El COVID-19, exaltado por toda la parafernalia icónica e informativa del
amarillismo de los medios de comunicación, ha incrustado miedo o pánico en la
gran colectividad social.
Encerrados en nuestra casa, vemos el mundo a través de ventanas.
Cuando abrimos aquella que da a la calle, nuestra mirada está confinada por las
imágenes que vemos y oímos en la tele, la tablet, el móvil o la radio. Las que
vemos a través de las ventanas de la casa, son calles y plazas vacías. ¿Vaciadas?
Matrix nos rodea. Está por todas partes. Incluso
ahora, en esta misma habitación. Puedes verla si miras por la ventana o al
encender la televisión. Puedes sentirla cuando vas a trabajar, cuando vas a la
iglesia, cuando pagas tus impuestos. Es el mundo que ha sido puesto ante tus
ojos para ocultarte la verdad. Morfeo.
Vemos como pasa alguien camino del super, hacia el kiosko, regresan con sus
compras, otros pasean al perro o al niño. Los del perro, y algunos con niño,
manipulan el móvil con una mano. Caminan por la vida mirando a través de esa
minúscula ventana, mientras con la otra sujetan la correa-cadena del perro, al
que dan la libertad de mear a dos o tres metros, mientras otros agitando la
pantallita se olvidan del niño en la bici, del confinamiento en la casa. Los
que van al super llevan puesta la mascarilla y, en general, guantes. Marchan
hacia la compra sitiados por el miedo al contagio.
¿Cuánto tiempo tendremos “el miedo en el cuerpo” dominando nuestra mente?
¿Seguiremos viendo a nuestros vecinos, nuestros amigos y familiares como
potenciales agentes de contagio, posibles vectores de transmisión del
virus, Hostiles, en definitiva?
Como si antes no hubiesen ocurrido feroces atentados en las calles, plazas,
mercados y templos del llamado Tercer Mundo -incluidos los sanguinarios
atentados de la Operación Gladio (OTAN) en Europa-, lejana ya en España la
percepción de los atentados terroristas del 11-M, surgidos del 11-S
neoyorquino, habíamos recobrado el placer de los viajes frente al riesgo de los
atentados terroristas. Habíamos recuperado el placer de las reuniones para el
consumo en bares, terrazas y restaurantes, quienes nos lo podíamos permitir.
Disfrutábamos la hedonista inconsciencia frente al peligro de los terroristas.
Habíamos olvidado el miedo.
Pero el miedo, me atrevería a decir que, en muchos casos, el pánico, ha
vuelto a oprimir nuestros estómagos-corazones. El COVID-19, exaltado por toda
la parafernalia icónica e informativa del amarillismo de la generalidad de
medios de comunicación, ha incrustado miedo o pánico en la gran colectividad
social. Incluso en países donde los infectados apenas llegan al millar y los
muertos a unas decenas. Muchísimos menos muertos que por las periódicas gripes
anuales, accidentes de coche, infartos o polución.
Los seres humanos nos veremos obligados a escoger entre los elementos que
conformaban nuestra vida anterior a la pandemia –familiares, amigos, usos y
costumbres- o la simple defensa de nuestra vida frente al bichito. El natural
instinto de supervivencia, alentado hasta la cobardía más vil a través de
medios de comunicación neoliberal-populistas -los más potentes en difusión-,
¿escogeremos la nuda vida?
Cuando todo esto acabe y la parcelita de libertad que nos deleguen sea
posible, ¿quién irá a cualquier tipo de manifestación, a favor o en contra de
los que sea, cuando tus posibles compañeros de anhelos son potenciales agentes
de contagio? Practicando la moralidad propia de su ideología, PP y VOX,
comisionados de una clase parasitaria demencial, con mentiras y medias
verdades, una hora sí y un día tras otro también, incriminan a los responsables
de la manifestación del 8-M. Demonizan así todas las manifestaciones
reivindicativas de Libertad y Justicia.
Hace apenas unas semanas, decenas de protestas
populares se habían generalizado a escala planetaria, de Hong Kong a Santiago
de Chile, pasando por Teherán, Bagdad, Beirut, Argel, París, Barcelona y
Bogotá. El nuevo coronavirus las ha ido apagando una a una a medida que se
extendía, rápido y furioso, por el mundo… a las escenas de masas festivas
ocupando calles y plazas, suceden las insólitas imágenes de avenidas vacías,
mudas, espectrales. Emblemas silenciosos que marcarán para siempre el recuerdo
de este extraño momento.
