DURA LEX, SED LEX
Luis García Berlanga, uno de los mejores cineastas que ha
dado este país, firmó en 1964 El Verdugo, una película que la
historia ha sido capaz de clasificar como de obra maestra. La genialidad del
valenciano le permitió introducir un maravilloso Caballo de Troya en el cine
del franquismo, disfrazando de historia de amor lo que en realidad era una
feroz crítica a la pena de muerte.
En una de las escenas de la película, Emma Penella -que hacía de hija de Pepe Isbert, el verdugo- está planchando en la mesa del salón de su casa y recibe la visita de su pretendiente, el galán Nino Manfredi, que en la película hace de empleado de una funeraria. Se entabla una conversación entre Isbert y Manfredi en la que el protagonista alaba las bondades del garrote vil como forma de ajusticiamiento que respeta la dignidad del condenado y lo compara con la guillotina francesa, «¿usted cree que hay derecho a enterrar a un hombre hecho pedazos?» y con la silla eléctrica americana «los deja negros, abrasados, ¡a ver dónde está la humanidad de la famosa silla!».
Es fácil establecer una relación entre esta escena y la
canción de Javier Krahe La Hoguera, donde, con idéntica intención
de denunciar la pena de muerte aunque en este caso sea desde el humor, compara
los distintos medios de ajusticiamiento para optar por el que da nombre a la
canción. El verdugo Isbert en su discurso justifica desde la humanidad un
trabajo estigmatizado y rechazado por la sociedad, a lo que Manfredi
contesta «yo creo que la gente debe morir en su cama». Entonces
Isbert zanja la conversación con una frase irrebatible: «si existe la
pena alguien tiene que aplicarla».
Vivir en sociedad es lo que tiene: voluntaria o forzadamente
todos formamos parte del engranaje que hace funcionar la maquinaria social.
Alguien tiene que cultivar, limpiar, diseñar, legislar, curar o transportar
para que los demás comamos, vistamos, convivamos, sanemos o nos movamos.
Dejando al margen el determinismo social y la falta de oportunidades reales que
en muchos casos existen, el libre albedrío permite elegir si desempeñar o no la
función a la que nos ha llevado la vida.
Hace unos meses salió en prensa la noticia que se planteaba
por parte del gobierno una reforma legislativa que afectase a la objeción de
conciencia de los médicos en, entre otras cuestiones, las interrupciones
voluntarias de embarazo o la eutanasia. En seguida se propició un debate acerca
del derecho a objetar, que entraba en pugna con el derecho a un servicio
público de sanidad para aquellas mujeres que, cumpliendo con la legalidad
vigente, demandaran la realización de un aborto. Aunque nuestra constitución
únicamente reconoce el derecho a la objeción de conciencia en relación con el
extinto servicio militar, la jurisprudencia constitucional lo ha definido como
un derecho de los ciudadanos, «el derecho a ser eximido del
cumplimiento de los deberes constitucionales o legales por resultar ese
cumplimiento contrario a las propias convicciones» (STC 161/1987, de
27 de octubre).
Parece lógico entender que, en determinadas profesiones como
la médica, las convicciones morales del obligado legalmente a realizar una
terapia o intervención, puedan alegarse como forma de evitar el cumplimiento de
una ley que le produce un dilema moral.
Desde el instituto de la objeción de conciencia me es más
sencillo hacer ver a quienes me leen que, si bien íntimamente unidos, derecho y
moral son cosas distintas. Aunque las leyes estén imbuidas de un espíritu
político –de hecho, en las elecciones generales no escogemos al ejecutivo,
sino al legislativo–, también tenemos que reconocer que en ellas hay una
suerte de moral social colectiva, no necesariamente mayoritaria, que hace que
en algunas ocasiones se haga saltar las costuras del apretado traje en el que
nos movemos para provocar movimientos sociales intensos contra determinadas
regulaciones. Lo cierto es que sería maravilloso que el legislador se centrase
en aquellos aspectos que realmente tienen por finalidad la mejora de las
condiciones de vida de las personas, pero lamentablemente la ideología y, sobre
todo, el rédito electoral, suelen estar detrás de la mayoría de las leyes que
se impulsan.
Volviendo al concepto de justicia y moral, es preciso hacer
entender que los jueces no estamos para realizar valoraciones éticas en
nuestras resoluciones. De hecho, a mí me puede parecer un auténtico
despropósito la forma en la que una determinada cuestión ha sido regulada, pero
las resoluciones que dicte no podrán estar basadas en lo que a mí me parezca o
en los sentimientos que, dicha norma, me provoquen. Los jueces únicamente
contamos con dos instrumentos de defensa del ordenamiento jurídico frente a las
leyes: la cuestión de inconstitucionalidad –procedimiento de consulta al
Tribunal Constitucional acerca de la posible inconstitucionalidad de una norma
que estamos obligados a aplicar– y la cuestión prejudicial ante el Tribunal de
Justicia de la Unión Europea –consulta en los mismos términos, pero esta vez
ante el alto tribunal europeo, por la posible contravención de la norma
nacional a la normativa de la Unión–. Más allá, no hay nada más, y, por
descontado, no todas las leyes son inconstitucionales o contrarias al derecho
de la unión. En la inmensa mayoría de las ocasiones, el derecho es el que es.
