EL MEJOR LIBRO DEL MUNDO
Hablar con el escritor Manuel Vilas (Barbastro, 1962) es
sinónimo de asombro y hallazgo. También de conversación que cabalga a través
del humor. Y es que Vilas atiende la vida en su literatura, la complejidad
de un estar en el mundo, pero también esos instantes de luz cegadora que nos
lleva, por segundos, a comprender el misterio de los tiempos: qué somos ante la
biografía de la humanidad, en qué nos convertimos cuando amamos a otro, cuando
el hijo nos nombra o la madre fallece. En El
mejor libro del mundo, su nueva novela (de clara inspiración autobiográfica),
entremezcla la literatura, casi con precisión científica, con la verdad de la
vida.
Eres capaz de dibujar una intersección entre ficción y realidad de la que surge, poderosa, una voz que busca ser desafío en un tiempo que penaliza la mirada lúdica y premia lo monolítico. ¿Qué esperas sumar con El mejor libro del mundo?
Me obsesiona el paso del tiempo y que la vida se vaya
acabando. Empecé a escribir el libro cuando cumplí 60 años. Quería ofrecer al
lector mi vida convertida en una comedia. Para que el lector vea el triunfo de
la comedia. Porque somos una comedia. Woody Allen y Billy Wilder tenían razón.
Esta realidad no favorece pensar, ni la capacidad para
proyectarnos en otros mundos. ¿Qué somos sin imaginación?
Yo no renuncio a la imaginación. Escribo en primera persona,
pero me lo invento todo. La reconstrucción de tu pasado es un acto de
imaginación. No existen los notarios de la memoria personal. No existe la
policía de la memoria. Cuando recuerdo quién fui invento un ser humano. Nada es
real en mi literatura y nada es irreal tampoco. Solo tengo una cosa clara: el
servicio a la vida. Mi obra nace como un servicio a la vida, a su conocimiento
y a su exaltación.
Los viajes, las habitaciones de hotel, las personas que
encuentras en cada travesía… También hay una reflexión sobre lo perdurable en
este libro. ¿Queda algo perpetuo en nuestras vidas?
Allí está todo el meollo de la cuestión: nos marchamos. Todo
es una ceremonia del adiós. Eso volvió loco a Proust. Yo no soy Proust,
evidentemente. Pero a mí también me mortifica la huida despiadada de todo lo
que he sido y todo cuanto hice en esta vida. No entiendo que todo se marche,
por eso escribo. No tiene sentido perder la vida, pero es lo que va a ocurrir.
Mientras Proust escribía En busca del tiempo perdido regresaba
una maravillosa plenitud a su corazón. La literatura es una droga dura.
En alguna ocasión hemos charlado sobre la importancia de
mirar la vida a través de la belleza. La cosa está tan estrecha ante el avance
de la fealdad que ya una siente la belleza, y su ejercicio, casi como una
responsabilidad. Si nos arrebatan la belleza, qué nos queda, Manolo.
Yo llamo belleza a las cosas más sencillas del mundo: con
que no me quiten la luz del sol ya va bien la cosa. En España, durante el franquismo,
en los años sesenta, setenta y ochenta se hicieron las casas de pisos más feas
del mundo. Y yo me pregunto: ¿esos arquitectos duermen tranquilos por las
noches? La fealdad urbanística y arquitectónica es una negación de la vida, una
supresión nauseabunda de la alegría. No soporto la fealdad, me mata el alma.
Siempre te has preocupado por atender los distintos
lenguajes del amor. ¿Qué te ha concedido el amor a los hijos?
El amor a los hijos es un mandato biológico que procede de
la noche de los tiempos. Somos una biología a la que le hemos añadido la
inteligencia y la sofisticación de la civilización y la política. Pero siempre
aparece el animal biológico que llevamos dentro. No se puede vivir si tienes
hijos y no los amas y ellos no te aman. Es imposible una vida digna si no te
hablas con tus hijos. He visto eso en la vida y me espanta. Yo daría mi vida
por mis hijos. Es lo que más quiero en el mundo.
En tus últimos libros hay una tensión muy sutil entre
mostrar y proteger: ¿cómo decides cuánto revelar sin traicionarte a ti mismo?
¿Dónde está el límite entre la escritura íntima y la exposición excesiva?
La verdad se impone sola, aunque atente contra tu pudor
burgués. El pudor es una superstición de la burguesía moderna. Si lo que dices
es verdad, qué importa quién la diga y su desnudez pública. La verdad es un
gran servicio a la vida. La forma de medir mi exposición pública es esa: si
estoy diciendo la verdad, adelante.
También hablas del paso del tiempo sobre el cuerpo.
Aparecen la preocupación por la enfermedad, el malestar, el cuidado, las
heridas que se van acumulando.
Sí, porque no entiendo la muerte. Yo no quiero irme de este
mundo. Sé que no hay nada al otro lado. Lo que me jode es que el Papa, que se
acaba de morir, no se va a enterar de que después de la muerte no hay nada y de
que todo lo que llevaba predicando tantos años era simplemente literatura y
fantasía en el mejor de los casos, o más bien una irritante superstición. No me
gusta hacerme viejo. La vejez es una gran putada. Pero yo no seré viejo nunca.
Nunca jamás. Ateo, joven, y guapo, lo demás es superstición.
¿Cuántas pieles ha mudado Manuel Vilas?
Muchísimas. Decía Knausgard que tendríamos que cambiar de
nombre cada diez años, porque cada diez años, más o menos, nos convertimos en otra
persona.
Estás hecho de libros, pelis y canciones. La historia de
la humanidad también. ¿La esperanza de nuestro tiempo reside en defender lo
humano a través del arte?
La segunda parte de El mejor libro del mundo está
dedicada a cineastas, músicos, escritores y artistas que me ayudaron a vivir.
Qué habría sido de mí sin Federico Fellini, Elvis Presley, Andy Warhol o Franz
Kafka. Esa gente son rock and roll. Te meten fuego en el cuerpo. Yo
hablo todas las noches con Franz Kafka; ese sí que fue el mejor escritor del
mundo. Sin Kafka la vida sería un error. Sin Bach también.
¿A qué tienes miedo?
Al miedo. Miedo al miedo. Soy un Peter Pan. Soy un huérfano.
La muerte de mi madre me dejó hundido. No la volveré a ver jamás. Y eso es un
auténtico prodigio. Es mucho más hermoso saber que no la volveré a ver jamás
que resucitar y encontrarme con mi madre con una corona de santidad alumbrando
su cabeza. Menuda mierda.
La madurez no parece mal lugar para vivir. Tiene casi
todo de conquista y mucho de compasión con las personas que han formado parte
de nuestras vidas. ¿Tu travesía hasta aquí ha merecido la pena?
Sí, pero me habría gustado vivir más, drogarme más, amar
más, viajar más, leer más, ser mejor persona y haberme ensuciado más con el
barro de la vida. Ser mejor persona es importante. La bondad es lo más
importante.
Y hablando de travesía, el músculo de la literatura
española parece que está en un momento inmejorable.
En España hay un montón de talento y la novedad ha sido la
incorporación de un gran número de escritoras brillantes a la cultura y a la
literatura. Pero tenemos que confiar más en nuestro talento como país. El
franquismo nos hurtó la nacionalidad.
¿Cómo te gustaría ser recordado?
Si hay alguna forma humana o inhumana de volver a la vida,
volveré. No me he ido todavía, y no pienso irme en mucho tiempo. Amo la vida
profundamente. Mi amor a la vida no puede acabar con mi muerte. Sería un
auténtico despilfarro.
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