3/6/16

En lugar de sembrar odio y recelo, invirtamos en las personas y sembremos confianza

DESAMPARO, SECTARISMO Y GUERRA

Creo que merece la pena explorar el vínculo entre la marginalidad, el fanatismo y las guerras.

Empiezo por el último punto para evitar malentendidos. No creo que el origen de la guerra esté en la pobreza, ni siquiera en el fanatismo de una minoría, sino más bien en la política internacional llevada a cabo por los gobiernos en alianza con las oligarquías que contratan sus programas electorales: una geopolítica basada en el conflicto de intereses que compiten sin límites en su agresividad preventiva en un entorno de recursos escasos, (pues el planeta sí tiene límites).

Cuando esas mismas élites hablan de "errores", como Tony Blair hace bien poco, reconociendo que de aquellos bombardeos deriva el terrorismo de nuestros días, hay que sospechar que prefieren reconocer errores por no reconocer algo peor, como ese interés parcial buscado a despecho de lo que ya se sabía que sería un "fracaso" social. Si no había pruebas de que en Irak había armas de destrucción masiva, (y no podían tener esas pruebas porque, efectivamente, no las había), cabe suponer que mintieron deliberadamente y que actuaron premeditadamente con otro objetivo, como puede ser "desestabilizar" un país o toda una región del planeta, es decir, sembrar en ella la muerte y la destrucción, para hacerla más controlable y tener acceso a sus recursos o a su posición geoestratégica.


Lo llaman realpolitik como si la realidad no mostrara que, una y otra vez, esto es lo que hace fracasar los deseos de convivencia pacífica de la gran mayoría de la población de todo el mundo y de todas las culturas, (aunque las élites sí salgan beneficiadas con ese sacrificio general, y los verdugos hayan salido impunes e incluso se permitan ganar mucho dinero dando conferencias o dirigiendo think-tanks). Lo que se asume como la cruda realidad de la lucha por el interés nacional acaba perjudicando también a las poblaciones de quienes lo buscan con esa crudeza. La comprensión de este efecto evitó la guerra nuclear en el pasado: la conciencia de que llevar la lucha hasta el final acabaría también con quien tirara la primera de esas bombas, fuera quien fuera el "ganador", el que quedase menos destrozado. Esta lógica también puede apreciarse en una escala menor. Sembrar el mal nos obligará a protegernos del mal que crezca.

Un buen ejemplo de esto es la instrumentalización de la disidencia más irracional, como ocurrió con la promoción del fascismo y del nazismo anterior a la II GM, o como en la Guerra de Afganistán, cuando la CIA creó Al Qaeda a partir de personas fanatizadas, o como en tantos otros casos en los que unas y otras élites arman a facciones ultra-violentas con el fin de ver favorecidos sus intereses comerciales.

Unos días después de la matanza perpetrada en la discoteca Bataclan entre otros lugares de París pudimos leer que EE.UU. y Turquía habían llegado a un acuerdo para sellar la frontera norte de Siria, principal vía de abastecimiento de los yihadistas desde 2011. ¿Por qué no habían hecho esto antes? ¿Qué impedimento había para hacer lo que ahora, casualmente tras los atentados, ya sí es posible? ¿Qué interés había en tener abierta esa frontera? ¿Quién les compra, les vende y les financia? Si la respuesta es conocida ¿por qué no actuar sobre esa causa? ¿A qué guerra nos están llevando realmente?

Llama la atención el seguidismo acrítico de quienes cierran filas ante los llamamientos de nuestros líderes en un gran alarde de ingenuidad. Si ahora no quedara más remedio que defenderse, como mínimo muchos partidos y líderes actuales tendrían que hacer un ejercicio de contrición y pasar al basurero de la historia. Pero como esto no ocurre, hay que suponer que desde el principio se está buscando la "sionización" del mundo: el establecimiento premeditado de un apartheid de miseria y de violencia en una zona del mismo ante cuyas "salpicaduras" reaccionaremos irritados contra la maldad ajena, (reacción que en realidad sirve para disimular el mal creado en nombre de los intereses materiales).

Más al fondo tenemos un problema cultural. Es la medición del interés propio y del interés nacional en base al criterio psicopático del poder y de la riqueza en liza por la supremacía. En algún momento los ciudadanos de todo el mundo tendremos que poner fin a esta tolerancia con el enriquecimiento competitivo y sin límites de naciones y de individuos. El apoyo a esta clase de política no sólo está provocando una nueva deriva bélica mundial sino que desde hace ya décadas está rebasando la biocapacidad del planeta, como si sólo un colapso pudiera detenernos y no fuéramos capaces de prever el rumbo que llevamos. Da la impresión de que estamos gobernados por una panda de lunáticos con el agravante de que aparentan ser personas sensatas velando por nuestros intereses.

