31/12/21

La sensación de injusticia es la frustración de expectativas de algunas resoluciones

DURA LEX, SED LEX

Luis García Berlanga, uno de los mejores cineastas que ha dado este país, firmó en 1964 El Verdugo, una película que la historia ha sido capaz de clasificar como de obra maestra. La genialidad del valenciano le permitió introducir un maravilloso Caballo de Troya en el cine del franquismo, disfrazando de historia de amor lo que en realidad era una feroz crítica a la pena de muerte.

En una de las escenas de la película, Emma Penella -que hacía de hija de Pepe Isbert, el verdugo- está planchando en la mesa del salón de su casa y recibe la visita de su pretendiente, el galán Nino Manfredi, que en la película hace de empleado de una funeraria. Se entabla una conversación entre Isbert y Manfredi en la que el protagonista alaba las bondades del garrote vil como forma de ajusticiamiento que respeta la dignidad del condenado y lo compara con la guillotina francesa, «¿usted cree que hay derecho a enterrar a un hombre hecho pedazos?» y con la silla eléctrica americana «los deja negros, abrasados, ¡a ver dónde está la humanidad de la famosa silla!». 

Es fácil establecer una relación entre esta escena y la canción de Javier Krahe La Hoguera, donde, con idéntica intención de denunciar la pena de muerte aunque en este caso sea desde el humor, compara los distintos medios de ajusticiamiento para optar por el que da nombre a la canción. El verdugo Isbert en su discurso justifica desde la humanidad un trabajo estigmatizado y rechazado por la sociedad, a lo que Manfredi contesta «yo creo que la gente debe morir en su cama». Entonces Isbert zanja la conversación con una frase irrebatible: «si existe la pena alguien tiene que aplicarla».

Vivir en sociedad es lo que tiene: voluntaria o forzadamente todos formamos parte del engranaje que hace funcionar la maquinaria social. Alguien tiene que cultivar, limpiar, diseñar, legislar, curar o transportar para que los demás comamos, vistamos, convivamos, sanemos o nos movamos. Dejando al margen el determinismo social y la falta de oportunidades reales que en muchos casos existen, el libre albedrío permite elegir si desempeñar o no la función a la que nos ha llevado la vida.

Hace unos meses salió en prensa la noticia que se planteaba por parte del gobierno una reforma legislativa que afectase a la objeción de conciencia de los médicos en, entre otras cuestiones, las interrupciones voluntarias de embarazo o la eutanasia. En seguida se propició un debate acerca del derecho a objetar, que entraba en pugna con el derecho a un servicio público de sanidad para aquellas mujeres que, cumpliendo con la legalidad vigente, demandaran la realización de un aborto. Aunque nuestra constitución únicamente reconoce el derecho a la objeción de conciencia en relación con el extinto servicio militar, la jurisprudencia constitucional lo ha definido como un derecho de los ciudadanos, «el derecho a ser eximido del cumplimiento de los deberes constitucionales o legales por resultar ese cumplimiento contrario a las propias convicciones» (STC 161/1987, de 27 de octubre).

Parece lógico entender que, en determinadas profesiones como la médica, las convicciones morales del obligado legalmente a realizar una terapia o intervención, puedan alegarse como forma de evitar el cumplimiento de una ley que le produce un dilema moral.

Desde el instituto de la objeción de conciencia me es más sencillo hacer ver a quienes me leen que, si bien íntimamente unidos, derecho y moral son cosas distintas. Aunque las leyes estén imbuidas de un espíritu político ­­–de hecho, en las elecciones generales no escogemos al ejecutivo, sino al legislativo­–, también tenemos que reconocer que en ellas hay una suerte de moral social colectiva, no necesariamente mayoritaria, que hace que en algunas ocasiones se haga saltar las costuras del apretado traje en el que nos movemos para provocar movimientos sociales intensos contra determinadas regulaciones. Lo cierto es que sería maravilloso que el legislador se centrase en aquellos aspectos que realmente tienen por finalidad la mejora de las condiciones de vida de las personas, pero lamentablemente la ideología y, sobre todo, el rédito electoral, suelen estar detrás de la mayoría de las leyes que se impulsan.

Volviendo al concepto de justicia y moral, es preciso hacer entender que los jueces no estamos para realizar valoraciones éticas en nuestras resoluciones. De hecho, a mí me puede parecer un auténtico despropósito la forma en la que una determinada cuestión ha sido regulada, pero las resoluciones que dicte no podrán estar basadas en lo que a mí me parezca o en los sentimientos que, dicha norma, me provoquen. Los jueces únicamente contamos con dos instrumentos de defensa del ordenamiento jurídico frente a las leyes: la cuestión de inconstitucionalidad –procedimiento de consulta al Tribunal Constitucional acerca de la posible inconstitucionalidad de una norma que estamos obligados a aplicar– y la cuestión prejudicial ante el Tribunal de Justicia de la Unión Europea ­–consulta en los mismos términos, pero esta vez ante el alto tribunal europeo, por la posible contravención de la norma nacional a la normativa de la Unión­–. Más allá, no hay nada más, y, por descontado, no todas las leyes son inconstitucionales o contrarias al derecho de la unión. En la inmensa mayoría de las ocasiones, el derecho es el que es.

