LA ÚLTIMA GENERACIÓN SALVAJE
Hubo un tiempo —y apenas queda memoria de él— en que la infancia era un territorio de fronteras difusas. No existían agendas escolares interminables ni calendarios que planificaran la existencia de los niños como si fueran entes programables. La calle, el descampado y la tarde eran entornos salvajes que pertenecían a quien supiera conquistarlos.
Hoy, quien logre
recordarlo lo hará con una mezcla de incredulidad y ternura: los niños
desaparecían durante horas y solo había una regla para el regreso: la primera
farola encendida. No había llamadas ni mensajes desde un smartphone, no había
geolocalización, no había ansiedad.
Entre los años sesenta y mediados de los noventa se produjo una anomalía histórica que pocos se han molestado en analizar. Fue una fase en la que la seguridad material había avanzado lo suficiente como para permitir libertad sin miedo, pero aún no existía la hiperregulación social que convierte cada detalle de la crianza en una elección susceptible de juicio y sanción. La infancia se vivía a la intemperie, en una mezcla de civilización y selva.
Esta
singularidad hace que resuene en mi cabeza, una y otra vez, la misma pregunta:
¿fue esa libertad, ese aparente abandono que hoy nos parece inconcebible, un
fertilizante del progreso occidental? ¿Somos herederos de una generación que
aprendió a inventarse el mundo porque nadie lo hacía por ellos? Es posible que
la nostalgia distorsione el recuerdo, pero también puede que la memoria guarde
una intuición a la que el saber aún no ha puesto palabras.
La infancia como laboratorio del carácter
El psicólogo Peter Gray describió una idea que hoy suena
casi ofensiva: los niños solo aprenden a gobernarse cuando los adultos dejan de
hacerlo por ellos, a todas horas, en todas partes, en toda circunstancia. Esa
frase no es un reproche; es antropológica. En los años setenta, el día de un
niño, cuando no tocaba escuela, solía comenzar con un anuncio breve: “Salgo. Luego
vuelvo.” No hacía falta más. Si nadie respondía, era porque los adultos
entendían que el mundo estaba ahí para algo. Lo que podía parecer desinterés
era, en realidad, una cesión de soberanía: la primera lección sobre el valor
del tiempo como materia prima.
Aquella infancia carecía de planificación. Los niños tenían
que inventarse el relato del día y el reparto de papeles; no había
programaciones, no había guardianes pedagógicos, no existía el peso de la
agenda formativa. El tedio, en lugar de interpretarse como síntoma de algún
problema psicológico, era el combustible que inflamaba la imaginación. Si te
aburrías, los padres te buscaban una ocupación. Así que mejor buscarla por
cuenta propia. El tiempo libre era un campo de pruebas donde se ensayaba la autonomía,
la convivencia y la capacidad de dar sentido a una tarde a priori perdida.
Visto desde hoy, casi parece un privilegio espiritual. No es extraño que
quienes vivimos aquella época sigamos recordando la sensación de libertad no
como algo intangible, sino como una realidad física, como un sutil olor
imposible de ignorar.
El privilegio de caer para aprender a levantarse
El riesgo era la otra cara de esa libertad. Pero no era solo
una amenaza indeseable, sino un factor educativo. Samuel Levine explica que el
sistema nervioso solo distingue entre peligro real y desafío asumible cuando la
experiencia corporal nos proporciona un mapa. La infancia de entonces estaba
llena de mapas: abrasiones, cortes, hematomas. El mundo físico era un maestro
duro pero justo. Las caídas enseñaban los límites y atemperaban el orgullo
herido; una rodilla raspada, más que una herida, era un recordatorio de la
realidad. Incluso las imprudencias —encender petardos, explorar fábricas
abandonadas, trepar árboles demasiado altos— forjaban una convicción valiosa:
lo que no se intenta, no se aprende.
El riesgo no era teoría; era aprendizaje mediante la
práctica. Yo mismo lo descubrí un día cualquiera, uno de esos en los que no
había plan y la tarde solo prometía aburrimiento. Avisé en voz alta: “Salgo.