Me preguntaba un buen amigo si los jueces pasamos por
dilemas morales o si tenemos tensiones éticas en lo que hacemos entre lo legal
y lo justo. Espinoso tema. Por supuesto que sí, no somos máquinas ni seres
inanimados a quienes les “resbale” lo que humanamente sucede en los asuntos que
debemos resolver. En más ocasiones de las deseables nos vemos en la tesitura de
acordarnos del famoso bocardo latino que reza «Dura lex sed lex» (la
ley es dura, pero es la ley). Es parte de un trabajo que la ciudadanía
percibe de forma diferente a cómo en realidad es, quizá porque se pretende que
el juez haga justicia subjetiva y dicte resoluciones acordes con lo que al
ciudadano le parece justo, entendiendo “justicia” como valor filosófico moral,
no como aplicación técnica del derecho. Los jueces somos técnicos en derecho,
conocedores del ordenamiento jurídico y del juego democrático en el que las
funciones constitucionales de unos y otros están claras.
En el famoso tratado De los delitos y las
penas de Cesare Beccaria, esté decía «el juez debe hacer en
todo delito un silogismo perfecto: la mayor de este silogismo debe ser la ley
general; la menor, será la acción conforme o no a la ley; y finalmente, la
consecuencia tendrá que ser la libertad o la pena». Y es así. Los
jueces tenemos unos hechos que se nos presentan ante nosotros y que son
probados por las partes, quienes, a su vez, nos piden una respuesta jurídica
amparada en las leyes que el legislativo ha aprobado. La función del juez es
subsumir el hecho en la norma y atribuir al supuesto la consecuencia jurídica
de la anterior, aunque la ley nos parezca un engendro moral.
La condena a prisión permanente revisable, la filiación
adoptiva de un progenitor en un caso de maternidad subrogada, la absolución de
un criminal por prescripción del delito o la confirmación de una sanción
administrativa por desobediencia civil en un supuesto en el que estamos de
acuerdo íntimamente con el infractor, son algunos de los ejemplos en los que el
juez, tenga la ideología que tenga o padezca el dilema moral que sea, está
obligado a aplicar la norma.
Volviendo a la objeción de conciencia, si la ley existe, alguien tendrá que aplicarla, como diría don Pepe Isbert si, en lugar del
verdugo de la película, hubiera sido un juez obligado a aplicar una norma con
la que no está de acuerdo. De hecho, los jueces no tenemos derecho a la
objeción de conciencia. Si un juez se enfrenta a un asunto que le provoca un
dilema moral, no podrá en ningún caso invocar su derecho a no cumplir su
obligación constitucional de aplicar la ley. Tampoco podrá abstenerse, al no
estar regulada entre las causas de abstención dicha excusa. Un juez que corra
el riesgo de enfrentarse a determinados dilemas morales debe asumir que no
podrá dejarse llevar por su particular sentido de “lo justo” y deberá decidir
conforme a la ley. Si no va a ser capaz de hacerlo, es mejor que escoja un
destino judicial que le dé menos disgustos, so pena de incumplir su deber e
incurrir en una infracción disciplinaria o un delito de prevaricación.
Un médico puede negarse con la actual regulación a practicar
un aborto pero un juez no puede negarse a resolver la autorización del aborto
de una menor de edad, mayor de 16 años, cuando exista conflicto entre sus
progenitores o tutores y esta última. El juez deberá examinar si se cumplen los
requisitos –plazo y/o supuesto de despenalización– y autorizarlo si estos
concurren.
La sensación de injusticia que a veces sienten algunos
ciudadanos ante determinadas resoluciones judiciales deriva en la mayoría de
los casos de la frustración de expectativas que les producen dichas
resoluciones. Creer que el juez es una especie de justiciero bíblico es lo que
tiene. Afortunadamente la justicia, créanme, está en manos de personas preparadas
técnicamente que saben cuál es su función constitucional, que saben que están
sometidas únicamente al imperio de la ley y que dejan aparcada su ideología en
la puerta del juzgado cuando acuden a diario a trabajar. El que no lo haga
podrá ser un juez que cuente con la simpatía de quienes opinan como él o ella,
pero también será alguien que no merezca desempeñar tan alta responsabilidad.
Será, perdonen mi elocuencia, un mal juez.
En España hay muy pocos malos jueces, aunque algunos se
empeñen en transmitir lo contrario. La ideología está en los ojos del que mira,
no en nosotros.
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