DE LA
GLOBALIZACIÓN A LA AUTONOMÍA
Toda decisión económica es también una decisión
política. Siempre tiene una afección para terceros, para la sociedad y para el
medio ambiente, tanto si son decisiones públicas como si son adoptadas
por particulares o instituciones privadas. Y este carácter político
se acentúa en la medida en que las decisiones económicas afectan a un mayor
número de personas. Por tanto sería deseable que esas decisiones fueran
consensuadas por las distintas partes que van a verse afectadas.
Este no es el caso de las decisiones tomadas por las multinacionales, por los fondos de inversión y por los propietarios de grandes patrimonios. Por contra, sólo tienen en cuenta el criterio del máximo beneficio externalizando otros costes que no restan en sus cuentas de resultados. Y si hubo un tiempo en que era posible condicionar políticamente su actividad desde los parlamentos, ahora eluden este inconveniente gracias a la globalización, el agujero negro del planeta.
Este no es el caso de las decisiones tomadas por las multinacionales, por los fondos de inversión y por los propietarios de grandes patrimonios. Por contra, sólo tienen en cuenta el criterio del máximo beneficio externalizando otros costes que no restan en sus cuentas de resultados. Y si hubo un tiempo en que era posible condicionar políticamente su actividad desde los parlamentos, ahora eluden este inconveniente gracias a la globalización, el agujero negro del planeta.
Tampoco es el caso de las instituciones supranacionales alejadas del control político ciudadano como el BCE-euro, el FMI, el Banco Mundial, la OCDE, la OMC, la OTAN, (ese ejército comercial que allana el terreno de ciertos negocios), a las que habrá que añadir los nuevos tratados comerciales que ni siquiera podrían ser revisados por los ciudadanos de los estados firmantes, ya de por sí escasamente democráticos.
Lo que ha ocurrido en las últimas décadas está lejos de ser una convergencia de pueblos hacia una mayor colaboración. Más bien ha supuesto la privatización de decisiones políticas de enorme calado por medio de un camuflaje tecnocrático de las mismas.
La tolerancia hacia esta globalización descansa
en algunas suposiciones básicas como que siempre es mejor contar con más comercio
e inversión foránea, o que es imprescindible el crecimiento
económico y además situarlo como prioridad política, o que la
mejor forma de cumplir con esta prioridad es competir. Esto
último nos lleva a interiorizar como valor fundamental la supremacía, aspirando
a ella en todos los ámbitos, incluido en el internacional. Las competiciones
deportivas y lúdicas nos muestran cómo el premio social de la victoria
incentiva nuestras capacidades instrumentales. Y lo que se valora es
esa aptitud alienada, el dominio en la competición o sobre la naturaleza,
por encima de cualquier otra noción de plenitud, de bienvivir o incluso de
salud. Pero en ningún momento se plantea la posibilidad de
que esas capacidades, llevadas al máximo en la competición, y
aliadas con una tecnología voraz en el consumo de energía, puedan ser como
la explosión de millones de bombas nucleares que liberaran su destrucción de
forma lenta y difusa pero igualmente devastadora.
Podemos ver claramente lo equivocado de esas suposiciones en el monumental desastre ambiental que estamos provocando con ellas, y que tarde o temprano nos devolverá una dura factura, o en la creciente inseguridad económica junto a una exclusión social que no cesa, o en la insania de una entrega al mundo productivo cada vez más exigente y en peores condiciones laborales. Un claro efecto de esta globalización es el cúmulo de desastres que obligan a las poblaciones a huir forzosamente después de haber sido desposeídas o después de haber caído en la dependencia de un mercado global cicatero y siempre insuficiente, (salvo para los capitales internacionales que entran a hacer el negocio).
Todas estas suposiciones mencionadas subyacen y son anteriores al problema de la pérdida de soberanía nacional que nos ha traído la globalización. Conocemos la experiencia de estados pequeños, independientes y no tan abiertos al comercio que no por ello dejan de ser represivos o insostenibles. La mera independencia de un territorio no garantiza la salida de los problemas de dominación humana y ambiental mencionados. De hecho las élites de casi todos los estados han impulsado la globalización competitiva desde sus instituciones nacionales. Y es en ese mismo marco de presunciones en el que los partidos de ultra-derecha reivindican la noción de soberanía, como una recuperación del orgullo territorial perdido con la globalización. Se oponen a esta última para capitalizar el descontento pero en base a un orgullo competitivo equiparable al de cualquier torneo deportivo internacional. No en vano el término soberanía comparte raíz etimológica con el de supremacía.
¿Significa esto que debemos aceptar la globalización económica dejando toda esperanza de solución a la remota posibilidad de que un gobierno global ponga coto al poder de las multinacionales y de los grandes capitales? Más bien creo que deberíamos temer semejante perspectiva a tenor de lo que están siendo los gobiernos representativos de occidente. Y la experiencia europea muestra que escalar este tipo de representación a un ámbito territorial mayor hace de la misma un sistema aun más alejado del conocimiento y del control ciudadanos.