Me preguntaba un buen amigo si los jueces pasamos por dilemas morales o si tenemos tensiones éticas en lo que hacemos entre lo legal y lo justo. Espinoso tema. Por supuesto que sí, no somos máquinas ni seres inanimados a quienes les “resbale” lo que humanamente sucede en los asuntos que debemos resolver. En más ocasiones de las deseables nos vemos en la tesitura de acordarnos del famoso bocardo latino que reza «Dura lex sed lex» (la ley es dura, pero es la ley).  Es parte de un trabajo que la ciudadanía percibe de forma diferente a cómo en realidad es, quizá porque se pretende que el juez haga justicia subjetiva y dicte resoluciones acordes con lo que al ciudadano le parece justo, entendiendo “justicia” como valor filosófico moral, no como aplicación técnica del derecho. Los jueces somos técnicos en derecho, conocedores del ordenamiento jurídico y del juego democrático en el que las funciones constitucionales de unos y otros están claras.

En el famoso tratado De los delitos y las penas de Cesare Beccaria, esté decía «el juez debe hacer en todo delito un silogismo perfecto: la mayor de este silogismo debe ser la ley general; la menor, será la acción conforme o no a la ley; y finalmente, la consecuencia tendrá que ser la libertad o la pena». Y es así. Los jueces tenemos unos hechos que se nos presentan ante nosotros y que son probados por las partes, quienes, a su vez, nos piden una respuesta jurídica amparada en las leyes que el legislativo ha aprobado. La función del juez es subsumir el hecho en la norma y atribuir al supuesto la consecuencia jurídica de la anterior, aunque la ley nos parezca un engendro moral.

La condena a prisión permanente revisable, la filiación adoptiva de un progenitor en un caso de maternidad subrogada, la absolución de un criminal por prescripción del delito o la confirmación de una sanción administrativa por desobediencia civil en un supuesto en el que estamos de acuerdo íntimamente con el infractor, son algunos de los ejemplos en los que el juez, tenga la ideología que tenga o padezca el dilema moral que sea, está obligado a aplicar la norma.

Volviendo a la objeción de conciencia, si la ley existe, alguien tendrá que aplicarla, como diría don Pepe Isbert si, en lugar del verdugo de la película, hubiera sido un juez obligado a aplicar una norma con la que no está de acuerdo. De hecho, los jueces no tenemos derecho a la objeción de conciencia. Si un juez se enfrenta a un asunto que le provoca un dilema moral, no podrá en ningún caso invocar su derecho a no cumplir su obligación constitucional de aplicar la ley. Tampoco podrá abstenerse, al no estar regulada entre las causas de abstención dicha excusa. Un juez que corra el riesgo de enfrentarse a determinados dilemas morales debe asumir que no podrá dejarse llevar por su particular sentido de “lo justo” y deberá decidir conforme a la ley. Si no va a ser capaz de hacerlo, es mejor que escoja un destino judicial que le dé menos disgustos, so pena de incumplir su deber e incurrir en una infracción disciplinaria o un delito de prevaricación.

Un médico puede negarse con la actual regulación a practicar un aborto pero un juez no puede negarse a resolver la autorización del aborto de una menor de edad, mayor de 16 años, cuando exista conflicto entre sus progenitores o tutores y esta última. El juez deberá examinar si se cumplen los requisitos ­–plazo y/o supuesto de despenalización­– y autorizarlo si estos concurren.

La sensación de injusticia que a veces sienten algunos ciudadanos ante determinadas resoluciones judiciales deriva en la mayoría de los casos de la frustración de expectativas que les producen dichas resoluciones. Creer que el juez es una especie de justiciero bíblico es lo que tiene. Afortunadamente la justicia, créanme, está en manos de personas preparadas técnicamente que saben cuál es su función constitucional, que saben que están sometidas únicamente al imperio de la ley y que dejan aparcada su ideología en la puerta del juzgado cuando acuden a diario a trabajar. El que no lo haga podrá ser un juez que cuente con la simpatía de quienes opinan como él o ella, pero también será alguien que no merezca desempeñar tan alta responsabilidad. Será, perdonen mi elocuencia, un mal juez.

En España hay muy pocos malos jueces, aunque algunos se empeñen en transmitir lo contrario. La ideología está en los ojos del que mira, no en nosotros.

NATALIA VELILLA

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