7/12/21

Los políticos se han arrogado la potestad de decidir qué fines son los más importantes

EL PROBLEMA DE LA AUTORIDAD SANITARIA

Año y medio después del inicio de la pandemia parece seguro decir que el resultado neto sobre las libertades civiles en Occidente ha sido negativo. Los gobiernos de gran parte de los países desarrollados han mostrado una deriva autoritaria que ha recibido, en algunos casos más que en otros, escasa contestación por parte de la sociedad civil, sobre todo durante los primeros meses de medidas extraordinarias. Tal pasividad es comprensible: el virus era un gran desconocido, la histeria campaba a sus anchas y los gobiernos contaban con el incuestionable Mandato de los Expertos. Tomar poderes de emergencia, obligar a cerrar negocios o confinar a la gente en sus casas; cualquier medida era aceptada siempre que estuviera avalada por una (en algunos casos supuesta) recomendación de los expertos.

Por otro lado, los gobernantes podían pretender que sus decisiones de política sanitaria estaban libres de juicios de valor; a fin de cuentas, detrás de sus mandatos no se encontraban más que los fríos hechos proporcionados por los expertos en materia sanitaria y económica. Un año después, sin embargo, toca someter a revisión no sólo la actuación de los políticos, sino también las justificaciones de sus actos. ¿Hasta qué punto puede un gobernante justificar severas limitaciones a los derechos de los ciudadanos en base a la autoridad científica? ¿Están sus mandatos realmente libres de juicios de valor?

Empecemos explicando las dificultades de la toma de decisiones de política sanitaria. La labor del legislador a la hora de implementar una política es –o al menos debería ser–más complicada que simplemente escuchar a los expertos de una o dos disciplinas del saber. Él debe conocer los efectos de los mandatos que pretende imponer sobre los distintos aspectos de la vida individual y en sociedad. Por ejemplo, determinadas políticas como los confinamientos han tenido importantes efectos sobre la salud mental de la población (Fiorillo 2020; Lu 2020; Brooks  2020; Killgore 2020) así como biomédicos (Miles 2020). Robinson (2021) detalla cómo estas consecuencias epidemiológicas, económicas y psicológicas no son independientes entre sí.

El reto del aquél responsable de formular políticas sanitarias tan drásticas es, entonces, el de calibrar los efectos de dicha política desde el punto de vista de, al menos, aquellas disciplinas científicas más relevantes para el análisis. No obstante, desde el Congreso y las tertulias en medios de comunicación se ha presentado la cuestión de las estrategias de mitigación de los contagios desde el punto de vista estrictamente epidemiológico y económico: se han subestimado los costes y se han magnificado los objetivos de las mismas, presentando al público un mero trade-off (compensación) entre dos variables sin mayor importancia.

Pero los inconvenientes no terminan aquí. Las políticas sanitarias no van a afectar de forma homogénea a la sociedad; a fin de cuentas, cualquier política siempre genera ganadores y perdedores. En primer lugar, el gobierno siempre saldrá (ex ante) ganando, pues de no ser así no se implementaría la política (Rothbard 1962). Aun ignorando este hecho, también encontramos ganadores y perdedores dentro de la sociedad civil: siguiendo con el ejemplo del confinamiento, aquellos que prefieran realizar actividades fuera de sus hogares saldrán perdiendo, pues son obligados a realizar acciones que de otra manera no realizarían de forma voluntaria (Rothbard 1962): los que quieran salir a trabajar, los que quieran mantener su negocio abierto o los que quieran realizar actividades de ocio en compañía; todos ellos verán vetados sus cursos de acción preferidos.

También aquellos que prefieran consumir los productos que ahora, durante el confinamiento, no tendrán disponibles se verán perjudicados. A todos los mencionados les es impuesto un coste. Lo que en Economía entendemos por «coste» puede entenderse, esencialmente, como un  contrafactual. Por las limitaciones físicas del individuo y del entorno, este no puede realizar de forma simultánea todos sus fines: siempre que actúa escoge un curso de acción y rechaza otro. El valor del curso de acción más valorado que el individuo rechaza realizar es lo que denominamos como coste (Mises 1949).

