LA CLARIDAD EN TIEMPOS TURBULENTOS
Amin Maalouf, uno de los grandes humanistas contemporáneos, llegó a la Feria Internacional del Libro de Guadalajara 2025 para recibir el Premio FIL de Literatura en Lenguas Romances, un reconocimiento que celebra trayectorias que han ampliado el horizonte cultural del mundo hispanohablante. Autor de obras que cruzan fronteras —León el Africano, Identidades asesinas, Las cruzadas vistas por los árabes— Maalouf se ha consolidado como una voz lúcida frente a los dilemas de nuestro tiempo: pertenencia, memoria, migración, fragilidad democrática y los desafíos éticos de un planeta hiperconectado.La FIL, en su edición 39, se ha vuelto uno de los foros más importantes para pensar la literatura no sólo como creación estética, sino como una herramienta crítica para comprender las tensiones culturales, políticas y tecnológicas del presente. El discurso de Maalouf resonó precisamente en ese espíritu: una invitación a no renunciar a la claridad intelectual en tiempos donde la desinformación, la polarización y la pérdida de sentido amenazan el diálogo público.
En su intervención, el escritor libano-francés recuperó
temas centrales de su obra —la complejidad identitaria, la responsabilidad
moral y la urgencia de reconstruir un lenguaje común— para iluminar el momento
histórico que compartimos.
A continuación, presentamos su discurso completo, una
reflexión tan íntima como universal que reafirma por qué Amin Maalouf es uno de
los pensadores indispensables del siglo XXI.
Discurso de Amin Maalouf
A principios de septiembre, con inmensa alegría, recibí la
noticia de que me habían elegido ganador del Premio FIL de Literatura en
Lenguas Romances. Y es con esa misma alegría que hoy me encuentro aquí, en
Guadalajara, para agradecerles su elección y expresarles toda mi gratitud.
Siempre he tenido una gran admiración por este prestigioso
premio, que celebra la literatura, la diversidad de las lenguas y, de alguna
manera, el parentesco entre todas las culturas humanas. Una actitud profundamente
universalista, más necesaria que nunca en el mundo en que vivimos.
No les revelaré nada nuevo al afirmar que atravesamos una
época desconcertante, a veces incluso aterradora. Pero lo que me gustaría
subrayar aquí es que nuestra época es también la más fascinante que la
humanidad haya vivido desde los albores de la Historia.
Por eso quisiera invitarlos hoy a estar, como yo, al mismo
tiempo inquietos y maravillados. Sí, las dos cosas a la vez, por más
contradictorios que parezcan esos dos estados de ánimo.
Lo que me asombra profundamente es que nuestra especie ha
hecho realidad, en las últimas décadas, sueños que acariciaba desde hace
milenios, sin imaginar que algún día se volverían posibles.
Si alguien me hubiera dicho, cuando era joven, que podría tener
al alcance de mis dedos, en cualquier momento, todo el conocimiento del
universo; que podría conversar cara a cara con mis hijos y mis nietos al otro
lado del planeta; que podría participar en una conferencia en Milán, en México,
en Madrid o en Rawalpindi sin siquiera salir de mi habitación; y que todo eso
estaría disponible, en cualquier momento, para miles de millones de personas…
habría pensado que me describían una utopía mágica, en un futuro muy lejano, no
algo que llegaría a cumplirse en mi propia vida.
No me detendré demasiado en esto, porque esos avances están
tan presentes en nuestras vidas que ya resulta casi innecesario mencionarlos.
Solo quisiera recordar, a título personal, que cuando empecé
en el periodismo todavía se escribían los artículos a mano; luego los
tipógrafos los pasaban a máquina, los fundían en plomo y después se imprimían.
Mi padre era periodista, y a veces yo lo acompañaba a las
imprentas y a las redacciones. Ahí nació la gran pasión de mi vida: observar el
curso del mundo. Era mi pasión desde niño, y lo sigue siendo hasta hoy. Nunca
se ha debilitado, al contrario, con los años se ha vuelto aún más intensa. Y
siempre ha venido acompañada del deseo de experimentar por mí mismo, tan pronto
como fuera posible, todas las novedades del conocimiento, la comunicación, la
lectura y la escritura.
Esa observación del mundo me ha dado, a lo largo de las
décadas, innumerables alegrías; pero no se sorprenderán si les digo que también
me ha generado tristezas y decepciones. Estaba convencido de que la justicia,
la libertad, la paz, el conocimiento y la democracia, se extenderían de manera
inevitable por todo el planeta; que las naciones establecerían entre sí
relaciones cada vez más amables, respetuosas, cercanas, incluso íntimas.
