Para llegar
al lugar donde se fabrica un yogur de gran calidad hay que atravesar un hayedo
fabuloso, preludio perfecto a una utopía realizada. En la Garrotxa (Girona), en
plena Fageda d’en Jordà, se ubican las instalaciones de una cooperativa que
emplea a la mayoría de los discapacitados psíquicos y personas con trastornos
mentales severos de la comarca. Un dato que es el aval de un proyecto social
muy importante, pero que muchos de los consumidores de los productos de la marca La Fageda ignoran o ignoraban la
primera vez que probaron uno de los deliciosos yogures que produce.
Este
desconocimiento no molesta a Cristóbal Colón, el fundador de La Fageda. Al contrario:
siempre ha huido de que la discapacidad de los trabajadores sirviera como
elemento de sensibilización del consumidor. Dice que la clave es que el
producto se compre porque es bueno “y punto”. Vende calidad, no caridad –aunque
esta práctica, en estos últimos años, ha vuelto con inquietante naturalidad en
la sociedad española–. Esta política supone además un baño de autoestima para
los empleados, porque la gente consume lo que hacen porque les gusta, no por
pena.
La Fageda, un
modelo de negocio que se estudia en la Universidad de Harvard, fue fundada en
1982 por Cristóbal Colón, un ex sastre de Zaragoza, quien estudió Psicología y,
tras trabajar en los psiquiátricos españoles de los años setenta, se dio cuenta
de que aquel modelo que condenaba a los enfermos mentales a un encierro de por
vida no funcionaba. Colón defendía que el mundo del trabajo es una de las vías
más rehabilitadoras, socializadoras y normalizadoras que existen, así que se
puso manos a la obra para buscar soluciones fuera de los parámetros imperantes.
No le arredró la estadística que dice que las personas con mayores problemas de
empleabilidad son las que tienen discapacidad psíquica o trastorno mental
grave.
Alto, delgado
y de carácter determinado, Colón cuenta que su premisa, hace más de 30 años,
fue montar “un proyecto empresarial real, pero cuya única vocación fuese ayudar
a esta gente de una forma perdurable”. “Tenía también clarísimo que no iban a
ser la mano de obra barata de un tercero”, recalca desde su oficina en Mas Els
Casals, la sede social de La Fageda, con vistas al parque natural de la zona
volcánica dela Garrotxa.
Con estos
requisitos creó, en 1982, la cooperativa de iniciativa social sin ánimo de
lucroLa Fageda, que hoy tiene en nómina a 120 personas con discapacidad. Cada
año, produce 55 millones de yogures, flanes, cremas catalanas, helados y,
recientemente, mermeladas. En las 15 plácidas hectáreas que comprende Mas Els
Casals se lleva a cabo la mayoría de las actividades, tanto asistenciales como
productivas, de este proyecto social ya de largo recorrido.
Teixidors, en
Terrassa, es otra cooperativa, nacida con unos principios similares. Fundada en
1983, es el resultado del compromiso del matrimonio formado por Marta Ribas,
una asistente social especializada en salud mental, y Juan Ruiz, un ingeniero
técnico. Como Colón, ambos tenían clarísimo que el trabajo es un factor de
normalización decisivo para personas con discapacidad. Sin embargo, para que
diera resultados, tenía que ser un trabajo digno y creativo, del que salieran
productos de calidad. “Y la 'laborterapia' que se implementaba cuando empezamos
era para tener ocupación, pero con poca calidad del trabajo…”, recuerda Ruiz.
El textil,
que tanta historia tiene en Terrassa, fue la llave para canalizar estas
inquietudes. Marta Ribas y Juan Ruiz montaron, desde cero, una empresa textil
artesanal. Aprendieron el oficio de tejer, restauraron telares manuales y
empezaron a formar para el trabajo a personas con discapacidad mental. Poco a poco,
se fue creando un sólido equipo de trabajo y empezaron a fabricar mantas y
plaids, fulares, colchas... con lanas ecológicas y otras fibras de primerísima
calidad, que hoy se venden en algunas de las mejores tiendas del mundo. Los
productos Teixidors dan trabajo a 44 personas –32 de ellas, con, como se
prefiere llamarlo en esta empresa, “capacidades diferentes”– que manipulan con
suma habilidad los telares de madera en el taller ubicado en una antigua
fábrica textil.
