EL DINERO DEBE SER DESTRUIDO
Una economía que
respira gracias a la mera expectativa de ganancias futuras, muchas de las
cuales jamás se realizarán, es una economía de enorme fragilidad.
“En Utopía han desterrado la codicia por el dinero, no
usando de él para nada, evitando así muchas pesadumbres y arrancando las
maldades de raíz. Porque, ¿quién no sabe que la solicitud por el dinero es
causa de continuas fatigas y desvelos para ahuyentar la pobreza, como si ésta
pudiera ser vencida únicamente con la riqueza material” (Tomás Moro)
Detengámonos, para empezar, siguiendo al filósofo marxista John Holloway, en la primera frase de El Capital: “La riqueza de las sociedades en las cuales domina el modo de producción capitalista aparece como una gigantesca acumulación de mercancías, y la mercancía como la forma elemental de esa riqueza. Por eso nuestro estudio empieza con el análisis de la mercancía”.
La potencialidad de la riqueza humana se encuentra por tanto
atrapada, en el capitalismo, en una apariencia, comprimida por la estrecha faja
de la materialidad mercantil. La gigantesca acumulación de mercancías -con su
equivalente universal, el vínculo de todos los vínculos, el dinero, en la
cúspide- es el corsé que impide el desarrollo de las disposiciones humanas
creativas, sometiéndolas a las “continuas fatigas” causadas por el prurito
crematístico. Nos hallamos pues, en los hegelianos términos del Marx de
los Manuscritos, ante el poder enajenado de la humanidad:
“Si el dinero es el
vínculo que me liga a la vida humana, que me liga a la sociedad, que me liga
con la naturaleza y con el hombre, ¿no es el dinero el vínculo de todos los
vínculos? ¿No puede él atar y desatar todas las ataduras? ¿No es también por
esto el medio general de separación? Es la verdadera moneda divisoria, así como
el verdadero medio de unión, la fuerza galvanoquímica de la sociedad. Es el
poder enajenado de la humanidad”.
¿Acaso cabe una sujeción más irracional de las
potencialidades humanas, máxime cuando el estadio actual del desarrollo
productivo podría permitir con holgura la cobertura de las necesidades básicas
de la especie, reduciendo asimismo drásticamente lo superfluo para adecuar el
modo de producción a la preservación de la naturaleza en un planeta habitable?
Lo que se sugiere aquí, lo expresado también en los visionarios
pasajes de los clásicos utópicos, desde Tomás Moro hasta Thoreau, es que la fuerza motriz del antagonismo, de la
búsqueda de la “real fortuna” -”es
nuestra riqueza la que yergue su cabeza, y sus rugidos anuncian la ruptura de
las cadenas”- se anuncia ya en las palabras iniciales del clásico marxiano:
la lucha contra la violenta reducción de la riqueza humana a la mercancía y
contra la hegemonía absoluta del “medio general de separación”, encarnado en el
yugo pecuniario. La gigantesca acumulación de riqueza material aparece por
tanto, en el capitalismo, como la negación de la auténtica riqueza. El ser
humano no podrá alcanzar por tanto el reino de la libertad sin librarse de esa
meliflua alcahueta que media entre la necesidad y el objeto.
La misma idea expresada en el lenguaje mesiánico del
bellísimo panfleto de Thoreau: “No me
merecen respeto sus trabajos ni su granja, en la que todo tiene un precio;
llevaría el paisaje, y a su Dios incluso, al mercado, si pudiere obtener algo
por ellos; que acude a la lonja por su Dios, que no es sino eso; en cuya
alquería nada crece libremente; cuyos campos no producen cosecha, ni flores los
prados, ni frutos los árboles, sino dólares; que no aprecia la belleza de lo
que recolecta, lo cual no ha madurado hasta que no ha sido transformado en
dinero. Dadme la pobreza que goza de la verdadera fortuna”.
