APAGONES EN EUROPA
Cuando la oscuridad revela la fragilidad del sistema
El colapso eléctrico que paralizó media Europa dejó al
descubierto algo más que infraestructura vulnerable: expuso nuestra dependencia
emocional del sistema, y ofreció, entre tinieblas, un respiro lúcido para
imaginar otras formas de vivir.
En esta era donde el sudor se romantiza y la productividad se eleva al altar de los valores supremos, lo que dignifica no siempre es lo que humaniza. Nos enseñaron que el trabajo todo lo puede, que en él yace la nobleza del alma moderna. Que sin él no somos más que parásitos flotando en el confort. Pero el 28 de abril de 2025, un súbito apagón masivo en Europa desconectó algo más que cables: expuso la fragilidad de un sistema que presume de eterno, pero que basta con una chispa para revelar lo efímero.
España, Portugal, Francia, Alemania, Finlandia, Países
Bajos. Grandes engranajes de una maquinaria global que, de pronto, quedó
inmóvil. Sin trenes, sin pantallas, sin órdenes. Y en medio de ese súbito
silencio tecnológico, surgieron reacciones dispares: mientras algunos se
refugiaban en la incertidumbre, otros se reunían en las plazas, conversaban sin
pantallas de por medio, compartían pan, vino y desconcierto. En ciertos barrios
hubo quien improvisó un picnic, en otros, el caos tomó la forma de ansiedad
digital: ¿cómo hablar si todo está apagado?, ¿cómo existir si nadie te ve
conectado?
Lo que para unos fue pausa, para otros fue vértigo. Lo que
para unos fue una noche estrellada, para otros fue una caída al abismo. Y sin
embargo, allí, en ese intersticio sin electricidad, emergió una verdad
incómoda: que nuestra dependencia al sistema no es sólo funcional, sino emocional.
Nos sentimos validados por la conexión constante, por el flujo de datos, por
los comandos respondidos al instante.
Como advirtió el sociólogo Hartmut Rosa, vivimos en una
sociedad que ha acelerado tanto su ritmo que la resonancia —ese vínculo
profundo con el mundo, con los otros y con uno mismo— se ha vuelto esquiva. En Resonancia: Una sociología de la relación
con el mundo, Rosa escribe: "Una vida buena no se define por la
acumulación de recursos, sino por la calidad de nuestra relación con el mundo".
El apagón fue una herida súbita en la piel digital del
mundo, sí, pero también una grieta por la cual entró aire fresco, una rendija
donde asomó la lucidez.
Por unas horas, se cayó la cáscara brillante de la
productividad obligatoria, y en su lugar apareció una pausa. Una rendija de
existencia lejos del yugo del sistema, una bocanada de aire fresco que recordó
—aunque fuera fugazmente— que quizá reconectar con lo esencial no está tan
lejos como pensamos. Como si por un instante, al desprendernos del zumbido de
las máquinas, viéramos con claridad que este engranaje que nos contiene no es
tan omnipotente como parece, y que las pantallas que pegamos a nuestros
sentidos pueden, de hecho, caer. Entonces, en esa pausa sin relojes, sin
entregas, sin tecleo, la vida mostró que florece incluso cuando los cables se
apagan.
Tal vez ese corte abrupto en la energía fue también un corte
en la narrativa que nos han impuesto: que sin pantallas no hay civilización,
que sin tecleo no hay sentido. Pero la vida, terca como las malas hierbas,
florece en los márgenes. Y allí, donde las pantallas dejaron de brillar, la
mirada se volvió a levantar. La conversación sin estar tras pantalla, el
silencio sin notificaciones, la respiración sin apuros.
No se trata de romantizar el apagón, sino de escuchar lo que
reveló. Porque mientras el caos informático desataba pánico en oficinas,
centros de control y en sectores de la sociedad, en algunas plazas renacía algo
ancestral: la posibilidad del encuentro, del ocio que no es vacío,
sino plenitud.
Quizás hemos confundido estabilidad con sometimiento, y
sistema con salvación. Pero el apagón nos mostró que el mundo no se acaba
cuando se va la luz. A veces, empieza. Como quien despierta de un sueño largo y
artificial, el corte eléctrico fue una sacudida, un llamado.
Con el apagón se ha visto que estamos
más conectados que nunca pero a la vez muy desconectados de la vida real
Y así, cuando las máquinas enmudecen, no queda solo el
silencio. Queda una pregunta suspendida en el aire: ¿qué pasaría si el modo en
que vivimos no fuera la única manera posible? En esa pregunta, incómoda pero
necesaria, quizás comience una nueva forma de mirar, de sentir, de existir. No
como engranajes de una máquina rota, sino como cuerpos vivos que anhelan algo
más que conexión inalámbrica: conexión humana, conexión real.
La verdadera utopía no es aquella donde todo funciona, sino
donde todo respira.
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