Cuando se
fundó Teixidors acababa de aprobarse, en 1982, la ley de Integración Social del
Minusválido (conocida popularmente como Lismi), una normativa que sirvió para
dar visibilidad a los trabajadores discapacitados, con premisas tan básicas
como que cotizaran en la Seguridad Social. Estipulaba que para que una empresa
se calificara como “centro especial de trabajo” tendría que tener, como mínimo,
un 70% de empleados con discapacidad; también incluía la obligación de que las
empresas con una plantilla superior a 50 trabajadores contrataran a un número
de empleados con discapacidad no inferior al 2%, recibiendo, a cambio, una
bonificación del 90% de la cotización enla Seguridad Social.
Hasta la
aparición de la Lismi (que ha sido muy poco modificada desde
su promulgación), existía un vacío flagrante. “Había personas preparadas para
trabajar, pero no se disponía de la regulación ni de los apoyos para poder
integrarlos en este mundo”, recalcan desde Amadip.esment. Con base en Mallorca,
esta fundación fue en sus inicios el fruto (como ha ocurrido en otros avances
importantes en este ámbito) de la inquietud de unos padres de niños con
discapacidad intelectual que veían que si ellos no actuaban, sus hijos no
tendrían oportunidades en la sociedad.
“La
asociación se constituyó en 1962”, relatan el gerente, Fernando Rey Maquieira,
y el responsable de innovación, José Manuel Portalo. “La primera etapa coincide
con la falta de democracia, y hay una lucha muy fuerte por los derechos y la
dignidad y por conseguir algunos servicios para estas personas”, añaden. A
partir de los años ochenta, la organización se profesionaliza, y hoy emplea a
180 personas con discapacidad intelectual. Entre otras, Amadip.esment comprende una
empresa de jardinería y de agricultura ecológica, da servicios de limpieza y
mantenimiento y cuenta con locales de restauración, como dos cafés en Palma,
atendidos por personas con discapacidad.
Esta
visibilidad, que ha suplido las dinámicas de ignorancia y ocultación que
imperaban hacía unos años, es uno de los avances sociales que han facilitado
este tipo de empresas. “Para mí, el éxito principal de nuestra labor es que se
vea con naturalidad que una persona con discapacidad puede estar trabajando
como reponedora en una gran superficie o atenderte en la recepción de un hotel.
Eso hubiera sido impensable hace 30 años”, señala Txema Franco, director
general de Lantegi Batuak, la iniciativa empresarial de mayor dimensión en el
ámbito del empleo protegido de Bizkaia. Esta entidad sin ánimo de lucro nació
también en 1983, con el objetivo de centralizar la gestión y coordinar la red
de los talleres ocupacionales para personas con discapacidad que existían en la
provincia.
“A principios
de los sesenta hubo un importante movimiento asociativo en España con el que la
iniciativa ciudadana intentaba suplir el vacío de políticas públicas hacia este
colectivo”, recuerda Franco. Como sucedió en Mallorca, los familiares de
personas con discapacidad empezaron a asociarse para luchar por la
normalización, promoviendo su integración social. Treinta años después,
aquellos talleres se han transformado en un sólido grupo industrial y de
servicios, con una plantilla de más de 2.600 personas, de las cuales 2.300
tienen una discapacidad.
Lantegi
trabaja en sectores tan diversos como electrónica, energías renovables,
automoción, jardinería, limpieza, marketing directo y turismo. Con unas ventas
de 50 millones de euros en el 2012, Lantegi es
un ejemplo, como señala Franco, de cómo algunos centros especiales de empleo
“se han convertido en empresas consolidadas, que compiten en el mercado como
cualquier empresa ordinaria”. De hecho, en el sector hay incluso grandes
conglomerados, distintos a modelos como los de La Fageda y Teixidors, pero que
también suponen una plataforma importante para este tipo de trabajadores. Uno
de los más conocidos es el Grupo Fundosa, que cuenta con 17.000 empleados y fue
creado en 1989 por la Fundación ONCE.
