Cuando yo era niño apareció
un videojuego, uno que marcó a toda una generación, más o menos a
la edad en la que yo podía comenzar a interesarme por esas cosas.
Ese juego era el Pac-Man, el cual, a pesar de lo arcaico que se ve
desde hoy en día, es probablemente conocido por la mayoría de mis
lectores. Como ya sabrán, la dinámica del juego es muy simple:
escapar de los fantasmas (salvo cuando estabas bajo el influjo de una
gominola de poder) y comer tantas gominolas como podías. Cuando te
comías todas las gominolas de un nivel el juego se paraba, los
fantasmas y Pac-Man volvían a sus posiciones iniciales, reaparecían
las gominolas y comenzabas en un nuevo nivel. Con cada nivel que se
progresaba, los fantasmas se movían cada vez más rápido. Yo jugué
mucho a ese juego con una videoconsola Atari (muy avanzada en su
época) y con práctica llegué a pasar muchos niveles seguidos,
hasta niveles donde los fantasmas se movían a una velocidad
increíble.
Al final, inevitablemente,
siempre te mataban, y ésa era la única posibilidad para terminar la
partida (aparte de apagar la consola). Lo más curioso de aquel juego
era como, a pesar de lo banal del objetivo (conseguir tantos puntos
—un ente abstracto sin mayor significado— como fuera posible),
era muy muy adictivo. De alguna manera, ese objetivo sencillo y
ramplón era capaz de generar en el cerebro de los jugadores los
adecuados mecanismos de recompensa que hacían que pudieras pasar un
montón de horas intentando retrasar la —por otra parte ineludible—
muerte y fin de la partida. Entre otras cosas, porque una de las
gracias del juego era mostrar que eras capaz de hacer más puntos que
los demás.
A cualquier
lector avezado de esta revista no se le oculta que este ejemplo tonto
de un pasatiempo en el que se busca tener más y más sin que ello en
realidad redunde en ningún beneficio mesurable es un buen ejemplo de
tantos comportamientos desviados e insostenibles de nuestra sociedad.
Se puede alegar, como frecuentemente hacemos, que este ansia por
acaparar más y más de lo que sea (ya sea puntos electrónicos en un
videojuego, ferraris en el garaje o mierdas pinchadas en un palo) es
el resultado de un error educativo, y no dejará de ser cierto, pero
quizá haya también algo más. Un trasfondo biológico que nos lleva
a la maximización de los flujos, por destructivos que sean, una
tendencia que de alguna manera está impresa en nuestro ser y que la
sobreexcitación capitalista siemplemente ha elevado a la máxima
potencia, pero que siempre ha estado ahí.
Cuando se explica
lo insostenible que es nuestra sociedad, abocada al objetivo de
crecer sin límites en un planeta finito, a veces se nos compara con
la levadura. Como es bien sabido, una pequeña muestra de levadura,
convenientemente vertida en el zumo de la uva, aprovechará la enorme
abundancia de azúcares del ambiente para reproducirse a un ritmo
exponencial, y en el proceso, también exponencialmente, agotará los
recursos que la hicieron medrar tan rápidamente y aumentará la
cantidad de alcohol, que a la postre convertirá el ambiente en
excesivamente tóxico para el microorganismo y le condenará a su
colapso y extinción. No se puede negar la enorme fuerza de la
comparación entre la levadura y la Humanidad: un exceso de recursos
les lleva a crecer alocadamente y al final el ambiente degradado que
ellas mismas han generado les lleva a sucumbir completamente.
Lo curioso desde
el punto de vista biológico es que este ejemplo de crecimiento
desbocado y sin autocontrol es algo repetido con cierta frecuencia en
la naturaleza: en la marabunta, en las plagas de langosta o de
lemmings, en las mareas rojas de algas… Siempre la misma historia:
una especie tiene demasiado éxito en el acceso a los recursos y
acaba destruyendo el hábitat que la sustenta, hasta que ya no puede
sustentarle y acaba colapsando, muchas veces de forma completa, por
inanición.