De la globalización competitiva a la autonomía
cooperativa
Lo que sigue es una tentativa de ordenar ideas
ante la necesidad de una visión que sustituya el paradigma global que nos
gobierna, y que trataré de concretar en varias entradas dejando en esta
las ideas de partida. Para evitar la tendencia hacia un
neo-feudalismo corporativo global o bien la reacción hacia una rivalidad
neo-fascista necesitamos dibujar en el horizonte una alternativa al sistema-mundo actual a partir de los
errores y aciertos del pasado.
La hipótesis que voy a plantear es que necesitamos actuar en dos direcciones: relocalizando la gestión económica con el enfoque prioritario de la máxima autonomía posible, y del otro lado, ampliando progresivamente el ámbito de una cooperación verdaderamente democrática. Es decir, invertir los papeles de la actual globalización según la cual la política parlamentaria queda en manos de una economía privada manifiestamente política, más poderosa y que actúa en un ámbito de decisión mucho más amplio que el reservado para el acceso democrático a las decisiones. Todo ello con matices importantes que conviene desgranar.
Bajo este punto de vista, el verdadero desarrollo económico de cualquier país que lo necesite consiste en poner en el centro de su política económica su autonomía, el aumento de sus capacidades para autoabastecerse al menos en los bienes básicos y en los sectores llamados estratégicos, sin depender del comercio exterior (aunque no se anule este, pues no es lo mismo la máxima autonomía posible que la autarquía). El nuevo debate económico giraría en torno al grado de autonomía como idea-fuerza motivadora e inspiradora de nuevas políticas para el porvenir, (en sustitución del crecimiento del PIB o del posicionamiento en un ranking internacional viciado por condiciones de partida imposibles de comparar). Con ello cambiarían también las suposiciones subyacentes mencionadas más arriba y no sólo el ámbito geográfico de aplicación de las políticas.
La hipótesis que voy a plantear es que necesitamos actuar en dos direcciones: relocalizando la gestión económica con el enfoque prioritario de la máxima autonomía posible, y del otro lado, ampliando progresivamente el ámbito de una cooperación verdaderamente democrática. Es decir, invertir los papeles de la actual globalización según la cual la política parlamentaria queda en manos de una economía privada manifiestamente política, más poderosa y que actúa en un ámbito de decisión mucho más amplio que el reservado para el acceso democrático a las decisiones. Todo ello con matices importantes que conviene desgranar.
Bajo este punto de vista, el verdadero desarrollo económico de cualquier país que lo necesite consiste en poner en el centro de su política económica su autonomía, el aumento de sus capacidades para autoabastecerse al menos en los bienes básicos y en los sectores llamados estratégicos, sin depender del comercio exterior (aunque no se anule este, pues no es lo mismo la máxima autonomía posible que la autarquía). El nuevo debate económico giraría en torno al grado de autonomía como idea-fuerza motivadora e inspiradora de nuevas políticas para el porvenir, (en sustitución del crecimiento del PIB o del posicionamiento en un ranking internacional viciado por condiciones de partida imposibles de comparar). Con ello cambiarían también las suposiciones subyacentes mencionadas más arriba y no sólo el ámbito geográfico de aplicación de las políticas.
Por supuesto, esto pasa por recuperar la autonomía estatal en la toma de decisiones económicas, incluidas las monetarias. Pero no carecen de importancia los motivos con los que se justifique este nuevo papel del estado. Los imaginarios colectivos tienen consecuencias prácticas. La idealización del estado-nación tradicionalmente ha servido como coartada con la que las oligarquías han seducido a sus poblaciones y han dividido las reivindicaciones de clase transfronterizas. Ha sido un dispositivo de poder cultural -no coercitivo-, una manipulación ideológica que también ha puesto más fácil a esas élites controlar a los políticos que representan las banderas y a los cuales financian. Tenemos motivos más básicos que un ideal romántico para reivindicar esta recuperación del papel de los estados. Pero estos motivos sugieren, además, que la recuperación de la autonomía estatal no debe tomarse como la última parada en el camino hacia una mayor relocalización de la economía y del poder político que haga sostenible la primera y controlable el segundo.
Por otro lado, hay numerosos problemas que compartimos todos los habitantes del planeta en forma de costes comunes de nuestro desarrollo, y que por tanto requieren un ámbito de deliberación y de participación más amplio. Una independencia plena y unilateral para la toma de decisiones soberanas no resuelve el problema de los bienes comunes planetarios sino que lo deja en manos de la tragedia del mercado, donde se considera que todo lo que no sea propiedad privada es apropiable o libremente utilizable, (como sumidero de residuos por ejemplo), perdiéndose la noción de comunes planetarios.