Luego vuelvo.” No recuerdo que nadie preguntara adónde. Monté en la bicicleta y
me alejé por el campo, estimulado por el olor a tierra mojada que habían dejado
las lluvias de toda la semana. El barro era tan profundo que, a mitad de la exploración,
las ruedas quedaron atrapadas, hundidas como si el suelo quisiera tragárselas.
Los primeros intentos por liberarlas me dejaron claro que salir de allí con la
bicicleta iba a ser extenuante. Podía haber vuelto andando, pero aquel trozo de
metal era mi posesión más valiosa y me resistí a abandonarlo. Pasé horas
intentando desenterrarla, hundiéndome yo también, manchándome la cara, las
manos, la ropa, hasta no saber si era yo quien desenterraba la bicicleta o ella
quien me enterraba a mí.
Cuando por fin lo logré, quedaba aún la peripecia del
regreso. El camino de vuelta se convirtió en una sucesión de pruebas: cada
tramo de barro era un desafío y cada atasco, una repetición de la lucha
anterior. Llegué agotado, irreconocible, convertido en una figura de barro. No
entré directamente en casa. Sabía que la prueba de mi victoria —el barro—
también podía ser la causa de mi castigo. Me fui a casa de mis primos, que
tenían jardín y manguera. Allí limpié la bicicleta. Allí me limpié yo. Y, una
vez aseados ambos, volví. Había estado desaparecido todo el día, embarrado,
perdido y agotado. Nadie llamó a nadie. Nadie supo nada. Y no pasó nada.
A veces pienso qué habría ocurrido si esa historia sucediera
hoy. Un chaval que sale por la mañana y no hay noticia de él al caer la tarde.
Tal vez un vecino habría dado la voz de alarma. Tal vez habría circulado por
WhatsApp la foto de un niño embarrado acompañada de un emoticón de alarma. Tal
vez se habría puesto en marcha una patrulla de búsqueda. O tal vez el niño,
antes de siquiera mancharse las manos, habría pedido ayuda con su móvil y la
historia, en vez de una prueba del carácter, habría derivado en asistencia
técnica. Lo vivido entonces sería hoy una temeridad que alguien querría
prevenir desde fuera. Para mí no fue más que una peripecia que se resolvió
desde dentro.
Soledad y paciencia
Hay un rasgo de mi generación que rara vez se menciona y que
quizá sea más importante de lo que parece: la soledad confortable. Los niños de
aquella época eran capaces de pasar horas solos, aparentemente mirando el
techo. No era una soledad desesperada, sino una forma de diálogo silencioso
consigo mismos. En los días largos del verano, la conciencia se ensanchaba sin
necesidad de terapias. Un estudio de la Universidad de Virginia ha revelado
que, hoy, muchas personas preferirían recibir una descarga eléctrica antes que
permanecer un tiempo prolongado a solas con sus pensamientos. El dato,
alucinante en sí mismo, pone de manifiesto una carencia cultural. La capacidad
de habitar el silencio sin huir de él está ligada a la imaginación, a la
autonomía emocional y a la posibilidad de pensar por uno mismo. Quien crece sin
ese entrenamiento, ¿cómo podrá resistirse al ruido, al pánico moral o a la
propaganda? Una sociedad que no sabe estar consigo misma no aprende a
sobrevivir sola.
La infancia analógica fue quizá el último sistema educativo
donde el tiempo tenía peso y sentido. Las cosas llegaban cuando debían llegar,
no cuando uno pataleaba. Tu programa televisivo favorito a menudo solo se
emitía un día a la semana y esperarlo representaba un misterioso placer. Las
fotografías eran una apuesta a ciegas: apretar el botón, llevar el carrete a
revelar y aceptar el resultado unos días después. Vivir implicaba asumir la
espera como algo consustancial a la gratificación. Lo que no se obtenía
enseguida se valoraba más. Se sabe que retrasar el deseo tiene efectos visibles
en la vida adulta: mejor salud, mayor éxito, más consistencia a la hora de
planificar. Lo que un experimento demostró en un aula, la infancia de hace
cuarenta años lo enseñó con la práctica. El niño que aprende a esperar también
aprende a desear de manera más elevada. El tiempo, entonces, esculpía el
carácter de forma invisible. Hoy la gratificación instantánea ha colonizado
nuestras mentes. Vivimos en un régimen de dopamina donde la voluntad, que es un
músculo, se atrofia.