La búsqueda de la riqueza real, cercenada por la servidumbre
al prurito crematístico, es, en fin, el leit motiv de la lucha
contra la irracionalidad del reino de la mercancía. La monumental crítica
marxiana de la economía política clásica no es por consiguiente una simple
crítica de las diferentes teorías de los economistas, ni siquiera
principalmente un análisis de entomólogo del modo de producción capitalista; es
una crítica de lo “económico” como tal, una crítica del mundo que reduce la
riqueza humana a lo “económico”.
El alegato resulta aún más certero en nuestros días, si
partimos del hecho irrebatible de que el problema “económico” debería estar ya
resuelto.
Nunca antes en la historia humana ha sido mayor la brecha
entre, por un lado, la capacidad potencial de producir bienes y servicios para
proporcionar un nivel de vida digno a todos los seres humanos, con tecnologías
y recursos sostenibles ecológicamente y, por otro, las deplorables condiciones
reales de vida de una gran parte de la población mundial en un contexto de
destrucción acelerada del medio natural. El capitalismo ya cumplió por tanto su
función histórica progresiva y actualmente no es otra cosa que una rémora,
aceleradamente destructiva, de la posibilidad de alcanzar una organización
social racional.
Esta, en los luminosos términos de Holloway, “cárcel de
cosas” en la que estamos atrapados amenaza con devorarnos por completo:
“Si pensamos el
movimiento de la riqueza a las mercancías como la transición a una cárcel de
cosas, entonces nosotros, los lectores de El Capital estamos del lado de la
riqueza, hundiendo nuestros pies en la tierra y gritando que no queremos ser
arrastrados a la cárcel, que no queremos sucumbir al mundo embrujado de las
apariencias que amenaza con devorarnos por completo”.
La rotura de esos barrotes que atenazan el despliegue de la
verdadera riqueza social es por tanto el alfa y omega de la emancipación
humana. Las bellas palabras del Marx de los Grundrisse abundan en esa
concepción de la riqueza como “universalidad de las capacidades” humanas en pos
de superar la moneda divisoria que representa el motivo pecuniario:
“Pero, si se despoja a la riqueza de
su limitada forma burguesa, ¿qué es la riqueza sino la universalidad de las
necesidades, capacidades, goces, fuerzas productivas, de los individuos, creada
en el intercambio universal? En la economía burguesa –y en la época de la
producción que a ella corresponde– esta elaboración plena de lo interno,
aparece como vaciamiento pleno, esta objetivación universal, como enajenación
total, y la destrucción de todos los objetivos unilaterales determinados, como
sacrificio del objetivo propio frente a un objetivo completamente externo”.
No hay por tanto mayor símbolo de la opresión que procura
esa “cárcel de cosas” que constituye el reino de la mercancía que la
apabullante hegemonía de la mercancía par excellence, la fuerza
galvanoquímica de la sociedad, la alcahueta entre la necesidad y el objeto.
De nuevo resuena el tono profético del Marx de los Manuscritos:
“El dinero, en cuanto
tiene la propiedad de comprarlo todo, de apropiarse de todos los objetos, es,
pues, el objeto por excelencia. Es la alcahueta entre la necesidad y el objeto,
entre la vida humana y su medio de subsistencia”.
Planteémonos pues la pregunta crucial.
¿Es posible siquiera alcanzar un mínimo grado de
racionalidad en la organización social de la vida humana manteniendo el objeto
por excelencia como regulador de la generación y la distribución de la riqueza
social?
Ante este insólito cuestionamiento –el dinero está tan
identificado con la realidad que parece absurdo reclamar su eliminación- brotan
por doquier las expresiones de desconcertada e incrédula sorpresa.
No parece en absoluto realista decir que el enemigo es el
dinero, que hay que acabar con él. Parece algo demasiado obvio, puerilmente
utópico, cuando no directamente ridículo. Holloway resume certeramente el
sentir general:
“¿Cómo podemos culpar
al dinero? El dinero es parte de la realidad, ¿no es así? Y, de cualquier modo,
¿no estamos luchando para obtener más dinero (para escuelas, hospitales,
parques, para nosotros mismos), y no para abolirlo?”