A esto hay que añadir que la resistencia de los
poderes globales (que no son otros que las oligarquías de cada estado) pondrá
muy difícil elegir esta senda política hacia una mayor autonomía local salvo
que se actúe desde una cooperación política amplia entre las poblaciones de
numerosos países.
Esto sugiere la necesidad de recuperar la colaboración internacional, pero no una limitada al control de las alianzas económicas del país manteniendo el paradigma competitivo internacional, sino un internacionalismo de clase. La diferencia en el presente está en que la nueva base social que lo reivindique necesita concebirse en clave post-capitalista. Porque no somos mercancía ni meros costes uniformados en la noción de trabajador. Una vez superada una capacidad económica que pueda proveer de bienes básicos a todos, no tenemos por qué entregar nuestra vida a este productivismo insostenible y alienante: somos personas diversas que queremos una vida propia al margen de las expectativas del mercado y de cualquier otro sistema de producción.
La nueva clase social que reivindicase esta solidaridad transnacional lo haría en nombre de la autonomía personal y colectiva, y en base a una concepción plenamente humana de sí misma, algo que en la vieja identificación con el mundo del trabajo parecía privilegio de burgueses ilustrados (en los casos en los que no se centraban en acrecentar su riqueza). Entonces sólo estos burgueses o sus descendientes podían permitirse cierta ambición personal autónoma, con sus propias pasiones personales o con su propia vida intelectual, política y social al margen de las preocupaciones económicas.
Alguien quizá podría objetar que tal liberación dependería de una riqueza económica socializada que aún no hemos alcanzado, pero la realidad demuestra que ese progreso sólo material no nos trae esta liberación, y un siglo después de haber conseguido por primera vez la jornada laboral de ocho horas seguimos trabajando tanto o más a pesar de los continuos incrementos de la productividad. Aceptando cierta conformidad económica con lo suficiente, hace mucho que podríamos haber liberado más tiempo de trabajo en favor de la actividad voluntaria, eludiendo a la vez la exclusión social. Este paso hacia una economía humanista y estacionaria no tiene por qué entenderse como una renuncia a la innovación y al avance científico. Más bien los avances se verían condicionados por otro tipo de valores, y con la ganancia de autonomía personal podría socializarse un mayor conocimiento en todos los ámbitos (no sólo en el científico) junto a una mayor responsabilidad política colectiva. Esta clase de liberación afronta un problema de poder, no económico.
Se trata de una reivindicación que podría mejorar la vida de todos los trabajadores con independencia del nivel de renta. En unos casos por la ganancia de tiempo y de sosiego, y en otros por el acceso al trabajo repartido de ese modo. Además estaría en sintonía con la necesidad de decrecer en promedio. Paradójicamente, cuanto más tardemos en llevarla a cabo, más trabajo nos espera en un futuro sin los recursos energéticos actuales [1] [2] y devastado por el crecimiento sólo económico.
La aspiración hacia una mayor autonomía personal se alinea con las necesidades de cooperación para la sostenibilidad que necesitamos iniciar en el presente con el fin de atenuar el desencuentro con los límites planetarios que nos espera. De hecho sería lo ideal que este nuevo internacionalismo sirviera también para unir las distintas iniciativas que ponen en práctica la transición hacia un mundo sostenible en un movimiento transnacional de cooperación, mutualización de riesgos y reivindicación conjunta.
La meta final de esta toma de conciencia cooperativa consistiría en poder definir claramente unos comunes globales -bienes, conocimientos, derechos básicos- que pudieran defenderse mediante amplios acuerdos para su preservación y uso compartidos. No es necesario un consenso global para iniciar ese camino entre los pueblos partidarios que podrían actuar de modo confederado para defender estos u otros propósitos políticos manteniendo su autonomía.
Para no perder de vista la democracia, los acuerdos políticos internacionales tendrían que emanar de la base social como en un proceso constituyente, pues esa es su trascendencia. Tendrían que estar basados en la transparencia, en la deliberación pública y en la participación, y prever la posibilidad de su revocación. Y a mayor escala de confederalismo o de acuerdo para asuntos concretos, mayor será la necesidad de transparencia, lentitud, participación y control democrático.
De modo que el paso de la globalización a la autonomía como nuevo paradigma de referencia es en realidad el paso de la globalización competitiva hacia una autonomía cooperativa.
El cambio sólo puede ser gradual, (como lo ha sido la implantación de una revolución neoliberal lenta pero implacable), y sólo puede ser adaptativo, teniendo en cuenta las oportunidades de cada lugar y de cada momento. Más bien habría que hablar de varios caminos en diferentes ámbitos de decisión. En posteriores entradas exploraremos algunos de ellos en un intento de concretar algo más las dos tendencias propuestas, una relocalización económica matizada y una cooperación democrática transnacional, además de ahondar en el concepto de autonomía.
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