24/11/14

Aprecio las cosas de uso corriente que me rodean pues me responderán más de lo que espero, ahorrándome dinero y evitando que el planeta se convierta en un gigantesco vertedero.

OBSOLESCENCIA DESPROGRAMADA

En una sociedad que manejara el “dinero libre” del que hablaba Silvio Gesell, el que se pudre como una manzana, se desgasta como el caucho o se oxida como el metal, se tendería a consumir, y por tanto a producir, bienes duraderos, cuya depauperación fuera más lenta que la del dinero empleado en su adquisición.

Sin embargo hay quienes prefieren que sigamos empleando el “dinero prisionero”, aquél que se mantiene incólume en un mundo donde todo corre hacia su decadencia, una verdadera anomalía que, claro, invita, a los que pueden, a su acumulación, los mismos que argumentan siempre que lo principal es “agrandar el pastel”, lo que permite ocultar problemas sociales derivados de la injusta distribución de la riqueza, por el simple expediente de predicar y supongo que llegar a creer activamente en el crecimiento perpetuo, imposible en un planeta finito, pues de esta manera se tapa la boca a los insinúan que el verdadero problema es de reparto de la dichosa tarta.

Además, la biblia de los “crecentistas” incluye una trampa, pues es obvio que, creciendo la riqueza para todos, lógicamente en proporción a la que ya se detentaba, los que ya tenían mucho verán incrementado su trozo de dulce mucho más que los que tenían menos o prácticamente nada, por simple regla de tres, con lo que se incrementan todavía más las tendencias a la acumulación de capital, generándose una sociedad, como la que vivimos, que genera una falsa élite plutocrática, la cual termina necesariamente por apoderarse del control político, mediante los expeditivos mecanismos de la manipulación, el cohecho, y la corrupción institucionalizada.


Llegados a este punto no es que el sistema se haya corrompido, como piensan los cándidos, sino que, como he leído en algún lugar, LA CORRUPCIÓN ES EL SISTEMA, y por eso mientras no se arranquen de cuajo sus estructuras básicas, las cataplasmas de moralina y las buenas intenciones, las contingencias para solventar otras contingencias, que quedan todas en la superficie sin atacar las raíces del problema, es evidente que no pueden ser efectivas de ninguna manera.

Lo que estoy diciendo es que sólo una verdadera revolución cambiará realmente el estado de cosas, y esto es más fácil de decir que de hacer, ya lo he explicado, puesto los auténticos amos y sus validos (ciertos colectivos dependientes de aquéllos a los que se dan algunas migajas para que ejerzan de guardaespaldas del cotarro) no van a permitir que la complicada operación de limpieza y remoción de las cloacas sistémicas se realice con éxito, puesto que sólo tienen que perder con ello, por lo que las reformas reales solo pueden hacerse de golpe, para cogerlos desprevenidos, sin vacilaciones, lo que conllevará, lógicamente gran cantidad de padecimientos.

Cierto que dicen que no hace falta cambiar el mundo, sino solo cambiarte a ti mismo, y entonces el universo entero se transforma. Os mostraré algunas cosas que podéis hacer prácticamente sin salir de casa, y que, si se practicaran masivamente harían daño, y mucho, al sistema económico vigente, basado en la necesidad del consumo compulsivo.

Quien suscribe dispone, lógicamente, de un teléfono móvil. Hasta aquí todo perfecto. Raro sería que alguien no dispusiera de un celular a día de hoy, pues hasta los avisos de la Tesorería General de la Seguridad Social te llegan por mensaje electrónico. Lo curioso viene a continuación. Mi teléfono, en perfecto estado de uso, y del que me encuentro cada día más orgulloso, tiene nada más y nada menos que SIETE AÑOS de vida. ¿Está bien crecidito, eh? Se trata, evidentemente, de un dumb phone, un teléfono tonto, vamos que no funciona dándole puntapiés con los dedos sino con los clásicos botones, y no tiene más gadgets que los de hablar y mandar mensajes, bueno también alarma, organizador y hasta grabador de voz, por si algún paisano me dice alguna impertinencia y se piensa que se la va a llevar el viento (trabajando lo he utilizado varias veces con tal finalidad). No está mal.