Pensaba que la voz de las grandes organizaciones
internacionales sería escuchada, respetada, tomada en cuenta tanto por las
naciones más poderosas como por las más pequeñas. Que el universalismo y los
valores que le son propios se extenderían por todo el mundo; que las grandes
ideologías y las religiones más importantes destacarían, a partir de entonces,
sus semejanzas, sus puntos de convergencia, más que sus diferencias. Y, por
supuesto, creía también que la barbarie de la guerra acabaría volviéndose, poco
a poco, inconcebible.
Jamás habría imaginado que la guerra regresaría con tanta
fuerza al centro de la actualidad; no solo en mi región de origen, el Levante,
sino también en mi patria adoptiva, Europa. Que la violencia se volvería aún
más salvaje, más mortífera que en los tiempos de mi nacimiento, hace ya tres
cuartos de siglo. Tampoco habría imaginado que la voz de las organizaciones
internacionales se volvería casi inaudible, que su influencia no dejaría de
debilitarse, y que el mundo terminaría rigiéndose por la ley del más fuerte —la
propia ley de la selva.
Nunca habría pensado, en mi juventud, que el universalismo
retrocedería con el paso de las décadas, en lugar de avanzar; ni que la
democracia misma llegaría a verse debilitada y amenazada, incluso en países donde
parecía definitivamente consolidada y a salvo de toda tentación tiránica.
Ahora que les he hablado tanto de mis fascinaciones como de
mis decepciones, quizá ya habrán notado que las primeras están todas
relacionadas con el avance de las ciencias y de la tecnología, mientras que las
segundas lo están con la evolución de nuestras mentalidades.
Y, a mi parecer, esa es una de las grandes características
de nuestro tiempo: todo lo que pertenece al ámbito de la ciencia y la técnica
avanza sin pausa, cada vez más rápido; mientras que lo que pertenece a nuestra
evolución moral tropieza, se desvía o incluso retrocede.
Si hubiera venido a hablar ante ustedes hace algunos años,
les habría dicho algo ligeramente distinto. Les habría advertido que el desfase
entre la evolución material de la humanidad y su evolución moral era
preocupante, y que se requeriría un esfuerzo para cerrar esa brecha. Pero hoy,
esas palabras ya no se ajustan a la realidad.
En los últimos años, el desarrollo científico y tecnológico
ha experimentado una aceleración sin precedentes, causada sobre todo por la
inteligencia artificial.
Sé que desde hace tiempo se habla de “aceleración”, pero no
debemos dejarnos dominar por las palabras: hoy vivimos una aceleración dentro
de la aceleración, con transformaciones profundas que ya no ocurren cada cinco
o diez años, sino cada año… o incluso de un trimestre a otro.
La capacidad de perfeccionamiento de estas nuevas
herramientas es asombrosa, parece no tener límites. Y está claro que nuestras
mentalidades, nuestros modos de pensar, ya son totalmente incapaces de seguir
ese ritmo.
En muchos aspectos, esta evolución resulta fascinante, y yo
soy de los que observan los cambios —incluso los más desconcertantes— sin
prejuicios ni temor.
Procuro mantener una mirada positiva; pero también debo
conservar la lucidez. Y eso me obliga a reconocer, por ejemplo, que estamos
asistiendo a una nueva carrera armamentista, con instrumentos cada vez más
sofisticados; sé que existen riesgos de descontrol asociados a las nuevas
tecnologías —ya sea la inteligencia artificial, cuyo rumbo futuro y grado de
dominio nadie puede prever con certeza—o las biotecnologías, que hoy nos ayudan
a vivir más tiempo y con mejor salud, pero que, si se usan de manera imprudente
o malintencionada, podrían poner en peligro la integridad física y mental de la
especie humana… o incluso la supervivencia.
Riesgos de tal magnitud exigen de nosotros vigilancia,
sentido de la responsabilidad y una conciencia auténtica del bien común.
Exigen que la humanidad se eleve por encima de sus codicias,
de sus egoísmos, de sus prejuicios. En otras palabras, que alcance un nivel
moral a la altura de los desafíos que enfrenta.
Por desgracia, no es eso lo que vemos ahora. Nuestra
evolución moral no solo avanza más lentamente que la evolución científica y
técnica, sino que hoy en día atraviesa una verdadera regresión.
Una regresión del universalismo, una regresión de la
democracia, una regresión del Estado de derecho. Y esto ocurre en todo el
planeta.
A pesar de este diagnóstico inquietante, no estoy ni
desesperado ni resignado.
Como ya les dije, me fascina nuestra época: todo lo que nos
ha aportado, todo lo que nos permite hacer. Por temperamento, no soy de los que
se lamentan diciendo “antes era mejor”. Soñar con regresar al mundo de antes no
tiene sentido si realmente queremos salir del atolladero. Nunca volveremos al
mundo de antes. Podemos lamentarlo o celebrarlo, pero en todo caso debemos ser
conscientes de ello para poder avanzar.
Nada de lo que se ha inventado será “desinventado”. El ritmo
del cambio no se va a frenar: al contrario, seguirá acelerándose.
A propósito de esto, quiero hacer una observación que me
parece crucial: si el desarrollo científico y tecnológico está destinado a
continuar y acelerarse, es porque no necesita de una decisión humana para
avanzar.
No quiero decir con eso que los hombres y las mujeres no
tengan un papel que desempeñar, son ellos quienes inventan, experimentan y
producen, con sus propias manos o con sus máquinas.
Lo que quiero decir es que la investigación científica tiene
su propia lógica: un descubrimiento lleva a otro, un avance conduce al
siguiente. Si un gran científico decide dejar de investigar, otros lo
reemplazarán y lo superarán.
Ningún ser humano, ninguna empresa multinacional, ningún
Estado —por poderoso que sea— podría detener el curso de la ciencia, ni
siquiera ralentizarlo.
Esto parece tan evidente que tal vez no sería necesario
decirlo; pero lo menciono para subrayar el contraste con la evolución de
nuestras mentalidades. Porque las mentalidades, a diferencia de la ciencia, no
avanzan por sí mismas. No están impulsadas por un movimiento irresistible, ni
son irreversibles, aunque a veces tengamos la ilusión de que la historia avanza
en una sola dirección.
Cuando una sociedad pasa de la dictadura a la democracia,
nunca se puede estar completamente seguro de que no volverá algún día a la
dictadura.
Cuando una región del mundo pasa de la guerra a la paz, nada
garantiza que no pueda volver a la guerra.
En resumen: en el terreno de la ciencia y la técnica, los
avances se producen por sí solos y son irreversibles; en cambio, en el terreno
de las mentalidades, los progresos solo ocurren si actuamos, y son —por
desgracia— reversibles.
Cada avance moral debe ser fruto de una acción humana; y esa
acción debe ser reflexionada, mesurada, eficaz.
Y no debe ser un impulso pasajero: tiene que sostenerse con
sabiduría y determinación a lo largo del tiempo. Espero que esta observación,
tan simple como real, nos ayude a dimensionar el enorme desafío al que nos
enfrentamos en una época donde la ciencia y la tecnología avanzan a una
velocidad vertiginosa.
La única forma sensata de responder a ese desafío es
acelerar, en paralelo, la evolución de nuestras mentalidades: prepararnos para
comprender el mundo que las rodea y poder influir en él.
La solución no es oponerse al progreso tecnológico, ni
rechazarlo, negarlo o cerrar los ojos ante él. La solución es apropiarnos de
ese progreso, ponerlo al servicio del ser humano, de su dignidad, de su libertad;
convertirlo en un instrumento de liberación, y no de sometimiento.
Y ese es exactamente el papel que debe desempeñar la
literatura en el siglo XXI. Su primera misión es hacernos conscientes de la
complejidad del mundo en que vivimos.
Porque el primer derecho —y el primer deber— de una persona
libre es entender el mundo, saber cómo se transforma y hacia dónde va, para
poder contribuir a su avance y también para poder protegerse de sus peligros.
La segunda misión de la literatura es convencernos de que, a
pesar de nuestras diferencias, de nuestras enemistades, de los resentimientos
que nos dividen, nuestro destino se ha vuelto común.
O sobrevivimos juntos, o desaparecemos juntos.
Y la tercera misión de la literatura en este siglo es
arrojar luz sobre los valores esenciales del ser humano —la dignidad, la
libertad, el respeto mutuo, la convivencia armoniosa—, mostrando lo que
significan y cómo deberían encarnarse hoy.
Por todas estas razones, estoy convencido de que la
literatura es hoy más indispensable que nunca en la historia humana.
Porque es a ella —es decir, a todos nosotros— a quien le
corresponde reparar el presente e imaginar el futuro.
Muchas gracias por su atención, y por el cálido
recibimiento.
https://pijamasurf.com/2025/11/amin_maalouf_discurso_premio_fil_2025_identidad_dialogo/

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