¿Y quiénes podrían ser los ganadores? Podemos pensar en aquellos que prefieran mantener su negocio cerrado o no ir a trabajar para evitar contagiarse del virus. Ellos experimentarán pérdidas de ingresos, pero si ya valoraban más la seguridad que una pérdida (que probablemente esperen que sea momentánea) de ingresos, cuando se implemente el confinamiento no sufrirán costes adicionales a los que hubieran percibido de otra manera. Podemos pensar también en aquellos negocios que puedan seguir produciendo y que produzcan aquello que los consumidores demandan debido a que sus productos preferidos ya no están disponibles. Por ejemplo, si hay una masa de consumidores que prefiere ir al cine a ver la misma película en un servicio de streaming desde casa, el confinamiento les afectará negativamente (se les ha vetado su opción preferida), mientras que para las plataformas de streaming se verán beneficiadas, pues recibirán ingresos que no hubieran recibido de otra manera.

Entonces, el legislador no sólo debería ponderar los distintos efectos de la política sanitaria que pretende implementar, sino que también debería tener en cuenta aquellos grupos dentro de la sociedad que habrán de considerarse como «ganadores» y «perdedores». Implícitamente, esto conlleva comparar los distintos fines y preferencias, otorgando más importancia a unas que a otras. Ahora bien, ¿puede establecerse de forma objetiva que los efectos sobre la salud mental son más importantes que los efectos económicos o sobre la mitigación de contagios? ¿O que el resultado neto es positivo si, por ejemplo, las plataformas de streaming ganan más de lo que pierden las salas de cine?

Hay quienes piensan que sí, pero nótese que estamos comparando  fines, preferencias individuales o experiencias únicas. En otras palabras, se intenta argumentar que hay fines o procederes intrínsecamente superiores al resto, es decir, se entra en el dominio de la moral y la Ética. Concretamente, cuando entramos a valorar si el resultado neto de una política determinada es o no netamente positiva sobre la utilidad de la sociedad, entramos en un marco ético utilitarista.

Desde la Ciencia Económica y, en concreto, desde la Economía del Bienestar, se ha estado intentando dar cabida a la posibilidad de introducir el utilitarismo en la evaluación de políticas económicas buscando métodos de comparación de las pérdidas y ganancias de utilidad de los afectados por una determinada intervención. Lamentablemente para sus proponentes, desde Robbins (1932) tales intentos han caído en saco roto. Esto es así porque la utilidad –y el valor–hacen referencia a una experiencia única para un actor determinado en un momento determinado. Pese a que en los libros de texto la utilidad se presente de forma cardinal, en funciones de utilidad, en realidad no existe unidad de medida que permita comparar la utilidad que un individuo gana con un bien con respecto a la que ganaría otro.

Tanto la utilidad como el valor, en un sentido económico, son de naturaleza ordinal, es decir, no puede mostrar más que una opción es preferida con respecto a otra. La importante implicación para la Economía del Bienestar es que se necesita una escala adicional que nos informe de que las preferencias de un individuo son, de alguna forma, superiores a las del otro, pero ni el utilitarismo ni la Ciencia Económica puede ofrecer solución a este problema. Entonces, es el evaluador de política económica o el legislador al implementarla el que introduce sus propios juicios de valor cuando desea hallar un «resultado neto» sobre la utilidad de la sociedad.

Lo mismo sucede con los costes. Desde la Economía Sanitaria, siguiendo los principales manuales de evaluación de política sanitaria (Salazar 2007; Moreland 2019), se han intentado establecer criterios de evaluación basados en la agregación de costes. En algunos se presenta un trade-off entre las pérdidas de ingresos en términos monetarios y los objetivos alcanzados por la política en cuestión (para nuestro caso, por ejemplo, contagios o muertes evitadas), mientras que en otros se intenta medir la utilidad de los objetivos alcanzados mediante encuestas de valoración de los ciudadanos. Sin embargo, hemos visto que los costes son fenómenos estrictamente individuales, es el valor de sus mejores opciones rechazadas. Esto quiere decir que los costes son de naturaleza ordinal (puesto que son valor) y que no son comparables, es decir, no pueden agregarse (Rothbard, 1979).

Evidentemente, pueden hacerse agregados sobre las pérdidas de ingresos monetarios así como también de las ganancias monetarias de otros, pero eso no nos da ninguna información sobre las preferencias de aquellos afectados por la política en cuestión. Ni aun las encuestas a los ciudadanos nos pueden dar información sobre sus preferencias, pues estas no muestran más que la preferencia declarada de los individuos. La preferencia declarada no nos da información  económicamente relevante sobre las preferencias del actor, pues en Economía la preferencia se demuestra mediante la acción, donde el fin elegido es ex ante, más valorado que la alternativa rechazada: a no ser que el actor pueda realmente elegir una u otra, no podemos saber si realmente prefiere lo que dice preferir.