A veces lo miro y me maravillo de cómo ha llegado hasta el presente, sobre todo teniendo en cuenta que, aunque lo cuido como aquél a la niña de sus ojos, pues después de una convivencia tan larga, como en las parejas veteranas, las caídas involuntarias han sido frecuentes, y no solamente al duro suelo, también a lugares más peligrosos, como por ejemplo al inodoro (no en uso), donde se ha bañado, de forma accidental claro, no una sino hasta dos veces. Pues ahí está, tan pancho. Él y su complemento, R2 D2, la batería, que sigue manteniendo la carga durante más de una semana (también es verdad que no hablo mucho). La experiencia me ha hecho dudar, incluso, del manido mantra de que las baterías son “consumibles” en todo caso, y que tienen un número limitado de cargas. Puede que hasta esto también sea falso, siempre que se observen escrupulosamente las instrucciones de conservación, que implican no cargar hasta que esté muy baja, y no interrumpir la carga.

En este caso creo que el mecanismo de obsolescencia programado pudo no encontrarse en el propio aparato, de ahí el fallo de la rueda sistémica, sino en que estaba por apuntar la revolución de los i-phones, y el engranaje industrial barruntó que cualquier usuario del modelo enseguida sentiría la necesidad de disponer en su bolsillo de un ordenador de última generación (para complementar los otros tres que tiene en casa), por lo cual desecharía inmediatamente el producto y se compraría otro nuevo, así que no hacía falta manipular el aparato para programar su caída. Error fatal. Al ciudadano Calícrates, que solo quiere móvil para estar localizado, hablar de vez en cuando y mandar algún mensaje, pues no le consiguieron inducir la expresada necesidad, y lleva casi una década sin gastar en inmovilizado telefónico. Además, pese a las numerosas llamadas de mi compañía operadora, sigo sin caer en la trampa del contrato, y cargando diez euros en la tarjeta aguanto alrededor de tres meses. ¿Quién da más?

Por si pensáis que aquí se acaban los motivos para considerarme un verdadero peligro para el sistema de consumo depredador, os diré que sólo habéis empezado a sorprenderos. Aún hay mucho más. Este activista del decrecimiento que escribe tiene todavía mucha guerra que dar, pronto lo comprobaréis, aunque tendré que andar con cuidado no me incluyan en las listas negras de países, estados o entidades terroristas, por el daño social que quienes así nos comportamos podemos causar a la planificación del saqueo planetario.

Calícrates, claro, también dispone de un ordenador. Bueno, en realidad de varios, pero aquí nos fijaremos en el que podríamos llamar de “sobremesa”, torre, pantalla y periféricos, sólidamente asentados en la que fue mi mesa de abogado ejerciente (cuando aprendí que no hay pringado más grande que un autónomo, diga lo que diga la propaganda oficial). Pues bien, el mencionado aparato ¿cuántos años diríais que tiene? A la vista del ejemplo del móvil ya veo a algunos mostrar cierta tendencia al tembleque. Pues ya os dije que no habías visto nada, así que mejor sentaos en vuestro mejor sofá porque el golpe va a ser fuerte. El citado ordenador fue un regalo que me hicieron en las navidades del año 2000 (cuando el sistema se sacó de la manga el rollo del efecto del mismo nombre, para que compráramos).

Sí, queridos todos, tiene casi catorce años. Y está como un rey. Cierto que recientemente dio algunos problemas. Resultó que el disco duro, dijo basta, y empezó a hacer un ruido muy raro (el disco rozaba con la barra del lector). Finalmente la BIOS no arrancaba. Empezaron a sonar los cánticos titulados “para lo que vale ahora una torre, no te merece la pena…”. Estuve a punto de darme por vencido. Pero finalmente me decidí por el combate cuerpo a cuerpo. Para empezar recurrí a lo rústico. Saqué el disco duro y lo congelé, sí lo que oís, pues había leído en la red que es efectivo. Y vaya si lo fue. Volvió a funcionar y aguantó quince días más. Pero claro,  esto era una solución de emergencia. Había que seguir combatiendo contra el sistema del “comprar, usar, comprar de nuevo”. Después de muchas cavilaciones me decidí por el ataque directo con apoyo paracaidista. Cambiaría el disco duro. En la primera tienda de informática me debieron tomar por tonto (tal vez me vieron el móvil). Por 36 euros me traían un disco duro de Barcelona (no deben crecer por aquí), por supuesto “completamente garantizado”, y me lo instalaban, junto con el sistema operativo, si les daba las claves del programa. No debieron pensar que quien les traía el disco duro en la mano no necesitaba que le cobraran mano de obra, y tampoco que le tutorizaran la instalación de programa alguno. Así que me fui a otra. Allí, un tipo muy seco y malencarado me informa de que puedo adquirir el disco duro completamente nuevo. No cae en la trampa de ofrecerme hacerlo él, lo que demuestra que es más listo que el anterior. Me decido y lo compro.