“Quisimos
convertirnos en un proveedor de referencia que trata de dar la vuelta a la
discapacidad, convirtiéndola en capacidad”, explica Fernando Riaño, su director
corporativo de alianzas, sinergias y responsabilidad social corporativa. Con
una cartera de productos y servicios que van desde la tecnología hasta las
lavanderías industriales y la teleasistencia, Fundosa nunca ha olvidado,
recalca Riaño, que su base es buscar el equilibrio entre lo económico y social:
“Además de servir como ejemplo a las empresas del mercado ordinario de que las
personas con discapacidad podemos ser y somos rentables”.
Y es que pese
a los avances en esta materia, aún existen reticencias del mundo empresarial
convencional en apostar por este tipo de trabajadores. Una actitud que ya
existía antes de la crisis. La web oficial de la Lismi constata el
“insuficiente grado de cumplimiento” de la obligación que las empresas con más
de 50 trabajadores contraten a un número de empleados con discapacidad no
inferior al 2%. Esto hizo que en el año 2000 se aplicaran medidas alternativas
para estas empresas reticentes, como la de compra de bienes a un centro
especial de empleo, la donación o el patrocinio.
Ester Bordes,
responsable de la planta de Sant Boi de Llobregat de Flisa, una de las lavanderías
industriales del Grupo Fundosa, no entiende que haya reservas para emplear a
trabajadores diferentes. “Aquí en Sant Boi se llega al 91% de plantilla con
alguna discapacidad, ya sea física, psíquica o sensorial –explica–. Pero su
capacidad de trabajo, su esfuerzo y su carácter es tal que desventajas no
podría decir ninguna: no creo que tengamos nada que envidiar a una lavandería
con un personal sin discapacidad”.
Un recorrido
por las modernas instalaciones, donde todo funciona como un reloj y cada uno
sabe perfectamente lo que hace, ratifica esta declaración. “Estamos a la vez
demostrando que el personal discapacitado es productivo y hace un servicio de
calidad igual que una empresa ordinaria, lo que, unido a la gratificación personal
y profesional, es algo muy positivo”, añade Montse Canals, responsable del área
social de Fundosa. Educadora social y con una discapacidad física que no le ha
impedido llegar hasta este puesto clave, Canals lleva cinco años ejerciendo un
trabajo que, entre otras cosas, implica la coordinación del equipo de
educadores y psicólogos del grupo.
La presencia
de un equipo de profesionales de este tipo para atender las necesidades de los
trabajadores es obligatoria para los centros especiales de empleo regulados por
la Lismi. “Nuestra función es dar el apoyo necesario para que las personas
puedan acceder al trabajo, aprenderlo y, en especial, mantenerlo, que es la
parte más difícil”, explica María Colón Jordà, una de las psicólogas del equipo
asistencial de La Fageda. La relación con la Administración y con las familias,
el seguimiento y la formación de los trabajadores, además de un programa
individual para que cada uno pueda desarrollar al máximo su autonomía personal
y laboral, son algunas de las áreas que cubre este servicio fundamental.
María Colón
lleva seis años en La Fageda y considera que los trabajadores con “capacidades
diferentes” viven su experiencia laboral “de la misma manera que cualquiera en
un trabajo corriente, pero de forma más acentuada: conflictos en las
relaciones, niveles diversos de ansiedad e inseguridad, aprendizajes más
lentos… Todo hay que aumentarlo un poquito”, ilustra. En La Fageda, una premisa
básica es adaptarse a las necesidades de los empleados y no a la inversa, una
fórmula que, según la psicóloga, sólo puede repercutir favorablemente. “En el
fondo –apunta–, “tendría que ser lo natural en cualquier lugar porque, como
resultado de este cuidado, aquí todo el mundo tiene ganas de hacer las cosas
bien, y cuando esto pasa, el trabajo es muy sencillo”.
Según datos
del Instituto Nacional de Estadística (INE), en el 2011 había
1.262.000 personas con certificado de discapacidad en edad de trabajar (entre
16 y 64 años), lo que supone el 4,1% de la población española en edad laboral.
