¿Y SI SUECIA TUVIERA
RAZÓN?
El enfoque sueco es muy técnico, descarnado, sin edulcorantes, sin concesiones a las apariencias, a lo que a la gente le gusta oír
Hace ya tiempo que Suecia viene recibiendo
duras críticas por su laxa estrategia desde el principio ante la
pandemia de coronavirus.
Sin confinamiento, con las fronteras abiertas, completa libertad de movimiento,
los niños asistiendo a la escuela, comercios bares y restaurantes atendiendo
clientes, la estrategia sueca basada en recomendaciones, sin apenas
imposiciones, apelando al buen juicio de los ciudadanos ha sido calificada
de imprudente, cruel, irresponsable, temeraria, un camino hacia el
desastre.
Algunos parecen desear que descarrile estrepitosamente, que surja un fuerte rebrote capaz de doblegar su resistencia, obligando a dar marcha atrás, a decretar el tan anhelado confinamiento.
Algunos parecen desear que descarrile estrepitosamente, que surja un fuerte rebrote capaz de doblegar su resistencia, obligando a dar marcha atrás, a decretar el tan anhelado confinamiento.
Pero pasan días, semanas, y la curva sueca no
diverge de la media europea. Se insiste en que el número de fallecidos por
millón es superior a Noruega, Dinamarca, Austria o Alemania. Pero
raramente se señala que es inferior a Holanda, Francia, Gran
Bretaña y, por supuesto a Bélgica, España o Italia. Y, a pesar
de los negros vaticinios, sus unidades de cuidados intensivos nunca se
acercaron siquiera al límite, mucho menos al colapso.
¿Por qué tanta contrariedad al comprobar que la
covid-19 no explota en Suecia? Todo hace sospechar que no se trata de un
problema sanitario, médico o científico sino puramente político. La vía
sueca amenaza con desmentir el relato que muchos políticos y expertos querrían
leer en los libros de historia: “En 2020 unos héroes salvaron al mundo de
una horrenda mortandad decretando el confinamiento”. Pero esta aureola
perdería brillo si Suecia llegara a la misma meta sin necesidad de adoptar esa
medida.
El país escandinavo constituye lo que se conoce
en experimentos como un ‘grupo de control’, aquel capaz de señalar, por
comparación, lo que habría ocurrido sin confinamiento, sin cerrar la actividad
económica. Y genera cierto temor que, finalmente, el país escandinavo alcance
los mismos resultados, o incluso mejores, sin tan grave daño a la
economía.
La inmunidad colectiva
Los estrategas suecos consideraron que, sin
vacuna, y una vez instalada la enfermedad, el avance no podía ser detenido,
como mucho ralentizado temporalmente: más pronto que tarde, todos los países
acabarían convergiendo a una curva de contagios similar. La epidemia solo se
detendría completamente cuando un 60% de la población haya tomado contacto
con la enfermedad y desarrollado anticuerpos específicos: la inmunidad
colectiva. Sin embargo, afirma Johan Giesecke, uno de los diseñadores de
esta estrategia, la inmunidad colectiva no es el objetivo explícito sino algo
que llegará tarde o temprano, de forma natural.
El confinamiento podría retrasar algo los
contagios pero pagando un precio muy elevado en desempleo y quiebra de
empresas. Y todo para llegar finalmente al mismo lugar. Por ello, plantearon
una política dirigida, no a detener el contacto sino a mitigarlo,
con medidas muy poco coercitivas, sostenibles, de largo plazo, que pueden
mantenerse prácticamente inalteradas durante toda la travesía porque apenas
entorpecen el desarrollo de la vida cotidiana. Se aconsejó a la gente salir
poco, realizar teletrabajo, se exigió a los bares y restaurantes separar las
mesas y se prohíben las reuniones de más de 50 personas.
Ahora bien, aunque no era factible detener la
epidemia, sí era posible disminuir sustancialmente el número de fallecidos,
aplicando una política dirigida a reducir la probabilidad de contagio de los
individuos vulnerables (mayores, personas con dolencias previas) a los que se
solicitó un aislamiento voluntario. Al final, el éxito en la reducción de
muertes dependerá del número de personas vulnerables que cada país haya
podido asignar al 40% sin contacto con el virus.
Al contrario que otros, el enfoque sueco es muy
técnico, descarnado, sin edulcorantes, sin concesiones a las apariencias, a lo
que a la gente le gusta oír. Quizás por ello provoque tanto rechazo en la
opinión pública. Que Suecia haya sido capaz de optar por esta vía, resistiendo
la fuerte presión, sólo es explicable por el tremendo peso de los expertos en
las decisiones públicas, por la enorme influencia de los organismos técnicos
independientes y por la gran confianza de la gente en una administración
que, en lo referente a cuestiones técnicas, es transparente y fiable.
Contribuye también, por supuesto, el carácter más individualista de sus
habitantes.