Escuchamos el eco del sano y pragmático realismo, ahíto de
condescendencia, que arguye ufano ante el iluso utopista capaz de plantear
tamaña quimera: una sociedad tan compleja como la actual sólo es posible
gracias a las grandes corporaciones y a la planificación a una escala sin
precedentes de la distribución global de mercancías y de sus grandiosas
infraestructuras. La extinción del dinero nos llevaría de nuevo al estado
tribal del buen salvaje, a las cavernas, agrupados en comunidades autárquicas,
sin ninguna base coordinadora de la producción y los intercambios. He aquí la
voz del sensato y ordinario sentido común.
Por una política de lo extraordinario
“Yo he preferido hablar de cosas imposibles porque de lo
posible se sabe demasiado” (Silvio Rodríguez)
Lo ordinario, lo sensato, el reformismo, parte de una
premisa “realista”, en las antípodas de la utopía de la ilusión antipecuniaria
y del vituperado “desprecio” anarquista por el poder y la planificación: el
dinero puede usarse para cosas buenas, todo depende del uso que se le dé y de
quién lo administre. Dinero a espuertas para la redistribución, para paliar la
pobreza rampante que impera en medio de la gigantesca acumulación de mercancías
de las sociedades “civilizadas”. Así de sencillo.
La ilusión de los reguladores se basa por tanto en corregir
los defectos de la fábrica de dinero para ponerla al servicio del bien común.
¡Que retorne el “genio malo” del ominoso neoliberalismo a la botella de un
capitalismo temperado y bonancible! La renta básica universal, la teoría
monetaria moderna, que llega al extremo de propugnar la producción sin límite
de dinero por parte del Estado para garantizar nada menos que el pleno empleo,
son las panaceas que gozan de enorme predicamento en los respetables ámbitos
del progresismo establecido.
He aquí el rasgo esencial del reformismo de los reguladores:
la “bestia” podría atemperarse siempre que se modificara sustancialmente su
naturaleza depredadora con controles externos, implantados por las
“inmaculadas” instituciones democráticas. Siempre, ¡cómo no!, con la coartada
del mal menor, de los pequeños avances, de la ausencia de alternativa para
acometer empresas más radicales.
A fin de cuentas, arguyen los bienintencionados
“reguladores”, ¿qué es el dinero? Papel, impulsos electrónicos: nada. Una
excusa para intercambiar mercancías. O mejor aún: un instrumento que, en las
manos adecuadas, puede resolver los males del capitalismo, aumentar la
capacidad adquisitiva de la población redistribuyendo la riqueza y conseguir el
pleno empleo. Miel sobre hojuelas.
La cuestión pues sería, ¿tienen razón los reguladores?, ¿es
el dinero neutral y resulta por tanto posible un buen uso de su modo de
producción y de inyección en los circuitos económicos al servicio del bienestar
general? O, de forma aún más perentoria, ¿es posible alcanzar cotas realmente
satisfactorias de riqueza humana únicamente a través de cambios en la
distribución o en el modo de generación del símbolo máximo de la sujeción de la
riqueza a la mercancía y a la explotación del hombre por el hombre? ¿Qué es en
realidad más realista, esa ilusión paliativa o la tabula rasa de
los radicales antisistema?
Para Marx, el dinero nace de las mismas contradicciones que
encierra la mercancía en cuanto unidad inmediata de valor de uso y de valor de
cambio; se trata de la encarnación del trabajo social abstracto, la medida del
valor. El dinero en su forma actual es, en definitiva, una creación social
inseparable de las entrañas del modo de producción capitalista, que no obstante
niega su condición de mediador universal y de vehículo de la valorización del
capital.
Holloway revela el núcleo de la ocultación:
“El dinero no dice:
soy una forma de las relaciones sociales, la congelación del modo en que las
personas se relacionan unas con otras en un contexto social históricamente
específico. Tampoco nos dice: soy un producto humano y puedo, entonces, ser
abolido por mis creadores. Todo lo contrario: la fuerza del dinero depende de
la negación de aquello que lo produce y lo reproduce”.
El vil metal es por tanto inseparable del mecanismo de
producción de la riqueza material basado en la explotación de la fuerza de
trabajo: el enemigo está inscrito en la forma misma de sus armas. En el dinero
moderno se subliman todas las antinomias que encarna el capitalismo
desquiciado.