Pero esta obsesión competitiva no sería posible sin la explotación inmisericorde de grandes capas de población en todas las latitudes. Su utilidad para estas oligarquías no se limita a bajar los costes de producción sino que sirve, sobre todo, para atemorizar y disciplinar al resto de ciudadanos que pueden verse en cualquier momento en ese foso de precariedad o en el bando de las naciones perdedoras. Así los mismos que instituyen la pobreza y la guerra consiguen el respeto medroso de los que se sienten vulnerables y buscan su protección. Es más fácil seguir las normas y evitar el castigo -pongamos el castigo del BCE, de la OMC o de la OTAN- que intentar cambiar este funcionamiento.
Por eso el voto no suele ser coherente con la realidad: los creadores del desastre se benefician del temor en lugar de salir reforzados los partidarios de una justicia económica global opuesta a la indiferencia competitiva. Al igual que se benefician del miedo al terrorista en lugar de hacerlo los contrarios a la geoestrategia maquiavélica. Y de nuevo se benefician del temor al inmigrante, confundiendo víctimas con verdugos, y confundiendo a los verdaderos culpables del caos global con defensores de un mayor orden.

Esta responsabilidad de los poderes económicos y de sus defensores es lo que se debería discutir, el verdadero origen del problema, y no sólo cómo hacemos frente a las incesantes consecuencias. De lo contrario, como se dice en el manifiesto #NoEnNuestroNombre, "ni los recortes de libertades ni los bombardeos nos traerán la seguridad y la paz."

Lo que necesitamos no es ganar en un juego mal planteado, diseñado para que todo gire a favor de las élites de siempre, sino cambiar el tablero de juego. Si la mayoría fuera más consciente de cuál es el verdadero problema, al menos podría expresar su disconformidad mediante el voto hacia otras políticas. Pero, por desgracia, quienes mejor comprenden La doctrina del shock son sus creadores.

Sectarismo

Por esa frontera norte de Siria no sólo pasaban armas, también soldadesca fanatizada para el combate contra el gobierno sirio y, como se ha visto después, contra el resto del mundo. A no pocos occidentales les preocupa que la circulación global de personas impuesta por el modelo actual de relaciones internacionales facilite la llegada a los países opulentos de excombatientes fanatizados, pero lo que debería inquietar a todos es por qué miles de personas nacidas y criadas en Europa deciden abandonar esta joya del neoliberalismo para alistarse con los extremistas totalitarios, (además en contra del criterio de sus propios progenitores, como estamos viendo). Ese es el perfil temido por las fuerzas de seguridad, el del europeo que se va a la guerra y regresa deshumanizado, no el de las familias que sólo aspiran a sobrevivir y que por eso huyen de unos lugares de origen que no querían abandonar.

¿Cómo surge esta fanatización a menudo protagonizada por ciudadanos nacidos en los países opulentos? No hace falta rebuscar mucho. Hace unos meses pudimos leer (en uno de esos medios de comunicación de tirada nacional que no gustan de ser enlazados sin lucro) que unos 2000 marroquíes de barrios empobrecidos y más de 50 españoles se han ido a la yihad. Se entrevistaba a personas de barrios como El Príncipe, en Ceuta, en los que el paro llega al 65% y el  fracaso escolar al 90%. Como en casi todos los lugares, en ese barrio la mayoría sólo quiere un futuro para sus hijos, y está harta de ser estigmatizada, nos contaba una trabajadora social del lugar. Pero algunos se habían vuelto fanáticos y otros simplemente estaban desesperados. Si estás harto de pasar hambre y los reclutadores prometen 3000€ para tu familia, puede que renuncies a tu vida y des prioridad a que tus hijos tengan alguna oportunidad. También veíamos cómo esos captadores se trabajaban a sus candidatos durante meses, generalmente elegidos en los institutos.

En todos los países opulentos pero no por ello carentes de pobreza y marginalidad, opera la misma lógica. Las organizaciones sectarias, (no sólo las yihadistas sino también muchas otras como pueden ser las fascistas o mafiosas), ofrecen un amparo básico, un sentido de pertenencia y una idea de misión en la vida que atraen a muchos excluidos (en un proceso psicológico que se ilustraba, por ejemplo, en la película La ola ). Hay muchas personas que no le ven la gracia a esta especie de fiesta indiferente que gira en torno a las bolsas de valores en sustitución de verdaderos valores. En otros casos se convierten en simples mercenarios.

Desde luego la marginación y la falta de expectativas no implican que necesariamente sus sufridos protagonistas vayan a caer en manos del sectarismo, pero ese es el caldo de cultivo más propicio para que tenga éxito el amparo económico, social y cultural que ofrecen los reclutadores, aportando un sentido a unas vidas que a menudo es más necesario que la propia supervivencia, como demuestran una y otra vez los suicidas de todo tipo. O bien aportando la esperanza de que uno podrá salvar económicamente a sus seres queridos aun renunciando a sí mismo. La marginación siempre ha sido útil para el sectarismo y para el reclutamiento, también el de los propios estados como bien es sabido.

¿Cómo enfocar entonces la solución a este fenómeno? Es muy frecuente la miopía de criticar los males que tenemos delante (robos, extremismo, etc.), atacando sólo el primer eslabón de la cadena que vemos detrás de los mismos, pero como pasa con la guerra, si nos centramos sólo en las consecuencias, no solucionaremos un problema que seguirá creciendo mientras lo combatimos.

