7.8.25

Nunca leyeron un libro, pero sabían apreciar la belleza de un paisaje, de una mirada

APRENDER A VIVIR Y A SER VIRTUOSOS

El verano de Margaret Fuller

El título de este artículo hace referencia a una frase que aparece en Verano en los lagos. Se trata de una especie de diario de viaje que escribió la periodista y activista estadounidense Margaret Fuller, quien decidió aventurarse hacia los grandes lagos del noroeste de su país en mayo de 1843. Quería vivir más allá de los libros y las bibliotecas.

Era aún el tiempo de lo que la mitología contemporánea da en llamar Conquista del Oeste, aunque nuestra heroína no se adentró tan lejos. Dormía en ocasiones a la intemperie, viajaba a veces en tren, otras a pie, en canoa o en carromato. Y mantenía bien abiertos los ojos para observar con detalle lo que a su paso encontraba. Desde el este de EE.UU. llegó hasta las cataratas del Niágara, los frondosos bosques de Wisconsin e Illinois y los ríos Fox y Rock.

Era una especie de viaje de descubrimiento, que tan propicio es en la época estival. Sabemos que el verano es una suerte de interludio. A veces, marca un antes y un después, como puede hacer lo propio un viaje, un buen viaje en el que dejamos atrás nuestros prejuicios, claro está.

Insisto: era hora de vivir, no de leer ni de escribir. De hecho, Fuller dejó para su regreso la redacción de Verano en los lagos. Tuvo que pedir permiso a la Universidad de Harvard para entrar en la biblioteca a documentarse, ya que a ninguna mujer le era posible, y acabó siendo la primera en hacerlo. Así estaban las cosas en esa medianía del siglo XIX en EE.UU.

Como decía, el verano es un buen momento para replantearnos nuestro lugar en el mundo e, incluso, para cuestionarnos dicho mundo. Aunque hay que dar la razón a quienes aducen que la gente nunca, o casi nunca, cambia y que este será el mismo lugar inhóspito que siempre ha sido: habrá que teñir con un manto de esperanza tal constatación. Es lo que nos queda.

Y es lo que leemos en este fabuloso libro: las peripecias de Fuller desde lo que se llamaba “civilización” hacia las tierras de promisión donde se agolpaban colonos en busca de fortuna y una vida mejor. Un periplo a lo salvaje, para tomar conciencia de que siempre tachamos de salvaje lo que no conocemos, lo que no nos es familiar. Cómo cuesta salir del propio punto de vista y del ombliguismo de creer que la nuestra es la cultura ejemplar… y las demás, meros errores de la evolución humana. En fin.

Fuller frente al sueño americano

Eran tiempos de colonización de unas tierras vírgenes y paradisíacas. Se extendía por doquier el gran sueño americano, que atraía a cientos de miles de menesterosos y advenedizos.

Pero las impresiones de Fuller no ensalzaban este sueño. Antes al contrario, lo que encontraba era una devastación moral que asolaba los parajes naturales y sometía a la indigencia y al más abyecto menosprecio a la población india autóctona. Los que emigraban a la tierra prometida deseaban regeneración material, monetaria, pero no dejar a un lado las miserias morales.

Los colonos que encontraba no seguían más que el móvil del afán de lucro, el triunfo económico. El culto al dinero era su divisa. Despreciaban los paisajes naturales, a los que Fuller comparaba con un auténtico Edén. Si los miraban, era para adivinar cómo podrían explotarlos y obtener ganancias, aunque fuese al precio de destruirlos –ya saben, los resorts en lugares inapropiados… no digo más–. Y también despreciaban a los indígenas y sus ancestrales costumbres, sus modos de vivir pausados y genuinos, tan extraños para el ajetreado hombre moderno.

La vida era otra cosa

Retorno al título del artículo: ¿por qué aprender a vivir, a ser virtuosos?, y a la postre y para más inri, en una época ridícula.

Aprender a vivir porque nadie nos da un libro de instrucciones, por muchos manuales de autoayuda que parasiten las librerías. Porque cuando sólo nos preocupa ganarnos la vida, nos olvidamos de vivirla. La vida, como el amor, es un arte en el que hay alumnos aventajados y principiantes que nunca pasarán de la mediocridad. Y esto es lo que descubrió Fuller al integrarse en tribus indias, entre pieles rojas que no precisaban de ninguna medalla para ser felices. O entre vendedores ambulantes que pasaban el tiempo sentados en cualquier parte, a la espera de que alguien les comprase algo tras un bonito cambalache.

Aprender a vivir es reconocer que no somos instrumentos canjeables ni cosas que explotar, y que la misma dignidad del águila que vuela majestuosa tendría que guiar cada uno de nuestros pasos por el mundo. Fuller admiraba la sencillez de las gentes sencillas con sus sencillas existencias, sin tanta codicia ni sed de reconocimientos, sin aspavientos ni frivolidades. Admiraba la virtud sincera que no tiene más recompensa que la de saber que hace lo correcto, que no es indiferente a lo que a otros les suceda.

La suya era una época ridícula, como la nuestra, además de despiadada. Su crítica a los convencionalismos del sueño americano hacía notar que el afán de lucro y la soberbia de los “civilizados” expolian el planeta y los pueblos vulnerables. No hace falta imaginar demasiado para hacerse una idea de lo que Fuller pensaría de los tiempos actuales, que me permito no nombrar para no manchar estas líneas de improperios.

Quizás la vida sea así y sea inútil calificarla de ridícula. Pero al menos, con Fuller, deberíamos intentar conocer mejor cuáles son las reglas del juego. Y no seguirlas si son injustas e inhumanas. La vida era otra cosa, imagino que pensó mientras escuchaba las conversaciones de gentes que nunca leyeron un libro, pero sabían apreciar la belleza de un paisaje, la belleza de un rostro, la belleza de una mirada.

https://theconversation.com/aprender-a-vivir-y-a-ser-virtuosos-entre-lo-ridiculo-el-verano-de-margaret-fuller-259205  

 

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