El modo de generación y de inyección en los circuitos
económicos (la fábrica de dinero, formada por la banca central y comercial) del
objeto por excelencia está al servicio del ejercicio del poder social burgués y
del mantenimiento -crecientemente problemático- de la rentabilidad del capital.
El dinero moderno-y su hijastra, la omnipresente deuda- es por tanto la máxima
expresión del poder de clase, el poder de quienes lo fabrican sobre aquellos
cuyo único acceso al dinero consiste en la venta de su capacidad de trabajo.
Resulta pueril por consiguiente creer que su generación y distribución se
pueden poner al servicio de las mayorías sociales a través del papá Estado,
máxime si ello redunda en un perjuicio para la valorización del capital. La
vertiginosa metamorfosis de la fábrica moderna de dinero, pugnando
desesperadamente por atenuar la pérdida de dinamismo del capital en las
fortalezas primermundistas, es la prueba irrebatible de lo anterior.
Al no explicar los mecanismos reales a través de los cuales
la acumulación de capital esquilma aceleradamente sus fuentes nutricias queda
en la penumbra, en la nebulosa de los castillos en el aire de los reguladores,
el auténtico foco infeccioso que causa los síntomas que se pretenden combatir:
la creciente dificultad de exprimir el jugo del trabajo humano que lo alimenta
como sustrato de la violencia creciente –de la cual la impúdica desigualdad y
la financiarización rentista son sólo las manifestaciones más visibles– que el
orden vigente ejerce sobre el ser humano y su medio natural.
Las crecientes dificultades de reproducción “saludable” del
capital, resultado de la inexorable tendencia declinante de su rentabilidad,
exigieron la adecuación estricta del papel del Estado a la función de potenciar
al máximo las contratendencias –con la extraordinaria hipertrofia de la deuda
en lugar destacado- que pudieran atenuar dicha declinación, excluyendo de raíz
cualquier opción de desarrollar políticas paliativas de estirpe keynesiana. El
idealismo de los reguladores no sólo es erróneo teóricamente sino también
profundamente anacrónico, nostálgico de un periodo fugaz, un tiempo idealizado
-los “Treinta Gloriosos” años posteriores a la Segunda Guerra Mundial- que ha
desaparecido para siempre.
Dejemos por tanto el ámbito de lo ordinario, del falso
“realismo” de los reguladores, y embarquémonos, siguiendo de nuevo la luminosa
taxonomía que establece Holloway,
en una “política de lo extraordinario”:
“Para mí lo central de
una política de lo extraordinario es la ruptura: ruptura con la lógica del
capital. La ruptura siempre va a ser contradictoria (blanco y negro, no gris).
Nuestro problema es por consiguiente cómo salir de lo ordinario. Cómo pensar en
lo extraordinario”.
Y lo extraordinario es la transformación radical de la vida
cotidiana.
“Si se empieza con el
Estado, se empieza con un grupo de funcionarios o una institución. Si se
empieza con la mercancía o el dinero, se está empezando con el trabajo
abstracto, se está diciendo que en el centro de nuestra visión de cómo funciona
la sociedad están las relaciones de todos los días, cómo nos relacionamos con
las personas alrededor de nosotros. Es otro punto de partida”.
Una ruptura real del poder del dinero debe basarse, en
definitiva, en un tipo de actividad humana diferente.
La lucha contra la deletérea crisálida de lo mercantil, que
envuelve la actividad humana en la caduca era capitalista, no es por tanto un
producto de la militancia o del activismo que vienen del exterior, de los
partidos “progresistas” o de los “movimientos” sociales, sino que, por el
contrario, se inscribe en la relación de dominación misma -nuestra riqueza
erguida exigiendo la ruptura de las cadenas- y es inherente a nuestra
experiencia de vida cotidiana.