Sólo algo más del 36% de personas con discapacidad legalmente reconocida eran
activos: una tasa casi 40 puntos inferior a la de la población sin
discapacidad. Pese a la labor pionera de entidades como las que aparecen en
este reportaje y los muchos reconocimientos que han recibido (entre todas suman
un montón de galardones, como la Medalla al Mérito en el Trabajo y varios
premios Integra BBVA), aún queda mucho por hacer en materia de empleo de este
colectivo, vulnerable por naturaleza.
Además, la
crisis económica y los recortes están afectando también a los centros
especiales de trabajo. Y, aunque en ninguno de los visitados se ha hecho hasta
la fecha expedientes reguladores de empleo, en muchos se ha tenido que adoptar
estrategias contra la difícil coyuntura. Desde ajustar precios hasta apostar
por la innovación y la economía verde, pasando por la diversificación de las
vías de la financiación y la búsqueda de nuevos mercados en el exterior.
Por otro
lado, la Administración ha recortado las ayudas: sobre todo,
las que conciernen a la creación de nuevos empleos. La gestión de los
trabajadores con dificultades especiales está transferida a las comunidades
autónomas y, aunque en todas se prevén las ayudas básicas reguladas por la
Lismi, varían en función de dónde se desarrollan. “Esta situación de
desigualdad territorial se ha acrecentado por la crisis y los problemas
presupuestarios –explica Txema Franco–. Ello hace que haya algunas autonomías
que mantienen su posición, como Euskadi, Navarra, Galicia y Aragón, mientras
que otras están retrocediendo, como Catalunya, Madrid, la Comunidad Valenciana y
Andalucía”.
En Catalunya,
por ejemplo, como denuncia Juan Ruiz, desde el 2011 no hay partida
presupuestaria para nuevos puestos de trabajo en centros especiales: la Administración
ha congelado las plazas. “Hasta entonces, el alta era automática, con unos
incentivos básicos: la subvención del 50% del salario mínimo y el 100% de la
bonificación de la Seguridad Social. Como ahora ya no hay plazas, si
necesitamos emplear a alguien nuevo, tenemos que hacer de quijotes y
contratarlos como a un trabajador corriente, sin el apoyo administrativo,
fundamental para seguir adelante”.
En La Fageda
cuentan que esta congelación de plazas hace que, por primera vez en su
historia, tengan una pequeña lista de espera de posibles trabajadores, que se
está intentando absorber. En Baleares, tampoco salen nuevas plazas. “Hoy
atendemos entre 20 y 50 personas sin financiar. Hace menos de un año eran 14.
Hace dos años, ninguna... Este es el ritmo de los cambios”, señalan los
responsables de Amadip.esment. “La demanda sigue existiendo, por lo que urge
encontrar fórmulas entre empleo y servicio social que faciliten que muchas
personas no queden fuera”.
Juan Ruiz
pide la descongelación de las ayudas y también un mayor control por parte de
las administraciones: “Porque se ha cometido un error al considerar a todos los
discapacitados por igual, lo que ha provocado una irrupción de centros
especiales para emplear a personas con discapacidades leves, las cuales
necesitan menos apoyos… Esto quiere decir que una parte de los fondos no se
está utilizando bien, lo que debe remediarse. Existen los datos para hacerlo”,
apunta Ruiz.
Es necesaria
una mejor gestión, pero los expertos son unánimes en que la Administración no
debería cerrar el grifo a este colectivo. Porque se trata, recuerdan, de buena
inversión. Sirva como ejemplo el estudio elaborado en el 2013 por Lantegi
Batuak con la Universidad del País Vasco, que demuestra que por cada euro
público invertido en Bizkaia en centros especiales de trabajo ha habido un
retorno de 6,35 euros. “El valor económico que hemos generado en el territorio
ha sido de 444 millones de euros en los últimos cinco años”, detalla Txema
Franco.
Unas cifras
que demuestran que una política activa de empleo para personas con discapacidad
es altamente rentable para la sociedad. Y no sólo en lo que respecta a algo tan
fundamental como es la cohesión social sino, también, por su impacto
económico.
FUENTE: La Vanguardia
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