En cualquier otro país, un planteamiento tan
crudo provocaría mucho más rechazo, incredulidad e indignación. En España este
enfoque hubiera resultado inconcebible por la enorme carga
emocional y la escasa ecuanimidad que muestra la opinión pública y por la
casi nula fiabilidad de los gobiernos.
La táctica del confinamiento
Por el contrario, el confinamiento extremo forma
parte de un enfoque más político que técnico. Aunque en determinadas
circunstancias pueda ser necesario, muchos gobiernos tienden a mantener a
la gente encerrada mucho más tiempo del imprescindible como una táctica
defensiva frente a la opinión pública. Dado que buena parte de la población, y
de los medios, no aborda este tipo de asuntos desde una perspectiva racional
sino desde las emociones, los impulsos, la demagogia o el miedo, los políticos
saben que, mientras mantengan el encierro, la probabilidad de ser
responsabilizados por las muertes es muy inferior. De hecho, muchos culpan al
Gobierno sueco por sus fallecimientos; pero no critican a otros gobiernos con
una tasa de mortalidad mucho más elevada.
La reclusión se convierte así en un escudo contra
la crítica, en una coartada con mayores perjuicios en la actividad y el empleo.
Y constituye un caldo de cultivo en el que florecen todo tipo de
tentaciones para restringir la libertad de expresión, especialmente en
países con sistema democrático poco asentado.
Al no distinguir por tipo de personas, el
confinamiento universal tampoco sirve para introducir un diferencial entre la
probabilidad de contagio de los vulnerables frente al resto. Y deviene
en una estrategia de corto plazo que obliga a improvisar una compleja
salida, muchas veces al albur de la opinión pública, con vaivenes, marchas adelante
y atrás, en función de unos datos oficiales de contagio que, como mucho,
ofrecen un reflejo de los verdaderos contagios que tuvieron lugar
hace una semana o diez días. Así que es muy probable que frenazos o acelerones
se realicen a destiempo.
Mientras el Gobierno español se plantea un largo
proceso de apertura escalonada, paso a paso, reservándose rectificaciones sobre
la marcha, sin determinar cuál es la meta, generando una espesa niebla de
incertidumbre, Suecia mantiene el mismo rumbo, a velocidad constante,
con la economía funcionando, descontando las millas náuticas que quedan
hasta el 60%. Las encuestas serológicas señalan que la inmunidad avanza a
buen ritmo en muchos países, muy por delante de los casos oficiales de
covid-19. La semana pasada, el alcalde de Nueva York anunció que el 21% de los
habitantes de la ciudad (1,7 millones) ya había desarrollado inmunidad contra
el virus.
La embajadora sueca en EEUU apuntaba a un 30% de
inmunidad en Estocolmo, justo la mitad del camino, mientras que Anders
Tegnell, el epidemiólogo al mando, estimaba que la capital sueca alcanzaría la
inmunidad colectiva durante el mes de mayo. Además, según crece el porcentaje
de personas con anticuerpos, la velocidad de contagio va
descendiendo (¿qué parte de la caída de contagios se debe al confinamiento
y qué parte al aumento de la inmunidad?).
Aun así, los críticos insisten en que la
inmunidad podría no durar para siempre porque el virus mute o los anticuerpos
se disipen con el tiempo. Cierto, nada dura eternamente, pero la validez de
esta inmunidad sería la misma que la proporcionada por una vacuna. ¿Inmunidad
ineficaz y vacuna eficaz? Las dos cosas a un tiempo no pueden ser.
La solución menos mala
Convencidos de que era inútil intentar cortar el
paso al tigre de frente, los suecos decidieron cabalgarlo, conducirlo por la
senda que minimice la muerte, el dolor, el sufrimiento. Y también el
desempleo, la pobreza, la caída de ingresos. Desgraciadamente, la realidad
señala que en esta pandemia no hay solución buena, que ser realista implica
escoger la menos mala y caminar asumiendo las consecuencias, por muy dolorosas
que sean.
Es injusto atribuir a las autoridades la
responsabilidad de las muertes por covid-19,
salvo quizá en casos excepcionales, como las debidas a ausencia de equipos
de protección en los hospitales o la falta de diligencia para impedir la
expansión de la enfermedad en las residencias de mayores. Pero los gobernantes
sí deberían asumir la responsabilidad de la parte de la recesión
económica causada por ciertas medidas que al final resultaron draconianas,
sobrepasadas y, sobre todo, poco eficaces… aunque gozasen del aplauso de la
opinión pública.
Porque en situaciones difíciles siempre es
preferible la dura verdad frente al engaño piadoso, el rumbo firme frente a un
regate en corto dirigido a esquivar la crítica, el rigor frente a la
palabrería. Es la vía más adecuada para que la ciudadanía mantenga la confianza
en sus líderes y adopte siempre una actitud responsable; no por obligación sino
por convicción.
No hay comentarios:
Publicar un comentario