Holloway desvela asimismo la conexión entre la visión
estrechamente economicista de la mayor parte de la tradición marxista,
encarnada en la periclitada concepción estatista del cambio revolucionario, y
el abandono consiguiente de la transformación, aquí y ahora, de la vida cotidiana:
“Ha habido una
relación simbiótica entre la lectura tradicional de El capital (que presupone
que Marx comienza su análisis a partir de la mercancía y que su obra trata de
explicar “las reglas de funcionamiento” del sistema) y un concepto de cambio
revolucionario que ubica la revolución en el futuro y asocia a esta última con
la toma del poder del Estado y el reemplazo de un sistema por otro. Este
concepto de revolución ha sido inmensamente desacreditado por las experiencias
del siglo xx y las urgencias del presente: actualmente no existe ni una sola
organización política que tenga siquiera una posibilidad remota de liderar la
revolución futura”.
La tozuda invocación de la necesidad de “organización”, a
pesar de la incapacidad manifiesta de construir herramientas de intervención
político-social alejadas del ubicuo reformismo legalista, y el apego a las
“reivindicaciones” materiales en la agónica lucha por contener la arremetida
del talón de hierro neoliberal, constituyen los tibios rescoldos de la tradición
del socialismo de estirpe marxista. Su sempiterno desprecio por la “quimera”
anarquista de la necesidad de transformación de la vida cotidiana le incapacita
asimismo para la imprescindible renovación de las vías de acción
político-social emancipadoras. Un marxista comme il faut reaccionaría
también con suficiencia ante la rotunda proclama de la necesidad de la
extinción de la relación monetaria: el dinero no es más que una apariencia que
oculta la sustancia real de la explotación -el plusvalor, el trabajo no pagado,
la privacidad de los medios de producción-. La extinción del dinero es una
propuesta característica del utopismo anarquista, del desprecio anarquista por
el poder, siempre construyendo castillos en el aire alejados de la materialidad
de las relaciones de producción.
Si algo comparte -y es un aspecto esencial- el reformismo
con la tradición del marxismo ortodoxo es esa concepción de “exterioridad” a la
esencia del capital, de absoluta limitación a la transformación de lo material,
a lo “económico”, sea la expropiación de los medios de producción o la
implantación de una renta básica universal. Reivindicaciones, exigencias de
derechos y demás apelaciones a la magnanimidad del poder se dirigen al Estado y
a la Justicia para ser “satisfechas” y así poder continuar con la “normalidad”
de la existencia sin alterar ni un ápice la esencia de la cotidianeidad sujeta
al prurito crematístico. Reflejos desvaídos de la derrota de la epopeya
emancipatoria del movimiento obrero: los expropiadores no serán expropiados, el
conflicto entre el desarrollo de las fuerzas productivas y las relaciones de
producción capitalistas no ha seguido los derroteros previstos por el
mecanicismo de la ortodoxia marxista. Ni la fruta madura capitalista caerá por
su propio peso, ahogada por sus insolubles contradicciones, ni su glorioso
enterrador -el fenecido movimiento obrero occidental- ha resistido el paso
inexorable de la historia; luego conformémonos con rascar arduamente la gruesa
coraza del sistema por si caen algunas briznas.
Sin embargo, paradójicamente, quizás la propia evolución
desquiciada del reino de la mercancía, la incapacidad creciente del capitalismo
para reproducirse según sus propias categorías, represente una contundente
contraprueba de la creciente plausabilidad de la extinción de la relación
monetaria en pos de la ruptura de las cadenas que atenazan la riqueza humana:
¡el dinero real está desapareciendo bajo una montaña de deuda y de entelequias
financieras! ¿No representa tal vez ese completo desquiciamiento del objeto por
excelencia un motivo de esperanza?
El magnífico texto del
Colectivo Barbaria, “Dinero que incuba
dinero”, explicita la agudización de esa antinomia insoluble para el
capital:
“Paradójicamente, la
enorme masa de dinero crediticio que circula sin una base real de valor es la
demostración de que no sólo es posible: ya está ocurriendo. Es la complejidad
social la que no soporta ya la mercancía y el dinero. La incapacidad del
capitalismo para reproducirse con sus propias categorías le arroja a una huida
hacia adelante que no hace más que confesar esto: sólo una forma de
relacionarse sin mercancía, sin dinero, como comunidad en un sentido mundial,
puede enderezar al hombre colgado y volver a poner en primer plano la materia,
la biología, la naturaleza humana y no humana como un solo cuerpo”.