La función
última de los seres vivos es, todavía hoy, un misterio. Desde el
punto de la Física, que es el que yo conozco mejor, por definición
un ser vivo es un ente que vive en una continua lucha contra el
Segundo Principio de la Termodinámica (ya saben, el que establece
que la
entropía del
Universo siempre crece). Los seres vivos, para mantener su
organización interna y funcionalidad, tienen que mantener un flujo
continuo de materia y energía: materia, para autorepararse, y
energía, para mantenerse en marcha. Ese flujo positivo de materia y
energía también puede ser interpretado como un flujo negativo de
entropía: los seres vivos se deshacen de la entropía que genera su
propia existencia, y lo hacen a costa de aumentar más rápidamente
la entropía de su entorno. Esta interpretación de los seres vivos
como sistemas lejos del equilibrio termodinámico y fuentes de
entropía fue sugerida ya por Richard Feynman en la década de los 50
del siglo pasado y desarrollada en la década siguiente por Ilya
Prigogine, y ha sido utilizada profusamente desde entonces.
En realidad, la
idea de que los seres vivos son estructuras altamente disipativas es
fuertemente perturbadora, porque plantea un inquietante interrogante
sobre la función real de los seres vivos. Si al final lo que
posibilita la vida es el gradiente del potencial químico que
accidentalmente se crea en algunos rincones del Universo, ese
gradiente que va desde los recursos a los residuos y que hace nuestra
mera existencia posible, los seres vivos cumplirían la función de
destruir de la manera más rápida posible esos gradientes, es decir,
maximizando la tasa de creación de entropía, hasta el extremo de
llevarles a su autodestrucción. Esa trampa natural, de que somos
nosotros mismos los que consumimos los gradientes de recursos que
propician nuestra existencia por el mero hecho de vivir, es otra de
esas amargas lecciones que nos deja el Segundo Principio de la
Termodinámica, posiblemente la más deprimente y fatalista de las
leyes y principios de la Física.
Con todo, los
seres vivos individuales parecen haber desarrollado estrategias para
reducir su flujo entrópico a uno que les permita mantener su entorno
habitable durante más tiempo (nunca eternamente, por supuesto, pero
nada es eterno). Sin embargo, algunas especies tiene dificultades
para estabilizar su débito entrópico-metabólico, sobre todo porque
no consiguen mantenerse en equilibrio con su ecosistema (en casos
como el de la levadura, porque su ecosistema ha sido artificialmente
adulterado) y así se comportan como verdaderos maximizadores de la
entropía (dicho de otro modo, gestionan
mal la abundancia).
También de manera natural, los ecosistemas desequilibrados tienden a
colapsar y a ser substituidos por otros mucho más equilibrados y con
menor débito entrópico-metabólico.
No deja de ser
paradójico que la especie que más fomenta los desequilibrios que
favorecen las plagas (es decir, las explosiones biológicas que
maximizan la creación de entropía), y para comenzar la de sí
misma, es el que se jacta de ser la única inteligente en este
planeta. Eso no quiere decir que las comunidades humanas estén
condenadas a ser macroorganismos maximizadores del débito entrópico
y por tanto abocadas a su autodestrucción acelerada. No, no es ése
el destino de todas las civilizaciones humanas. Algunas han
demostrado ser capaces de moderar su débito entrópico-metabólico,
de vivir intentando no acelerar la inevitable entropización del
entorno, el crecimiento de la destrucción. Civilizaciones que
aprendieron a vivir en armonía con la naturaleza, vivir a un ritmo
metabólico justo y necesario. Pero el capitalismo ha sido concebido
para maximizar la entropía colectiva.
Puede sonar a un
poco reduccionista la definición del capitalismo como un sistema que
maximiza la producción de entropía de la Humanidad, pero en
realidad es exactamente ésa su función. Es bien conocido que en el
capitalismo lo que es importante no es el stock absoluto,
sino la maximización, justamente, de los flujos. No es importante el
PIB en sí, lo que es importante es su tasa de crecimiento, porque
ella expresa la esperanza de crecimiento del capital, es decir, la
tasa de interés que puede esperar conseguir de sus inversiones. Por
ese motivo, no es importante cuánto se tiene, sino tener siempre más
y además que la velocidad del crecimiento sea cada vez mayor en
términos absolutos (pues ha de llegar a un porcentaje mínimo en
términos relativos, y por tanto el incremento es mayor cuanto más
se tiene). Por eso mismo, no importa si se degrada el entorno o si
disminuyen los recursos necesarios para seguir en marcha; lo que
importa es que los flujos sean crecientes, es decir, que se consuman
más recursos y se produzcan más residuos, es decir, que crezca la
entropía y que cada vez lo haga más rápido. Al final, ésa es la
verdadera función del capitalismo: acelerar hacia el colapso
entrópico.