Pero aún podrían encontrarse dos proxies a las preferencias de los ciudadanos. Uno de ellos es el sistema de precios. Para este caso, los precios de los productos sanitarios (en los países en los que no estén estatalizados) podrían aproximarnos a conocer la “voluntad para pagar” (WTP) por mantener una buena salud. Empero, caben dos objeciones a este punto: (1) si bien el sistema de precios es el proxy por excelencia a la WTP de los individuos, estos nos ofrecen información histórica  sobre eventos únicos. Los precios presentes (o del pasado más inmediato) sirven a los empresarios como puntos de apoyo para hacer predicciones sobre los precios  futuros, pero nada de esto implica una cierta constancia en las valoraciones de los consumidores: es muy probable que los precios de ayer no se repitan mañana. (2) La WTP de los agentes podría ser modificada por los efectos de la propia política sanitaria.

Tal y como Stringham (2001) explica: Las políticas dan forma al mundo al determinar quién está en posesión de los recursos, y dado que los individuos difieren, esperaríamos ver demandas alternativas dependiendo de cómo se asignan los derechos de propiedad. Si se modifica la política, se modifica la disposición a pagar por todos los bienes, por lo que sería un error considerar únicamente los efectos inmediatos de una política.

El segundo proxy a las preferencias de los individuos podría ser la elección democrática. El gobierno elegido es el representante de la «voluntad general» de los ciudadanos y la papeleta con la que son elegidos es una forma de preferencia demostrada de las preocupaciones del votante. Volviendo a la cuestión multidisciplinar del análisis de políticas sanitarias, si los distintos partidos propusieran en sus programas electorales un orden de preferencias claro entre aquellas propiedades de la sociedad que priorizan preservar (economía, mitigación de contagios, salud mental, etc.), los votos de los ciudadanos podrían considerarse como un acuerdo explícito con las preferencias del gobierno elegido.

Teniendo todo lo mencionado en consideración, esta solución tampoco está exenta de problemas. En primer lugar, no será aplicable en el contexto de la crisis del COVID para aquellos países cuyo gobierno haya sido elegido antes de que hubiera conocimiento público sobre la epidemia. ¿Por qué incluirían estos partidos formas de mitigación de contagios de un virus cuya existencia ni conocen? Sería del todo imposible para esos gobiernos actuar de acuerdo con la «voluntad general» de los ciudadanos si estos no han tenido forma de demostrar su preferencia mediante la votación.

Pero aún hay otros dos problemas más graves para la solución democrática. El primero es que parte del supuesto de que la sociedad es un agente dotado de autonomía, capaz de valorar, escoger y actuar. Pero esta no es sino una proposición metafísica indemostrable (Mises, 1949). Aun si ignoráramos este hecho e intentáramos agregar las preferencias de los ciudadanos mediante un sistema de votación (podríamos incluso pensar en una votación directa sobre si se prefiere que se dé más importancia a la economía, la salud mental o la mitigación de contagios), nos encontraríamos con el problema que Kenneth Arrow descubrió hace ya más de cinco décadas: no es posible que el sistema de elección mayoritaria cumpla simultáneamente los principios de óptimo de Pareto, independencia de alternativas irrelevantes y no-dictadura.

El lector puede acudir a Sen (2014) si está interesado en una explicación clara y concisa del problema. De todas formas, la conclusión del «Teorema de la Imposibilidad» de Arrow es que siempre existirá un grupo (¡o un individuo!) que en un sistema de votación mayoritaria ostente un poder de decisión que resulte determinante para el resultado de la votación. Este individuo es el «dictador», aquél que puede «imponer» sus preferencias al resto de la población.

¿Qué cabe decir, pues, de la actuación de nuestros gobiernos durante la pandemia? ¿Qué cabe decir de las limitaciones que han tenido nuestras libertades justificadas bajo las –en algunos casos supuestas–recomendaciones de expertos? Los políticos han impuesto sus propios juicios de valor de forma arbitraria sobre las preferencias de los ciudadanos. Se han erguido como estándares morales de la sociedad y se han arrogado la potestad de decidir qué fines son aquellos más importantes. Si están en lo cierto o no es una cuestión que entra en el dominio de la Ética, pero ninguna disciplina científica puede servir como justificación a los arbitrios del gobernante.

https://disidentia.com/el-problema-de-la-autoridad-sanitaria/  

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