¡No, capital, nosotros somos tu crisis!
“La crisis es una
agresión a nuestra forma de vida y también es una trampa. El capital nos invita,
efectivamente, a decir cuánto lo echamos de menos, cuánto lo amamos: regresa
capital, regresa dinero, danos trabajo y que el dinero fluya en nuestra vida.
Esta es la política tradicional de la izquierda: ¡luchen por el derecho al
trabajo! El desafío es dar vuelta a la crisis, ponerla cabeza abajo, romper con
la sumisión y poder articular otro discurso: No, capital, nosotros somos tu
crisis. Nuestro rechazo a convertirnos en robots es la roca con que se topa tu
constante agresión. Ahora es el momento para que te vayas porque tenemos otras
cosas que hacer con nuestras vidas, queremos crear un mundo que tenga sentido”.
(John Holloway)
El impulso desenfrenado del capital por superar sus propias
barreras ha destruido sus propias fuentes nutricias: la generación creciente de
plusvalor en pos del sostenimiento de su menguante rentabilidad y el dinero
como vehículo material de su valorización. El ideal del capital es el dinero
que se reproduce a sí mismo sin «mancharse» en la producción, pugnando por
emanciparse del trabajo vivo. Pero esa es asimismo su sentencia de muerte. En
el mundo de fantasía del capitalismo desquiciado la deuda global -sin contar el
casino especulativo que erige ad infinitum el castillo de
naipes de las finanzas globales- cuadriplica la producción real de “cosas
útiles para la gente”. Y la generación de la languideciente actividad económica
corre principalmente a cargo de la gran banca, la fábrica de dinero del puro
aire, la generadora del 95% del dinero-deuda circulante, dirigido hacia las entelequias
financieras y las burbujas de activos inmobiliarios, donde especulan los
rentistas que se enriquecen mientras duermen.
El didáctico resumen que
hace Andrés Piqueras es inmejorable:
“Hoy vivimos en un
capitalismo irreal, ficticio, moribundo, cuya economía aparenta que sigue
funcionando porque vive asistida a través de la invención incesante de dinero
de la nada y de una deuda creciente que está devorando toda la riqueza social y
natural”.
El capital, a medida que mengua el flujo de trabajo vivo que
lo nutre, se desubstancia progresivamente en dinero fake, en el
capital ficticio encarnado en las entelequias financieras del casino global: es
un proceso de involución a los orígenes del capitalismo, pues precisamente este
sistema se llama así por haber convertido el dinero en capital.
Anselm Jappe describe el
distópico escenario que se abre en ausencia de un cambio radical hacia una
sociedad verdaderamente racional:
“Lo que estamos viendo
hoy es el derrumbe del sistema, su autodestrucción, su agotamiento, su
hundimiento. Finalmente se topó con sus límites, con los límites de la
valorización del valor, latentes en su seno desde un principio. El capitalismo
es esencialmente una producción de valor, representada en el dinero. En la
producción capitalista sólo interesa lo que da dinero”.
La financiarización masiva funciona como una “bomba de
dinero”, que opera como una extracción de renta virtual sobre los flujos de
valor futuros. Como la deuda se ha acumulado mucho más rápidamente que
cualquier aumento de la riqueza real, la hipertrofia creciente de esa masa de
títulos sin respaldo auténtico provoca convulsiones cada vez más violentas
-Lehman Brothers revisited– en el casino global.
Una economía que respira gracias a la mera expectativa de
ganancias futuras, muchas de las cuales jamás se realizarán, es una economía de
enorme fragilidad. Un castillo de naipes a punto de derrumbarse. Un sistema
social que agoniza. El imperio de la deuda es la estación termini de
la degradación del capital.
Lo anterior no implica, infortunadamente, que el control del
mundo por parte del capital se esté debilitando –desgraciadamente, sucede más
bien justo lo contrario–, sino que, a medida que crece su control, este es cada
vez más incapaz de asegurar su propia reproducción.