De entre los
muchos residuos y subproductos tóxicos que se generan con la
aceleración entrópica del capitalismo, uno de los peores es la
propaganda, que tiene el poder de intoxicar mentes y nublar el
entendimiento delante de verdades simples. Por ese motivo, por culpa
del fuerte y persistente efecto de la propaganda, se ven los intentos
de vivir dentro de los límites biofísicos que nos marca el planeta
y de reducir nuestra tasa entrópica a un mínimo razonable como
actitudes infantiles, bienintencionadas pero poco maduras, cuando no
reaccionarias (como a veces se ataca desde ciertos sectores de la
izquierda a las propuestas decrecentistas). Entre tanto, el
capitalismo juega a una especie de Pac-Man macabro, buscando
maximizar el número de puntos —las unidades monetarias con las que
cuantifica su éxito,
aunque éstas no tengan ningún valor intrínseco— sin darse cuenta
de que a la larga, forzosamente, será destruido por los fantasmas de
la entropía.
Pero, hace falta
insistir en ello, el curso que seguimos no es inevitable. Imagínense
que jugasen al Pac-Man intentando evitar comer la última gominola
del primer nivel. Ciertamente no sería fácil, y el acoso de los
fantasmas sería constante, pero como no se acelerarían (al no pasar
de nivel) sería mucho más sencillo moverse, durante más tiempo, en
el filo de la entropía. Está claro que la mayoría de la gente
consideraría tal manera de jugar muy estúpida, porque haríamos
pocos puntos, pero imagínense ahora que la competición fuera no a
conseguir muchos puntos, sino a durar el mayor tiempo posible.
Sabemos que
tenemos que morir, sabemos que no podemos ganar la batalla a la
entropía por tiempo indefinido. Del mismo modo, como macroorganismos
vivos que son, las civilizaciones mueren, y por fuerza nuestra propia
civilización tendrá que morir. Pero no
es lo mismo morir después de una vida dichosa y en equilibrio, que
morir violentamente después de innumerables excesos, dolor y
destrucción.
La obsesión del
capitalismo por maximizar los flujos mientras destruye la base
material que le sustentan es algo muy grave. Pero peor que eso es la
falta de capacidad de aceptar críticas razonadas basadas en datos y
argumentos sólidos basados en las ciencias empíricas, hasta el
punto de que el
pensamiento económico actual en poco puede diferenciarse de un culto
religioso destructivo.
La visceralidad de la reacción de los zelotes de este culto, lo
agresivo e irreflexivo de sus respuestas cuando uno plantea las
alternativas razonables para evitar estrellarse (decrecimiento,
economía de estado estacionario,…) muestran a las claras que
aquéllos que rigen nuestra sociedad son sacerdotes del culto a la
Entropía, entronizada como una diosa pagana de la destrucción.
Sólo quieren
maximizar el capital por maximizar el capital, entendido ya como un
incremento de unos números registrados en un sistema electrónico,
no un crecimiento de un capital físico real. Ya no se busca crear
objetos durables (hasta las casas y las
infraestructuras se construyen para que tengan caducidad),
ya no se busca crear un capital físico, sino la mera maximización
de flujos. Básicamente, sólo se busca ganar más puntos en el
Pac-Man aunque eso acelere nuestra llegada al choque contra el
fantasma de la entropía. ¿Para qué? Realmente son sólo siervos de
Entropía, Diosa de la Muerte y la Destrucción.
Todos somos, en
realidad, siervos del mal, siervos de Entropía, pues con nuestras
acciones diarias dentro de esta sociedad en la que vivimos estamos
contribuyendo, más de lo que realmente sería necesario, a gastar
recursos y degradar el medio ambiente, a incrementar la entropía en
suma. Tenemos que aprender (yo el primero) a vivir dentro de los
límites, a no tener vergüenza de vivir en armonía y equilibrio. No
es una cuestión moral, es una cuestión de supervivencia. Y debemos
ser capaces de explicar estas cosas sin temer ser reprendidos o
avergonzados por ello.
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