Lo instalo sin problemas, pero se produce el duro contrataque de la obsolescencia vía software. El ordenador usa Windows XP, un sistema operativo que les salió demasiado redondo, y por si los desinformados consumidores consideraban conveniente no adquirir ninguno más hubo que poner en marcha una amplia operación de “concienciación”. Últimamente Microsoft había anunciado que “deja de prestar servicio técnico a XP”. Solo cabe darles les gracias, a ver si nos dejan disfrutar del programa tranquilos de una vez.

El tema es que, después de tantos años de servicio, y de tantos sabios ingenieros que se pasean meditabundos por el Campus de Redmond (sede central de Microsoft Corporation) pues debo creerme que nadie ha sido capaz de resolver el enigma del “problema del minuto 34” (la instalación se cuelga misteriosamente cuando le quedan 34 minutos para finalizar). Luego la solución resulta de lo más simple, basta con reiniciar la instalación desenchufando todos los periféricos. Pero hay que ver lo que te hacen pensar y sudar.

En fin, como desenlace, tengo ordenador nuevo por 48,61 euros. Incluso los problemas de definición horaria que antes eran recurrentes (la BIOS no guardaba la configuración) han desaparecido. Y si antes contaba con 20 Gigas en el disco duro, ahora tengo 160. El sistema, definitivamente, no puede conmigo ni con lejía. Vengan por otra.

¿Las quieres? Pues ahí las tienes. El imperio no tarda en contraatacar. Esta vez vais a alucinar, y a comprobar cómo, con tal de que sigamos comprando, no les importa ni ponernos en peligro. Dispongo de un aparato de tamaño ínfimo (televisor y CD, más pequeño que un portátil mini) para ver la televisión en el dormitorio. Pues bien hace pocos días me da la impresión de que está como levantado. Lo cojo y no me puedo creer lo que veo. Está hinchado, como un elefante con hidropesía. ¿Y ahora qué hago? Después de mucho meditar decido ponerme el cuchillo de Rambo en los dientes y abrirlo. Que sea lo que Dios quiera. Procedo. La cubierta salta de golpe (nada puede hacerse con tranquilidad). En apariencia todo normal. Retiro la placa y el lector de CD. No me lo puedo creer. Una de las dos baterías del equipo está inflada como un globo. Practico un corte en el plástico protector y recupera su tamaño habitual, después de desprender un gas con un olor muy característico, que tengo en la nariz debe ser tóxico, o cuanto menos inflamable. Veo que ni siquiera necesitan a los primeros de la clase de electrónica aplicada para jugárnosla. El sistema de obsolescencia aquí es directamente cutre. Como las baterías están empotradas al aparato, es evidente que los ritmos de uso no coinciden con los de carga, con lo que se van deteriorando, hasta que, por la temperatura, se produce una reacción química que las inutiliza, dando lugar a una avería tan aparatosa que te induce a llevar el televisor rápidamente al punto verde. Pero, ¿y si hubiera estallado la bolsa y hubiera escapado el gas junto a un punto de ignición (la corriente)? Empiezo a entender las historias de las baterías que explotan. Y leyendo sobre el tema en la red me doy cuenta de que el sistema de obsolescencia que podríamos denominar “baterías fijas globo” está lejos de ser inusual, incluso en aparatos telefónicos bastante caros, con el agravante de que en estos, muchos más compactos, la avería tritura literalmente la placa.

Pues bien, baterías fuera, a funcionar siempre enchufado, como ya operaba, y solucionado el problema. Me quedo exhausto después de una guerra sin cuartel contra la tecnología que me recuerda a la Rebelión en la Granja de Orwell. Pero en el fondo satisfecho. He puesto en práctica una filosofia que ya practicaba, que consiste en apreciar las cosas de uso corriente que me rodean, y pienso que ellas me responderán durando más de lo que espero, ahorrándome bastante dinero y contribuyendo a evitar que el planeta se convierta en un gigantesco vertedero.

Solo me queda una cosa por decir. Hace unos años tuve oportunidad de conocer a un ingeniero de Barcelona, una persona muy agradable y valiosa. Me comentó que él era uno de los pocos que se había mantenido fiel a su vocación de investigador y docente, pues muchos de sus compañeros de profesión se habían decidido, por dinero, a dedicarse a tareas más comerciales, lo que él consideraba una traición a su coherencia profesional (directamente decía que era “prostituirse”). No entendí muy bien a qué se refería por “tareas comerciales”. No me imaginaba a todo un titulado superior en cualquier ingeniería, vendiendo sartenes puerta a puerta. Ahora lo comprendo. Debe ser muy triste soñar con diseñar artefactos maravillosos para el bienestar de la humanidad, y terminar rompiéndote la cabeza para que una lavadora se estropee en tres años.

Saludos,

Calícrates


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