Como demuestra fehacientemente la distopía de la pandemia en
curso, la crisis todavía es una crisis a medias. El sistema ha tropezado
sobradamente con sus límites internos (estancamiento económico, plétora
crediticia, acumulación insuficiente, descenso de la tasa de ganancia), pero no
lo bastante con sus límites externos (energéticos, ecológicos, biológicos).
Hace falta una crisis más profunda -o una concatenación explosiva de todos los
procesos de deterioro- que acelere la dinámica de desintegración y propulse
fuerzas nuevas capaces de rehacer el tejido social con maneras fraternales.
El magnífico texto del
grupo “Anarquistas sin plan económico” resalta el desgarramiento acelerado de
“la lógica del valor y del capital”:
“El hecho de que las
relaciones sociales se organicen en torno al dinero, midiendo la cantidad de
trabajo que cada productor ha gastado para poder exigir un equivalente, esa
lógica misma, la lógica del valor y del capital, se está rompiendo por dentro.
La producción de bienes materiales, la acumulación concentrada de conocimiento
humano, la potencia productiva de nuestra sociedad es tal hoy en día que
sencillamente esta forma de organizar el trabajo social pierde su sentido”.
Holloway resalta las potencialidades y los peligros de esta
absoluta ausencia de letras para “graficar el porvenir”: “Cómo convertir la rabia en esperanza: esto es lo que debemos pensar.
La rabia está por todos lados, crece y crece: rabia contra la obscenidad del
capitalismo, rabia contra la desigualdad, contra el poder del dinero, contra la
destrucción de la naturaleza, de las comunidades, de las vidas, rabia que emana
de la frustración, la frustración del desempleo y la frustración del empleo.
Rabia justa, ira justificada; pero la rabia es peligrosa cuando se enfrenta a
un objeto inamovible, a esa pared de ladrillos que reza que así son las cosas.
Si uno no consigue avanzar, la esperanza se desmorona y la rabia se pone agria:
¿cómo, si no, explicar el fortalecimiento de la extrema derecha en Europa y en
los Estados Unidos?”
La cuestión central que serviría de sustento a la esperanza
racional sería por tanto constatar que esa implosión acelerada de la lógica del
capital, este descoyuntamiento de sus estructuras causado por su inexorable
tendencia a la reproducción ampliada, es una oportunidad para ensanchar las
grietas desde las entrañas de la dominación, avanzando hacia la ruptura con el
prurito crematístico y con la sujeción del trabajo humano a la generación de
riqueza material: si nosotros somos la crisis del capital, si la dificultad
creciente de extraer el flujo de trabajo vivo que mantenga su ansia de ganancia
es su condena, ayudémosle pues a consumarla y convirtamos de ese modo nuestra
rabia en esperanza.
El comunismo es el único plan para la especie
“A ver, imaginemos:
¿es posible, se puede vivir sin dinero? A lo cual, entre otras cosas, recuerdos
y testimonios que surgían, uno que andaba por allí, no tan joven, se adelantaba
a preguntar con un tris de sorna: ¿No sería mejor que nos preguntáramos antes
si se puede vivir con dinero?” Agustín García Calvo, en una asamblea del
15-M de 2011
La eliminación del dinero de las relaciones sociales, además
de implicar la conditio sine qua non para la conformación de
modos de vida que potencien la “real fortuna”, resulta más accesible, más a
nuestro alcance cotidiano, que centrarse directamente en reclamar la abolición
de la propiedad privada, del trabajo asalariado, de los rasgos característicos
de la explotación capitalista. Ello sitúa la pelota en el tejado de la
inmediatez de la posibilidad de construcción de injertos de nueva vida
comunitaria, aplicando una política de lo “extraordinario” para romper con la
lógica del dinero, la lógica del capital, en la capa más profunda de las
relaciones humanas.
Una organización social sin dinero ni ninguno de sus
equivalentes -bonos de trabajo y demás sucedáneos colectivistas- carece de
medida del valor, de métrica para medir el tiempo de trabajo, que deja de ser
por tanto la molécula básica de la mercancía y de la riqueza material.
