NUESTRO CRECIMIENTO NOS EMPOBRECE
No se
deje engañar por la retórica vacía de los dirigentes, los costes
del crecimiento superan en la actualidad a sus beneficios.
Continuamente nos bombardean
con titulares sobre el crecimiento: de la economía española, de la
facturación de Inditex o tal o cual compañía. Que algo pueda
crecer cada vez más sin ocasionar graves perjuicios sólo puede ser
sostenido si se mantiene al menos una de estas creencias:
a) Aquello que crece no está
contenido por nada (por ejemplo el universo).
b) Lo que crece puede
desvincularse por completo del mundo físico, siendo una entidad
puramente mental (por ejemplo, nuestra fe en Dios puede ser cada vez
mayor).
En varias
ocasiones hemos
señalado como en el caso de la economía se puede demostrar que
ambas creencias son falsas,
pero conviene recordar de vez en cuando el corolario de todo ello:
crecer nos hace más pobres.
En efecto,
si algo no puede crecer hasta el infinito debe necesariamente tener
una escala óptima. Claro que cuando crece la facturación de
Inditex sus accionistas seguramente estén muy contentos, pero la
contrapartida de ello es que hemos dedicado más tiempo a comprar
ropa, y por tanto lo hemos restado de contemplar un atardecer, besar
a nuestros amados o mantener una conversación estimulante. También,
el incremento de prendas de ropa, de las que ya tenemos en
abundancia, tiene su contrapartida en emisiones de CO2,
ya que las máquinas de confección se mueven con electricidad, cuya
generación emite este gas de efecto invernadero, por no hablar del
agua, petróleo, y resto de insumos consumidos para generar y dar
color a las fibras sintéticas o naturales que componen la prenda.
También será necesario abrir nuevos vertederos, cada vez más
rápido, cuando los que están en funcionamiento se vayan saturando
con el aumento de basura generada que va asociado a un mayor nivel
de consumo. Se puede reciclar claro, aunque es costoso y requiere
como poco trabajo y energía.
Es evidente que alcanzado
cierto nivel de producción, los inconvenientes superarán a las
ventajas de producir una unidad adicional. Los economistas dicen que
los beneficios y los costes marginales se igualan.
Esto nos permitiría conocer
la escala óptima de la economía, si computásemos los costes,
claro, porque no lo hacemos.
En los años 70, después de
años de fuerte crecimiento económico en las décadas posteriores a
la II Guerra Mundial, el estado de los recursos hídricos en los
países desarrollados era lamentable
Como ya
descubrieran los romanos, las grandes urbes y la pujante industria
encontraron un medio sencillo de deshacerse de los residuos que
generaba su actividad. El agua que fluye hacia el mar era un
vertedero ideal, que arrastraba esos residuos lejos. Pero, como ya
señalara el gran John Kenneth Galbraith en los años cincuenta, el
crecimiento de la riqueza privada debe ir en paralelo con un
incremento en el suministro de bienes públicos,
en este caso agua limpia. El pésimo estado de las aguas
continentales suponía un grave perjuicio para la higiene y la salud
de las familias, así como para la producción de alimentos. En
consecuencia se desarrollaron programas de depuración a gran
escala.
Como sabe cualquiera que viva
en un pueblo pequeño pero que necesite depuradora, la depuración
es un coste importante. Estos pequeños municipios no tienen
flexibilidad en sus ingresos, y no pueden aprovechar las economías
de escala como lo hacen las grandes urbes. En cualquier caso, los
ayuntamientos deben sufragar el funcionamiento de las depuradoras
con los impuestos del contribuyente. Para cualquier ciudadano eso es
un coste, pero los economistas ven que se realiza una actividad, el
dinero cambia de manos, y por tanto el PIB sube. Lo único que
estamos haciendo es restaurar una condición anterior al proceso de
crecimiento con el objeto de suministrar un bien público
indispensable, agua dulce en condiciones sanitarias adecuados para
su uso, pero al hacerlo, y aunque supone un coste para el
contribuyente, lo contabilizamos en positivo y la economía crece.
Es evidente
como este proceso tiene mucho que ver con el estancamiento en las
condiciones de vida del conjunto de la población a lo largo de las
últimas décadas, las cuatro o cinco últimas décadas en los
países punteros y las tres o cuatro últimas en países como
España, que se subieron tarde al carro de las “décadas
gloriosas” de la segunda mitad del siglo XX. La renta disponible
ha aumentado, pero a costa de perder más tiempo en el transporte,
de vivir más hacinado, de
disfrutar de peor calidad del agua y del aire,
de disfrutar de peores
alimentos,
de necesitar de dos sueldos para mantener un nivel de vida digno, de
sufrir trabajos inseguros y precarios, de dedicar
más porcentaje de su renta a la vivienda,
de disfrutar menos de los productos de consumo ya que sufren
una obsolescencia
cultural y programada más rápida,
de sufrir mayor
disconfort térmico y mayores daños por fenómenos naturales,
de disfrutar de una naturaleza
menos diversa y
por tanto menos rica, etc. La lista podría ser casi infinita, añada
usted, querido lector, lo que considere oportuno.
En esa
lista de daños no hemos incluido uno muy importante, la
menor disponibilidad futura de recursos naturales no renovables:
petróleo, gas, cobre, litio, etc. Esa menor disponibilidad todavía
no ejerce un efecto directo negativo en nuestras vidas, salvo
quizás el petróleo,
que ha multiplicado su precio. Todavía no se nota, pero hemos
consumido esos recursos no renovables, y debemos tenerlo también en
cuenta.
Siguiendo
este razonamiento algunos economistas han creado indicadores
alternativos al PIB, como el Índice
de Progreso Real o Genuino (GPI),
que mide el gasto de las familias, lo ajusta en función de la
desigualdad, con buen criterio contabiliza como un coste el gasto en
bienes de consumo duradero y como un beneficio los servicios que
prestan esos bienes, descuenta un coste por desempleo y suma o resta
la inversión neta en relación al resto del mundo. Posteriormente
resta los daños al medioambiente, y suma o resta beneficios o
costes sociales.
Se observa
que no estamos avanzando nada desde mediados de los 70. Así que
cuando oiga al ministro de economía o tecnócrata europeo de turno
sacar pecho por nuestro “vigoroso crecimiento”, no se deje
engañar, el
crecimiento nos hace más pobres,
no más ricos, porque
es antieconómico.
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