24.4.25

Las estructuras, tejidas con el apoyo mutuo y el afecto, funcionaban y eran replicables

LA CASA QUE ES EL MUNDO                     

Yunuen salió de la posada y alzó la cara hacia el cielo para recibir la llovizna. Era un día limpio, iluminado por una luz plateada. Los colores de un arcoíris roto relumbraban por encima de los techos de la ciudad. Sintió un poco de frío, aunque pensó que era cosa de acostumbrarse. No era muy distinto al clima de la sierra chiapaneca en la que había crecido. 

El trayecto a pie le pareció muy corto. Quizá todos los trayectos le parecerían cortos ahora, después de haber pasado meses en altamar para cruzar de un continente a otro. Se preguntó cómo habría sido el desconcierto de la gente que viajaba por avión y que, en unas pocas horas, ya estaba inmersa en un paisaje, lengua, vegetación y costumbres distintas.

¿Cómo diablos hacían para acostumbrar su cuerpo tan rápido al cambio de ubicación? Pensó que le preguntaría a alguien que lo hubiera hecho, pero repasando su lista de amistades, concluyó que no tenía a quién. Los vuelos eran escasos y estaban reservados a causas urgentes. 

Cuando llegó a la casa común no tuvo que llamar: las puertas estaban abiertas de par en par. De tanta gente que había, el patio central parecía un tianguis (mercadillo era la palabra equivalente en castellano, azoka txiki, en euskera, según indicó el zalet). En la parte soleada, había personas mayores que parecían muy entretenidas jugando con una baraja; en la parte sombreada, un grupo de estudiantes leía libros de papel sobre las mullidas colchonetas y cojines coloridos como si tuvieran el propósito de mostrar las diversas posturas que un cuerpo humano puede adoptar durante la lectura. 

Yunuen usó el zalet de nuevo para avisar al comité anfitrión que ya había llegado y se sentó a esperar en un banco, bajo la sombra de un frondoso tilo. La arquitectura conventual de la casa común era similar a la que conocía. Podría estar en alguno de los exconventos del otro lado del charco de no ser por las voces en euskera, francés y castellano que reverberaban entre las paredes y el olor de los guisos, a mantequilla y puerro, salido de una cocina que no debía estar muy lejos. Luego reconoció la sonrisa de Alai al verle bajar las escaleras centrales. Se saludaron con la combinación de gestos que caracterizaba a los Territorios Entrelazados: las manos cruzadas sobre el pecho y luego un apretado abrazo. 

—¿Qué tal el viaje? —preguntó Alai, ajustándose los lentes detrás de las orejas.

—¡Ya es un recuerdo! —respondió Yunuen—. ¿Qué tal están ustedes?

—Míralo tú y nos cuentas. Hay un grupo de Desaprendizaje sesionando ahora mismo, ¿te gustaría verlo?

Yunuen asintió. Subieron las viejas escaleras de piedra, cuyos barandales estaban recamados de enredaderas y florecillas que quiso conocer usando el zalet, pero Alai caminaba rápido. Las paredes tenían una gran cantidad de frases y dibujos de la gente que ahí vivía o había vivido, desde la silueta de un perrito trazada con crayolas hasta una cuidada caligrafía con palabrotas en varias lenguas. Yunuen vio subir al elevador de cristal (ascensor, igogailu, le informó el zalet) y rebasarlas para detenerse hasta el cuarto y último piso. 

—Nuestros comités no se reunirán hasta la noche, así que, si el tuyo no se nos une, a lo largo del día seremos tú y yo nada más —informó Yunuen a Alai.

—Eso pensé, porque me dará oportunidad de hacerte un montón de preguntas. Me temo que te voy a fastidiar —bromeó Alai.

—Y yo a ti. Es más, de una vez empiezo: ¿la congregación de religiosas cedió este espacio?

—Sí, en el territorio común ocurrió igual que en Latinoamérica y África con la Declaración de Congruencia. Varias hermanas ancianas siguen viviendo aquí. Se lo pasan pipa porque día a día ven los frutos de lo que iniciaron. Ya quedan muy pocas órdenes que no hayan abierto aún sus residencias.

—¿Se han sumado otras instancias? —preguntó Yunuen.

—Sí, instituciones bancarias, sobre todo. Aunque no les supuso mucha pérdida: tenían una sobreabundancia de sucursales en edificios históricos —respondió Alai con escepticismo.

—Allá muchas construcciones coloniales que ya no pertenecían a instituciones religiosas, sino a cadenas de hoteles, tuvieron que cederse como viviendas comunitarias cuando se regularon las adquisiciones bajo los criterios de la Declaración, priorizando la resignificación de esos espacios arquitectónicos al ocuparlos solo con proyectos que revirtieran o subsanaran su intención primaria.

—Es aquí —Alai abrió con cautela una puerta corrediza por la que se filtraba el sonido de las olas.

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Después de las pandemias de los dos mil veinte, los gobiernos del norte global se percataron de que quienes sostuvieron a las sociedades durante esos años críticos fueron, precisamente, los sectores en los que más participaba la población migrante: el campo, los servicios de salud, de mensajería y transporte, las labores domésticas y de cuidados. Sin embargo, no hicieron nada por mejorar sus condiciones de vida. Lo que sí hicieron fue regularizar con presteza a las personas migrantes del este que, al igual que las miles de personas que se agolpaban en las oficinas españolas de regularización o en los CIE, llegaron huyendo de conflictos armados, poblaciones enteras desplazadas que necesitaban con urgencia un refugio de la guerra, el hambre y la violencia, pero cuyos ojos azules y piel blanca los hacía ser ese prójimo («que acompaña», «pariente», en maya; lagun, «una amistad», «acompañante» en euskera) al que sí se debe tender la mano.  

Para los años dos mil treinta, la situación migratoria era grave y rebasaba la capacidad de acción de los estados europeos. En Latinoamérica, los migrantes sobrevivían en la ruta hacia Estados Unidos gracias a que la gente estaba acostumbrada a ser ignorada por la clase gobernante y, por ende, a tomar los asuntos de urgente resolución en sus propias manos: brigadas ciudadanas de rescate en zonas de desastre, búsqueda de familiares desaparecidos, detección de criminales para ponerlos en manos de la justicia... Las estructuras, tejidas con el hilo resistente del apoyo mutuo y el afecto, funcionaban y eran replicables en otras geografías, como demostraron las personas que cruzaron el Atlántico para trabajar como mano de obra barata, limpiar casas, cuidar a las infancias y a las personas mayores de las familias europeas. Estos otros modos de organización, que se habían enraizado incluso en las poblaciones urbanas más ajenas a esas prácticas a partir de los efectos devastadores de la crisis climática, fueron adquiriendo consistencia en el viejo continente, reforzadas por las iniciativas ciudadanas aldeanas, barriales, pequeñas, pero potentes, que habían existido desde siempre.

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