De nuevo nos habla el “utópico” Marx de los Grundrisse:
“Tan pronto como el
trabajo, en su forma inmediata, ha cesado de ser la gran fuente de la riqueza,
el tiempo de trabajo deja, y tiene que dejar, de ser su medida y por tanto el
valor de cambio deja de ser la medida del valor de uso”.
De este modo, el desarrollo de la verdadera riqueza humana
queda liberada del corsé mercantil. He aquí la sustancia del ideal de una
sociedad racional: las capacidades y las necesidades, parafraseando la luminosa
sentencia marxiana, al servicio de la consecución de la riqueza real, la no
enajenada por la sujeción a la “cárcel de cosas” que constituye el reino de la
mercancía. Un mundo sin dinero no es por tanto un proyecto utópico: simplemente
es la única alternativa realista. Como el comunismo libertario tiene un sistema
de distribución basado en las necesidades de las personas, no en el trabajo
aportado por ellas, no hacen falta medios de cambio ni instrumentos de medición
de valor. No hay pagos, ni siquiera precios. Es decir, no hace falta dinero.
La definición de Holloway del verbo “comunizar” es un
semillero excelente del proceso de avance hacia ese mundo sin dinero:
“Comunizar es el
movimiento opuesto, no hacia atrás, sino hacia la creación de nuevas relaciones
de colaboración y apoyo. Esto va más allá del hacer retroceder el poder del
dinero, es la ruptura intersticial del poder del dinero”.
La misma idea en el bello programa de
Manuel Sacristán: “Atenerse a plataformas
de lucha orientadas por el «principio ético-jurídico» comunista debe incluir el
desarrollo de actividades innovadoras en la vida cotidiana, desde la
imprescindible renovación de la relación cultura-naturaleza hasta la experimentación
de relaciones y nuevas comunidades de convivencia”.
Tenemos que romper por tanto el espinazo de la dinámica
destructiva del capital, pero el modo de hacerlo no es proyectando el comunismo
en el futuro, en la escatológica creencia en una revolución salvífica, sino
reconociendo, creando, expandiendo y multiplicando los “comunizares”, las
grietas en la correosa textura de la dominación capitalista y fomentando su
confluencia. Tejiendo lo extraordinario en el interior de nuestra
cotidianeidad. El comunismo es, en definitiva, el único plan viable para la
especie.
Mientras tanto, nos sumamos al magnífico programa
“comunizante” esbozado por Miquel Amorós:
“La lucha
anticapitalista requeriría un grado de segregación importante, y por
consiguiente, un serio paquete de instituciones colectivas independientes. La
negatividad contenida en el combate no era suficiente, y un sujeto
transformador no podía emerger de él sin apoyarse en un bagaje positivo de
experiencias comunitarias, islotes de resistencia albergando estilos de
convivencia no capitalistas. Pero esto no significa un llamamiento a la
marginación, sino a la conservación y ampliación de relaciones humanas en
nuestro entorno. De ningún modo las aludidas realizaciones podían constituir
por sí mismas, dentro de la sociedad capitalista con la que cohabitaban, otra
cosa que ensayos muy limitados de autogestión a escala ínfima. El error
garrafal sería considerarlas fines en sí y no medios para un fin, tal como hace
la economía social. No son objetivos únicos, totalmente desligados de los
conflictos sociales, sino armas para intervenir en éstos. La capacidad de vivir
afuera tendría la virtud por un lado de dificultar la reproducción de las
relaciones sociales dominantes fomentando la sociabilidad y frenando el individualismo;
por el otro, el proporcionar una buena logística a la defensa del territorio.
Sin embargo, para trascender las lindes del enclave, o sea, para generalizarse,
haría falta pasar a la ofensiva, invadir a gran escala el espacio dominado por
el capital. Sería necesaria una verdadera revolución”.
Por Alfredo
Apilanez
https://contrainformacion.es/pecunia-delenda-est-el-dinero-debe-ser-destruido/
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