19/6/12

A fin de cuentas ¿cuál es la alternativa? ¿el resentimiento infinito?


EL PODER DEL PERDÓN

¿Se puede llegar a perdonar a quien ha intentado quitarte la vida? ¿Perdonar es olvidar? ¿Cómo discernir que quien reconoce el mal cometido y pide perdón es sincero? Hace falta tiempo y valor, pero el auténtico perdón es, dicen, un instrumento poderoso.

(Siguen dos artículos aparecidos en La Vanguardia 17.6.2012)

Perdono al no poder olvidar

Olvido, amnistía, prescripción... Se diría que nuestras sociedades supieron, desde bien pronto, de la ineludible necesidad de drenar el propio pasado. Quizá porque no tardaron en llegar al convencimiento de que no hay modo humano de cargar con todo él, de que la permanente presencia ante nosotros de lo ocurrido (sobre todo aquello que nos dañó) es tan insoportable como nociva, principio que cabe aplicar tanto a individuos como a grupos.

¿Pertenece el perdón a este género de prácticas? ¿Es la capacidad de perdonar un recurso al que, sin ser cada uno de nosotros totalmente conscientes, estamos abocados desde el punto de vista de la supervivencia? Advierto que responder afirmativamente a tales preguntas en modo alguno equivale a diluir el perdón en ninguna de las instancias inicialmente aludidas, especialmente en la del olvido. Claro que la grandeza del perdón tiene que ver con la soberanía del sujeto. Quien perdona lo imperdonable en cierto modo está mostrando lo más extraordinario, raro y sublime de la condición humana.

Pero no hay contradicción entre este reconocimiento de la grandeza del perdón y la constatación de su necesidad desde el punto de vista colectivo. El matiz resulta pertinente en nuestros tiempos, en los que parece habérsenos hurtado de manera casi definitiva la potestad de olvidar. Cuando millones de archivos conservan –en muchísimos casos a nuestro pesar– registro de lo ocurrido, empiezan a perder sentido afirmaciones rotundas como “perdono, pero no olvido”, a las que cualquiera podría replicar: “Tanto da que usted olvide o no: alguien se encargará de recordar por usted”.

Lo único que nos queda finalmente, perdida nuestra potestad de olvidar, es la decisión de perdonar. Que no está exenta de grandeza, desde luego, pero que, según como se mire, viene poco menos que obligada. Porque, a fin de cuentas, ¿cuál es la alternativa? ¿el resentimiento infinito?, ¿el insaciable rencor?, ¿el plato, que nunca se termina de enfriar, de la venganza? Como aquel famoso cantante francés al que, ya anciano, le preguntaron cómo se encontraba y, en un arranque de lúcida inteligencia, respondió: “Vista la alternativa, bien”, de la misma forma deberíamos plantearnos si lo mejor que podemos hacer (desde todos los puntos de vista desde los que quepa entender el adverbio) es perdonar las ofensas. En definitiva, si llevan tanto tiempo recomendándonoslo tal vez sea porque sale a cuenta. Aunque sólo sea para no convertirnos a nosotros mismos en una destilería de hiel.


Manuel Cruz

Reconciliación y convivencia

Recuerdo secuencias de una antigua película de John Huston (Paseo por el amor y la muerte) en la que, a finales del siglo XIV, una joven pareja recorría la Europa devastada por la guerra de los cien años en busca del mar y la libertad.

En la moderna Europa, en un conflicto en el que se han producido víctimas –da igual que sea en Italia, Irlanda del Norte, Bosnia, Oriente Medio o en Euskadi– llega un momento en el que la violencia cesa, y la sociedad desea pasar página para iniciar nuevos caminos de convivencia y de paz. Entre las dificultades que existen se incluyen, por una parte, la exigencia de justicia de las víctimas y, por otra, que los agresores reconozcan el daño que han cometido.

Cuando, hace más de veinte años, Nelson Mandela llegó a la presidencia tras cuatro años de negociación política que acabaría con el apartheid, la República de Sudáfrica se convirtió, no en un país sumido en la guerra civil como ocurrió en Zimbabue, sino en una democracia estable. En lugar de la imposición, Mandela optó por la reconciliación. Desmond Tutu lo explica como sigue: “Los africanos tenemos algo que se llama ubuntu. Expresa la esencia del ser humano… Creemos que una persona es persona a través de las otras personas, que mi humanidad se encuentra inextricablemente unida a la de los demás”.

Cada persona pertenece a una humanidad que se empobrece cuando uno solo de sus individuos es humillado o herido y se enriquece si se le proporciona respeto y confort; cuando alguien actúa con negligencia o maldad también yo lo estoy haciendo, y si lo hace con amor y compasión igualmente lo estoy haciendo yo.

Con base en este concepto de ubuntu fue creada en Sudáfrica, tras la desaparición del apartheid, la Comisión de la Verdad y la Reconciliación, cuyo rasgo distintivo fue la invocación del perdón más que la reparación. Cuando se imparte justicia, el agresor paga con su libertad y con multas por los daños causados; cuando se otorga el perdón no existe tal pago. El verdadero perdón es el que perdona lo imperdonable, es decir, los actos que violan los derechos humanos e intentan privarnos de nuestra humanidad.

Perdonar no es olvidar. Escribe Étienne Mullet, investigador francés en la solución de conflictos: “Si se olvida el agravio que se hizo, entonces no hay nada que perdonar. El perdón es, en realidad, la antítesis del olvido. Ni la persona que cometió la ofensa ni la persona que fue víctima deben olvidar lo que se hizo so pena de ya no poder ser perdonada ni perdonar. El perdón borra el resentimiento vinculado al acto negativo que se cometió. No puede borrar el acto en sí mismo. Puede simplemente liberar al ofensor y al ofendido de al menos algunas de las consecuencias negativas de ese acto”.

Para reconocer el daño causado y poder aceptar la nueva situación es preciso que agresores y víctimas aprendan a contemplarse con ojos diferentes.

Tal vez un primer paso en el camino de la reconciliación consista en que las víctimas, con un tremendo esfuerzo, profundicen a fondo en las biografías de sus agresores, de los que tan solo conocen la forma de la pistola, el color de la gabardina o la potencia de la bomba, y traten de calibrar la enorme presión en valores, compromisos y lealtades que los movieron a la acción. Y que los agresores intenten, con un esfuerzo similar, empatizar con las biografías concretas de las víctimas y vean las consecuencias reales, en lágrimas, sufrimiento y ausencias, de su acción destructora.

No se trata de buscar el olvido. Sólo quieren y pueden olvidar los que no han empuñado un arma o no han sido personalmente heridos; tampoco pueden sentir dolor aquellos que mientras disparaban, no miraban a los ojos de sus víctimas. Sólo puede reconocer a la víctima como persona aquel que comprende plenamente el mal causado, y aceptar al agresor quien ha intentado ponerse en su piel y tratado, no sin inicial repugnancia, de entender sus razones.

No basta con que la organización a la que pertenece el homicida diga, en nombre de los agresores, que lamenta el daño causado –es insuficiente que el papa Benedicto XVI, por ejemplo, en el caso de los sacerdotes pederastas, diga “que la Iglesia sufre por el daño infligido”–. Es el individuo que ha causado el mal quien debe reconocerlo personalmente ante su víctima y es únicamente esta la que puede aceptar sus palabras.

La convivencia entre quienes han puesto la bomba y los que han recibido la metralla se puede conseguir. Requiere tiempo y mucho valor.

En el camino de la reconciliación y la paz no puede haber vencedores; solamente puede haber vencidos.

Ramon Bayés
Profesor emérito de Psicología de la UAB

No hay comentarios: