APRENDER A VIVIR Y A SER VIRTUOSOS
El verano de Margaret Fuller
El título de este artículo hace referencia a una frase que
aparece en Verano
en los lagos. Se trata de una especie de diario de viaje que escribió
la periodista y activista estadounidense Margaret Fuller, quien
decidió aventurarse hacia los grandes lagos del noroeste de su país en mayo de
1843. Quería vivir más allá de los libros y las bibliotecas.
Era aún el tiempo de lo que la mitología contemporánea da en llamar Conquista del Oeste, aunque nuestra heroína no se adentró tan lejos. Dormía en ocasiones a la intemperie, viajaba a veces en tren, otras a pie, en canoa o en carromato. Y mantenía bien abiertos los ojos para observar con detalle lo que a su paso encontraba. Desde el este de EE.UU. llegó hasta las cataratas del Niágara, los frondosos bosques de Wisconsin e Illinois y los ríos Fox y Rock.
Era una especie de viaje de descubrimiento, que tan propicio
es en la época estival. Sabemos que el verano es una suerte de interludio. A
veces, marca un antes y un después, como puede hacer lo propio un viaje, un
buen viaje en el que dejamos atrás nuestros prejuicios, claro está.
Insisto: era hora de vivir, no de leer ni de escribir. De
hecho, Fuller dejó para su regreso la redacción de Verano en los lagos.
Tuvo que pedir permiso a la Universidad de Harvard para entrar en la biblioteca
a documentarse, ya que a ninguna mujer le era posible, y acabó siendo la
primera en hacerlo. Así estaban las cosas en esa medianía del siglo XIX en
EE.UU.
Como decía, el verano es un buen momento para replantearnos
nuestro lugar en el mundo e, incluso, para cuestionarnos dicho mundo. Aunque
hay que dar la razón a quienes aducen que la gente nunca, o casi nunca, cambia
y que este será el mismo lugar inhóspito que siempre ha sido: habrá que teñir
con un manto de esperanza tal constatación. Es lo que nos queda.
Y es lo que leemos en este fabuloso libro: las peripecias de
Fuller desde lo que se llamaba “civilización” hacia las tierras de promisión
donde se agolpaban colonos en busca de fortuna y una vida mejor. Un periplo a
lo salvaje, para tomar conciencia de que siempre tachamos de salvaje lo que no
conocemos, lo que no nos es familiar. Cómo cuesta salir del propio punto de
vista y del ombliguismo de creer que la nuestra es la cultura ejemplar… y las
demás, meros errores de la evolución humana. En fin.
Fuller frente al sueño americano
Eran tiempos de colonización de unas tierras vírgenes y
paradisíacas. Se extendía por doquier el gran sueño americano, que atraía a
cientos de miles de menesterosos y advenedizos.
Pero las impresiones de Fuller no ensalzaban este sueño.
Antes al contrario, lo que encontraba era una devastación moral que asolaba los
parajes naturales y sometía a la indigencia y al más abyecto menosprecio a la
población india autóctona. Los que emigraban a la tierra prometida deseaban
regeneración material, monetaria, pero no dejar a un lado las miserias morales.
Los colonos que encontraba no seguían más que el móvil del
afán de lucro, el triunfo económico. El culto al dinero era su divisa.
Despreciaban los paisajes naturales, a los que Fuller comparaba con un
auténtico Edén. Si los miraban, era para adivinar cómo podrían explotarlos y
obtener ganancias, aunque fuese al precio de destruirlos –ya saben, los resorts en
lugares inapropiados… no digo más–. Y también despreciaban a los indígenas y
sus ancestrales costumbres, sus modos de vivir pausados y genuinos, tan
extraños para el ajetreado hombre moderno.
La vida era otra cosa
Retorno al título del artículo: ¿por qué aprender a vivir, a
ser virtuosos?, y a la postre y para más inri, en una época ridícula.
Aprender a vivir porque nadie nos da un libro de
instrucciones, por muchos manuales de autoayuda que parasiten las librerías.
Porque cuando sólo nos preocupa ganarnos la vida, nos olvidamos de vivirla. La
vida, como el amor, es un arte en el que hay alumnos aventajados y principiantes
que nunca pasarán de la mediocridad. Y esto es lo que descubrió Fuller al
integrarse en tribus indias, entre pieles rojas que no precisaban de ninguna
medalla para ser felices. O entre vendedores ambulantes que pasaban el tiempo
sentados en cualquier parte, a la espera de que alguien les comprase algo tras
un bonito cambalache.
Aprender a vivir es reconocer que no somos instrumentos
canjeables ni cosas que explotar, y que la misma dignidad del águila que vuela
majestuosa tendría que guiar cada uno de nuestros pasos por el mundo. Fuller
admiraba la sencillez de las gentes sencillas con sus sencillas existencias,
sin tanta codicia ni sed de reconocimientos, sin aspavientos ni frivolidades.
Admiraba la virtud sincera que no tiene más recompensa que la de saber que hace
lo correcto, que no es indiferente a lo que a otros les suceda.
La suya era una época ridícula, como la nuestra, además de
despiadada. Su crítica a los convencionalismos del sueño americano hacía notar
que el afán de lucro y la soberbia de los “civilizados” expolian el planeta y
los pueblos vulnerables. No hace falta imaginar demasiado para hacerse una idea
de lo que Fuller pensaría de los tiempos actuales, que me permito no nombrar
para no manchar estas líneas de improperios.
Quizás la vida sea así y sea inútil calificarla de ridícula.
Pero al menos, con Fuller, deberíamos intentar conocer mejor cuáles son las
reglas del juego. Y no seguirlas si son injustas e inhumanas. La vida era otra
cosa, imagino que pensó mientras escuchaba las conversaciones de gentes que
nunca leyeron un libro, pero sabían apreciar la belleza de un paisaje, la
belleza de un rostro, la belleza de una mirada.
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