La comunidad como red invisible
Toda aquella libertad estaba, en realidad, sostenida por un
tejido que hoy casi ha desaparecido. Los niños podían perderse porque, en cierto
modo, estaban encontrados. No necesitaban localizador ni compartir ubicación
mediante una app. El barrio, la plaza, el patio de un edificio, la explanada de
un solar sin edificar, el parque olvidado: en todas partes había ojos que no
miraban para controlar, sino para acompañar. Era la visión periférica de la
comunidad.
Robert Putnam describió el derrumbe de ese capital social
como una tragedia silenciosa. Y, a mi juicio, tiene razón. Antes, cuando esa
pérdida aún no se había consumado, la comunidad garantizaba que la confianza
fuera un bien equitativo, barato y eficaz: un desconocido podía ofrecer agua a
un chaval sin disparar las alarmas, una madre podía asomarse a la ventana y
saber, mediante sutiles señales, por dónde andaban los hijos. No es la criminalidad
lo que ha expulsado a los niños de la calle. Es la pérdida de una certeza: la
de que la comunidad existe. Una sociedad que deja de saludarse y reconocerse
deja de salvaguardar a sus miembros. Y cuando esa salvaguarda discreta y
amistosa desaparece, la libertad se vuelve temeridad.
Tal vez la relación entre aquella infancia libre y el mayor
periodo de progreso que jamás hayamos conocido no sea mera coincidencia. El
ciclo de expansión que Occidente vivió desde finales de los setenta hasta
comienzos del siglo XXI —la revolución tecnológica, el emprendimiento, la
aceleración científica, el crecimiento económico, la posibilidad de ascender
sin apellidos ilustres ni permisos— podría entenderse como la maduración de una
generación entrenada en los desafíos y la dificultad, acostumbrada a llenar sus
tardes a base de imaginación y creatividad. Una infancia entrenada en resolver
problemas sin instrucciones habría producido adultos convencidos de que el
mundo no nos viene dado, sino que se fabrica. Quienes piensan así suelen ser
los que cambian las cosas. Por eso creo que existe una relación estrecha entre
esa generación “salvaje” y el histórico salto de progreso que la acompañó.
Recuperar lo que funciona no consiste en regresar al
pasado
El pasado no tiene por qué convertirse en un programa
político enfermo de nostalgia, ese deprimente “cualquier tiempo pasado fue
mejor”. No hay que regresar a los años setenta ni renunciar a los avances que
han mejorado nuestra vida. Pero quizá sí sea oportuno reconocer que, en la
hipervigilancia de la infancia, en esa manía por conjurar cualquier riesgo
aunque solo sea un rasguño, hemos perdido algo extraordinariamente valioso. El
riesgo no era una maldición, sino un preparador físico… y mental. El silencio
no era una condena, sino una oportunidad para descubrir la propia voz. El
aburrimiento no era una losa, sino una provocación. Recuperar un mínimo de
libertad infantil es una competencia cultural, no un decreto político.
Significa permitir errores. Significa aceptar que el carácter no se fabrica en
espacios seguros, sino en el entorno abierto e imprevisible de la vida.
Significa comprender que la seguridad, cuando se convierte en absoluto,
destruye por otras vías lo que pretende preservar.
Los niños que crecimos en esa ventana histórica no somos
ajenos a este mundo. Estamos hechos de otro material, uno que quizá necesitemos
hoy más de lo que admitimos. Nuestra autonomía, que ahora se confunde con
abandono, era simplemente competencia. Nuestro silencio, interpretado como
retraimiento, era profundidad. Nuestra paciencia, vista como apatía, era
voluntad en incubación. Cuando nos preguntamos por qué hemos dejado de avanzar
al ritmo de antes, deberíamos atrevernos a mirar hacia el pasado. Quizá el
problema no esté en los laboratorios, ni en los parlamentos, ni en los
indicadores de los expertos. Quizá esté en el hecho de que ya no quedan niños
en la calle
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