Desamparo

En realidad, en contra de lo que solemos creer, no vivimos en una sociedad liberal que tolera la libertad de pensamiento. El neoliberalismo rompe con el liberalismo político original al imponer su propia cultura, sus propios dogmas, las reglas productivistas para un crecimiento competitivo que obligatoriamente debe asimilar todo ciudadano "de bien", da igual que ya se produzca muy por encima de lo que serían necesario para cubrir las necesidades de todos, y muy por encima de lo que sería sostenible. Y para imponer la disciplina productiva instituye el desamparo, la pobreza y la exclusión social, la amenaza de caer en un foso de marginación por si alguien decide no creer en semejante despliegue de transformación material del mundo. El barrio marginal es una institución creada en la modernidad para cumplir su función aunque no se reconozca oficialmente.

Pero como se deduce de lo anterior, el desamparo que sufre el marginado no es sólo económico sino también social y cultural. La represión económica innecesaria con la que se "estimula" a los disidentes o perdedores implica además culpabilización y exclusión cultural, condenando a muchas personas a un inquietante vacío en la posible búsqueda de sentido para sus vidas. En general nuestra cultura adolece de esa preocupación por la dignidad y por la integración cultural de todos sus miembros.

La integración cultural siempre se dio en las poblaciones ancestrales entre las que se conformó nuestra naturaleza. En ellas lo raro era el desarraigo que hoy en día es moneda común. Pero la nueva integración no tendría por qué entenderse como una vuelta a sociedades cerradas. Vivir en una sociedad abierta y valorarlo no deja de ser algo que se aprende, que se adquiere culturalmente. Eso sí, requiere invertir en las personas y en velar por su entorno, (por oposición a la complacencia con la existencia de grandes barriadas de marginalidad, miseria y abandono por parte de las instituciones). Y no se trata de imitar los métodos de adoctrinamiento de las sectas, pero sí podemos observar cuáles son las carencias de nuestra cultura de las que se aprovecha con éxito el pensamiento sectario y tratar de dar cobertura a las mismas. La libertad miserable que nos da el liberalismo económico puede ser experimentada por las personas excluidas y desamparadas como un sufrimiento a evitar, como algo a temer -aquello que enseñaba Fromm-, y en esas condiciones pueden sentirse tentadas por planteamientos totalitarios, (no sólo por la llamada del deber de los ejércitos patrios), sobre todo cuando los reclutadores sí ponen medios y organización.

No se debe entender esto como una necesidad de que se nos pastoree culturalmente, (cosa que, como he dicho, ya se intenta). Más bien al contrario, necesitamos que a todos se nos facilite tomar partido, cada uno con su punto de vista, y tener presencia política; que se nos permita definir unos valores realmente entre todos, (no sólo eligiendo opciones); unos valores en los que poder creer por encima de la competitividad materialista, que puedan ser compartidos también por quienes no salen ganando en el juego del mercado-estado-oligarquía; y poder vivir de acuerdo con ellos, con aspiraciones al margen del mero triunfo.  

La verdadera libertad no puede depender de haber podido cumplir con el dogma productivista para subsistir. Además de una suficiencia económica básica, son necesarias formas de integración que no dependan del dinero y del consumo; formas de participación que permitan a las personas sentirse protagonistas de su destino y parte digna de su sociedad con independencia de su estatus económico, en lugar de sentirse despojos sólo porque el mercado no necesite de ellos. Permitir y proteger la iniciativa social, política y cultural, equivale a permitir y proteger la dignidad necesaria para sentirse integrado. Con ello podría emerger una nueva cultura compartida que haga frente a los verdaderos problemas de nuestro tiempo desde una conciencia y una deliberación colectivas. En lugar de sembrar odio y recelo, invirtamos en las personas y sembremos confianza. En lugar de buscar el mayor aprovechamiento patrio, busquemos que todas las poblaciones del mundo puedan vivir con autonomía. Recogeremos mejores frutos.

Uno de los supervivientes de la discoteca Bataclan contaba que los terroristas le pidieron que quemara un fajo de billetes de 50€ para poner a prueba su apego al dinero. Está claro que para ellos ni el dinero ni el éxito económico era lo más importante. Los apóstoles del homo económicus, al hablar de estos sujetos, sólo tienen una respuesta desconcertada en todas las tertulias: están locos y se han creído lo del paraíso. Pero antes de ser extremistas sobrevenidos eran personas que se sentían atrapadas en el basurero de un juego que no habían elegido, (uno de esos juegos en los que a los eliminados prematuros sólo les queda mirar con tedio cómo juegan los demás), cosa que no justifica actos violentos pero que ofrece pistas sobre qué está fallando y qué se puede hacer. Además, con independencia de cuál sea la reacción de cada cual, no son los únicos que se han podido sentir así. La cuestión es por qué muchas personas que no pueden acceder a la prosperidad o que no pueden creer en el dogma del dinero y en el paraíso consumista que este promete tampoco son capaces de verle otro sentido a nuestra cultura.



No hay comentarios: