OBSOLESCENCIA DESPROGRAMADA
En una sociedad que manejara el “dinero libre” del que hablaba Silvio Gesell, el que se pudre como una manzana, se desgasta como el caucho o se oxida como el metal, se tendería a consumir, y por tanto a producir, bienes duraderos, cuya depauperación fuera más lenta que la del dinero empleado en su adquisición.
Sin embargo hay quienes prefieren que sigamos empleando el “dinero
prisionero”, aquél que se mantiene incólume en un mundo donde todo corre hacia
su decadencia, una verdadera anomalía que, claro, invita, a los que pueden, a
su acumulación, los mismos que argumentan siempre que lo principal es “agrandar
el pastel”, lo que permite ocultar problemas sociales derivados de la injusta
distribución de la riqueza, por el simple expediente de predicar y supongo que
llegar a creer activamente en el crecimiento perpetuo, imposible en un planeta finito, pues de esta manera se tapa la boca a los
insinúan que el verdadero problema es de reparto de la dichosa tarta.
Además, la biblia de los “crecentistas” incluye una trampa, pues es
obvio que, creciendo la riqueza para todos, lógicamente en proporción a la que
ya se detentaba, los que ya tenían mucho verán incrementado su trozo de dulce
mucho más que los que tenían menos o prácticamente nada, por simple regla de
tres, con lo que se incrementan todavía más las tendencias a la acumulación de
capital, generándose una sociedad, como la que vivimos, que genera una falsa élite plutocrática, la cual termina necesariamente
por apoderarse del control político, mediante los expeditivos mecanismos de la
manipulación, el cohecho, y la corrupción institucionalizada.
Llegados a este punto no es que el sistema se haya corrompido, como
piensan los cándidos, sino que, como he leído en algún lugar, LA CORRUPCIÓN ES
EL SISTEMA, y por eso mientras no se arranquen de cuajo sus estructuras
básicas, las cataplasmas de moralina y las buenas intenciones, las
contingencias para solventar otras contingencias, que quedan todas en la
superficie sin atacar las raíces del problema, es evidente que no pueden ser
efectivas de ninguna manera.
Lo que estoy diciendo es que sólo una verdadera revolución cambiará
realmente el estado de cosas, y esto es más fácil de decir que de hacer, ya lo
he explicado, puesto los auténticos amos y sus validos
(ciertos colectivos dependientes de aquéllos a los que se dan algunas migajas
para que ejerzan de guardaespaldas del cotarro) no van a permitir que la
complicada operación de limpieza y remoción de las cloacas sistémicas se
realice con éxito, puesto que sólo tienen que perder con ello, por lo que las
reformas reales solo pueden hacerse de golpe, para cogerlos desprevenidos, sin
vacilaciones, lo que conllevará, lógicamente gran cantidad de padecimientos.
Cierto que dicen que no hace falta cambiar el mundo, sino solo
cambiarte a ti mismo, y entonces el universo entero se transforma. Os mostraré
algunas cosas que podéis hacer prácticamente sin salir de casa, y que, si se
practicaran masivamente harían daño, y mucho, al sistema económico vigente,
basado en la necesidad del consumo compulsivo.
Quien suscribe dispone, lógicamente, de un teléfono móvil. Hasta aquí
todo perfecto. Raro sería que alguien no dispusiera de un celular a día de hoy,
pues hasta los avisos de la Tesorería General de la Seguridad Social te llegan
por mensaje electrónico. Lo curioso viene a continuación. Mi teléfono, en
perfecto estado de uso, y del que me encuentro cada día más orgulloso, tiene
nada más y nada menos que SIETE AÑOS de vida. ¿Está bien crecidito, eh? Se
trata, evidentemente, de un dumb phone, un teléfono
tonto, vamos que no funciona dándole puntapiés con los dedos sino con los
clásicos botones, y no tiene más gadgets que los de hablar y mandar mensajes,
bueno también alarma, organizador y hasta grabador de voz, por si algún paisano
me dice alguna impertinencia y se piensa que se la va a llevar el viento
(trabajando lo he utilizado varias veces con tal finalidad). No está mal.
A veces lo miro y me maravillo de cómo ha llegado hasta el presente,
sobre todo teniendo en cuenta que, aunque lo cuido como aquél a la niña de sus
ojos, pues después de una convivencia tan larga, como en las parejas veteranas,
las caídas involuntarias han sido frecuentes, y no solamente al duro suelo,
también a lugares más peligrosos, como por ejemplo al inodoro (no en uso),
donde se ha bañado, de forma accidental claro, no una sino hasta dos veces.
Pues ahí está, tan pancho. Él y su complemento, R2 D2, la batería, que sigue
manteniendo la carga durante más de una semana (también es verdad que no hablo
mucho). La experiencia me ha hecho dudar, incluso, del manido mantra de que las
baterías son “consumibles” en todo caso, y que tienen un número limitado de
cargas. Puede que hasta esto también sea falso, siempre que se observen
escrupulosamente las instrucciones de conservación, que implican no cargar
hasta que esté muy baja, y no interrumpir la carga.
En este caso creo que el mecanismo de obsolescencia programado pudo no
encontrarse en el propio aparato, de ahí el fallo de la rueda sistémica, sino
en que estaba por apuntar la revolución de los i-phones, y el engranaje industrial barruntó que cualquier usuario del modelo
enseguida sentiría la necesidad de disponer en su bolsillo de un ordenador de
última generación (para complementar los otros tres que tiene en casa), por lo
cual desecharía inmediatamente el producto y se compraría otro nuevo, así que
no hacía falta manipular el aparato para programar su caída. Error fatal. Al
ciudadano Calícrates, que solo quiere móvil para estar localizado, hablar de
vez en cuando y mandar algún mensaje, pues no le consiguieron inducir la
expresada necesidad, y lleva casi una década sin gastar en inmovilizado
telefónico. Además, pese a las numerosas llamadas de mi compañía operadora,
sigo sin caer en la trampa del contrato, y cargando diez euros en la tarjeta
aguanto alrededor de tres meses. ¿Quién da más?
Por si pensáis que aquí se acaban los motivos para considerarme un
verdadero peligro para el sistema de consumo depredador, os diré que sólo
habéis empezado a sorprenderos. Aún hay mucho más. Este activista del
decrecimiento que escribe tiene todavía mucha guerra que dar, pronto lo
comprobaréis, aunque tendré que andar con cuidado no me incluyan en las listas
negras de países, estados o entidades terroristas, por el daño social que
quienes así nos comportamos podemos causar a la planificación del saqueo
planetario.
Calícrates, claro, también dispone de un ordenador. Bueno, en realidad
de varios, pero aquí nos fijaremos en el que podríamos llamar de “sobremesa”,
torre, pantalla y periféricos, sólidamente asentados en la que fue mi mesa de
abogado ejerciente (cuando aprendí que no hay pringado más grande que un
autónomo, diga lo que diga la propaganda oficial). Pues bien, el mencionado
aparato ¿cuántos años diríais que tiene? A la vista del ejemplo del móvil ya
veo a algunos mostrar cierta tendencia al tembleque. Pues ya os dije que no
habías visto nada, así que mejor sentaos en vuestro mejor sofá porque el golpe
va a ser fuerte. El citado ordenador fue un regalo que me hicieron en las
navidades del año 2000 (cuando el sistema se sacó de la manga el rollo del
efecto del mismo nombre, para que compráramos).
Sí, queridos todos, tiene casi catorce años. Y está como un rey.
Cierto que recientemente dio algunos problemas. Resultó que el disco duro, dijo
basta, y empezó a hacer un ruido muy raro (el disco rozaba con la barra del
lector). Finalmente la BIOS no arrancaba. Empezaron a sonar los cánticos
titulados “para lo que vale ahora una torre, no te merece la pena…”. Estuve a
punto de darme por vencido. Pero finalmente me decidí por el combate cuerpo a
cuerpo. Para empezar recurrí a lo rústico. Saqué el disco duro y lo congelé, sí
lo que oís, pues había leído en la red que es efectivo. Y vaya si lo fue.
Volvió a funcionar y aguantó quince días más. Pero claro, esto era
una solución de emergencia. Había que seguir combatiendo contra el sistema del
“comprar, usar, comprar de nuevo”. Después de muchas cavilaciones me decidí por
el ataque directo con apoyo paracaidista. Cambiaría el disco duro. En la
primera tienda de informática me debieron tomar por tonto (tal vez me vieron el
móvil). Por 36 euros me traían un disco duro de Barcelona (no deben crecer por
aquí), por supuesto “completamente garantizado”, y me lo instalaban, junto con
el sistema operativo, si les daba las claves del programa. No debieron pensar
que quien les traía el disco duro en la mano no necesitaba que le cobraran mano
de obra, y tampoco que le tutorizaran la instalación de programa alguno. Así
que me fui a otra. Allí, un tipo muy seco y malencarado me informa de que puedo
adquirir el disco duro completamente nuevo. No cae en la trampa de ofrecerme
hacerlo él, lo que demuestra que es más listo que el anterior. Me decido y lo
compro.
Lo instalo sin problemas, pero se produce el duro contrataque de la
obsolescencia vía software. El ordenador usa Windows XP, un sistema operativo
que les salió demasiado redondo, y por si los desinformados consumidores consideraban
conveniente no adquirir ninguno más hubo que poner en marcha una amplia
operación de “concienciación”. Últimamente Microsoft había anunciado que “deja
de prestar servicio técnico a XP”. Solo cabe darles les gracias, a ver si nos
dejan disfrutar del programa tranquilos de una vez.
El tema es que, después de tantos años de servicio, y de tantos sabios
ingenieros que se pasean meditabundos por el Campus de Redmond (sede central de
Microsoft Corporation) pues debo creerme que nadie ha sido capaz de resolver el
enigma del “problema del minuto 34” (la instalación se cuelga misteriosamente
cuando le quedan 34 minutos para finalizar). Luego la solución resulta de lo
más simple, basta con reiniciar la instalación desenchufando todos los
periféricos. Pero hay que ver lo que te hacen pensar y sudar.
En fin, como desenlace, tengo ordenador nuevo por 48,61 euros. Incluso
los problemas de definición horaria que antes eran recurrentes (la BIOS no
guardaba la configuración) han desaparecido. Y si antes contaba con 20 Gigas en
el disco duro, ahora tengo 160. El sistema, definitivamente, no puede conmigo ni con lejía.
Vengan por otra.
¿Las quieres? Pues ahí las tienes. El imperio no tarda en
contraatacar. Esta vez vais a alucinar, y a comprobar cómo, con tal de que
sigamos comprando, no les importa ni ponernos en peligro. Dispongo de un
aparato de tamaño ínfimo (televisor y CD, más pequeño que un portátil mini)
para ver la televisión en el dormitorio. Pues bien hace pocos días me da la
impresión de que está como levantado. Lo cojo y no me puedo creer lo que veo.
Está hinchado, como un elefante con hidropesía. ¿Y ahora qué hago? Después de
mucho meditar decido ponerme el cuchillo de Rambo en los dientes y abrirlo. Que
sea lo que Dios quiera. Procedo. La cubierta salta de golpe (nada puede hacerse
con tranquilidad). En apariencia todo normal. Retiro la placa y el lector de
CD. No me lo puedo creer. Una de las dos baterías del equipo está inflada como
un globo. Practico un corte en el plástico protector y recupera su tamaño
habitual, después de desprender un gas con un olor muy característico, que
tengo en la nariz debe ser tóxico, o cuanto menos inflamable. Veo que ni
siquiera necesitan a los primeros de la clase de electrónica aplicada para
jugárnosla. El sistema de obsolescencia aquí es directamente cutre. Como las
baterías están empotradas al aparato, es evidente que los ritmos de uso no
coinciden con los de carga, con lo que se van deteriorando, hasta que, por la
temperatura, se produce una reacción química que las inutiliza, dando lugar a
una avería tan aparatosa que te induce a llevar el televisor rápidamente al
punto verde. Pero, ¿y si hubiera estallado la bolsa y hubiera escapado el gas
junto a un punto de ignición (la corriente)? Empiezo a entender las historias
de las baterías que explotan. Y leyendo sobre el tema en la red me doy cuenta
de que el sistema de obsolescencia que podríamos denominar “baterías fijas
globo” está lejos de ser inusual, incluso en aparatos telefónicos bastante
caros, con el agravante de que en estos, muchos más compactos, la avería
tritura literalmente la placa.
Pues bien, baterías fuera, a funcionar siempre enchufado, como ya
operaba, y solucionado el problema. Me quedo exhausto después de una guerra sin
cuartel contra la tecnología que me recuerda a la Rebelión en la Granja
de Orwell. Pero en el fondo satisfecho. He puesto en práctica
una filosofia que ya practicaba, que consiste en apreciar las cosas de uso
corriente que me rodean, y pienso que ellas me responderán durando más de lo
que espero, ahorrándome bastante dinero y contribuyendo a evitar que el planeta
se convierta en un gigantesco vertedero.
Solo me queda una cosa por decir. Hace unos años tuve oportunidad de
conocer a un ingeniero de Barcelona, una persona muy agradable y valiosa. Me
comentó que él era uno de los pocos que se había mantenido fiel a su vocación
de investigador y docente, pues muchos de sus compañeros de profesión se habían
decidido, por dinero, a dedicarse a tareas más comerciales, lo que él
consideraba una traición a su coherencia profesional (directamente decía que
era “prostituirse”). No entendí muy bien a qué se refería por “tareas
comerciales”. No me imaginaba a todo un titulado superior en cualquier
ingeniería, vendiendo sartenes puerta a puerta. Ahora lo comprendo. Debe ser
muy triste soñar con diseñar artefactos maravillosos para el bienestar de la
humanidad, y terminar rompiéndote la cabeza para que una lavadora se estropee
en tres años.
Saludos,
Calícrates
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