón de cambio en la historia de la humanidad […]
constituida por cambios irreversibles orientados siempre en un mismo sentido, y
que dicho sentido se encamina a mejor”.
Pollard observa cómo
la idea de progreso material es muy reciente –“significativa en un pasado que sólo abarca
los últimos trescientos años, poco más o menos”- en estrecha correlación con el auge de la ciencia y la industria, y
con la correspondiente decadencia de las creencias tradicionales. Ya no dedicamos
mucha atención al progreso moral, que fue una de las grandes preocupaciones de
los siglos pasados, excepto para dar por supuesto que debe andar en paralelo
con el progreso material.
Nuestra fe práctica
en el progreso ha extendido sus ramificaciones y se ha condensado en una
ideología, en una religión secular. Sucede que el progreso se ha convertido en
un ‘mito’, en el sentido antropológico de la palabra. Con esto no quiero decir
que las creencias sean débiles o palmariamente falsas. Los mitos triunfadores
son poderosos, y a menudo sólo en parte verdaderos. Como he escrito en otro
lugar, “el
mito es una ordenación del pasado, real o imaginario, en patrones que refuerzan
los valores y aspiraciones más profundos de una cultura […]. De ahí que los mitos
vayan tan cargados de sentido, que somos capaces de vivir y morir por ellos.
Son como las cartas de navegación de las culturas a través del tiempo”.
El mito del progreso
nos ha prestado buenos servicios (a quienes nos hallamos sentados a las mesas
mejor surtidas, en todo caso), y es posible que continúe siendo así. Pero,
también se ha convertido en peligroso. El progreso tiene una lógica interna que
puede arrastrarnos más allá de la razón, hacia la catástrofe. Un camino
seductor lleno de éxitos puede acabar en una trampa.
En la década de
1950, cuando yo era niño, la sombra del progreso excesivo en materia de
armamento había caído ya sobre el mundo: sobre Hiroshima, Nagasaki, y varias
islas del Pacífico desintegradas. Hace ya como sesenta años que ensombrece
nuestras vidas. Bastará dejar sentado que la tecnología armamentista ha sido el
primer aspecto del progreso humano que llega a un callejón sin salida, al
amenazar con la destrucción del propio planeta en que se ha desarrollado.
El progreso material
crea problemas que sólo pueden resolverse, o lo parece, con más progreso. Una
vez más, el demonio se esconde en la escala de la magnitud. Es verdad que un
progreso tan fuerte que pueda destruir el mundo es una creación moderna, pero
el demonio de la escala que convierte las ventajas en trampas viene
asediándonos desde la Edad de Piedra. Ese demonio vive dentro de nosotros, y se
escapa cada vez que le sacamos delantera a la naturaleza, cada vez que
desequilibramos la balanza entre habilidad y temeridad, entre necesidad y
codicia.
Muchas de las
grandes ruinas que hoy adornan los desiertos y las selvas de la Tierra, son
monumentos a la trampa del progreso, recuerdos de civilizaciones que
desaparecieron víctimas de sus propios éxitos.
Extraído de: 'Breve historia del progreso'. Ronald
Wright.
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