Lo que parecía distópico y propio de dictaduras
de ciencia ficción se ha vuelto ‘normal’. Se multa a la gente por salir de su
casa a estirar las piernas, o por pasear su perro. Aceptamos que nuestro móvil
nos vigile y nos denuncie a las autoridades Y se está proponiendo que quien salga a la
calle sin su teléfono sea sancionado y castigado con prisión.
El mundo que nos transmiten a través de las pantallas es un mundo en el que
las palabras, los significados y las imágenes han perdido su conexión con
nuestra realidad mental personal. Confinados, nuestras vivencias anteriores son
falsificadas por nuestros actuales hábitos adquiridos de verbalización y
racionalización de la pandemia.
Las autoridades, los distintos líderes políticos, los comunicadores
amarillistas de los media tratan de guiarnos a través de nuestros prejuicios
tentándonos con la facilidad de confusas fórmulas verbales e icónicas. Las
altas cúpulas de dirigentes religiosos patrios están desparecidas y ejercen su
confusionismo supersticioso a través de mediocres y oscuros acólitos cercanos a
la extrema derecha.
Las diversas autoridades, especialmente cúpulas políticas y mediáticas
visibles de las derechas, en lugar de tratar de verificar las cosas y los
hechos tal como son, tratan de modificar los enunciados, que teníamos
edificados previamente, para alterarlos utilizando la parte más perezosa de
nuestras mentes haciéndonos ver, con medias verdades, con groseras falsedades,
una realidad en el miedo que se ajuste cómodamente a nuestros prejuicios y a
sus intereses.
Desarrollan el miedo los furiosos exabruptos de muchos conciudadanos, que
sustentan con el embrollo de las tripas su ideología mientras amenazan desde la
disfrazada realidad que proporcionan falsarios voceros de determinados medios
de comunicación. Éstos, con argumentos conscientemente falaces, vergonzosamente
mercenarios, promocionan la legitimidad de la injusticia haciendo creer a los
más ignorantes que, aunque sólo sean para las cúpulas financieras masa amorfa,
conforman parte de las clases privilegiadas.
Les convencen de que comunistas bolivarianos les acechan
continuamente para robarles su miseria e impedir que los grandes ricos los
sustenten con obras de caridad. Obras de caridad que llevan a cabo con el
dinero que anteriormente han defraudado a Hacienda y, muchos de ellos,
fabricado con la sangre, sudor, lágrimas sobre la extrema pobreza de hombres,
mujeres y niños de países asiáticos, latinoamericanos y africanos. Los
miserables de aquí, creyéndose clase media alta por ganar
alrededor de 600 € al mes tras haber trabajado 40 ó 60 horas semanales, tratan
de evitar el abismo de la amalgama con aquellos semi-esclavos del Tercer Mundo.
Si no queremos que la confusión y el engaño
empiecen desde el principio, es necesario llamar a las cosas por su nombre. Un
nombre que deje claro lo que está detrás. Hoy estamos hartos de oír que vivimos
en una economía de mercado. ¿Qué quiere decir eso? ¿De qué mercado? ¿Del de
barrio? ¿Quién ha hecho a los mercados señores absolutos de la vida humana? ¿No
hay nadie detrás de los mercados? Creo que sería mucho más claro y
respondería mucho mejor a la realidad llamar a la economía capitalista economía
criminal. Sobran las razones para hacerlo. El mismo Papa Francisco lo hace. En
el primer documento escrito en su pontificado, La alegría del evangelio,
no puede ser más claro: “esta economía mata”.
La completa locura y crueldad del capitalismo nos ha traído, tras otras,
esta pandemia y zambullido en este confinamiento que, manejando el miedo a la
enfermedad, la muerte y la pobreza, está acelerando el desarrollo de la
fasticización de nuestra sociedad. Proyecto de autoritarismo, depredación y
violencia permanente que, desde sus inicios, han ido macerando los fanáticos
ideólogos neoliberales, defensores de una clase parasitaria poseedora del gran
capital, que nos lleva irracionalmente a la destrucción del planeta.
Saben perfectamente lo que hacen: también ellos
usan la razón y la ciencia para sus cálculos, proyecciones y previsiones,
sofisticadas herramientas tecnológicas, tienen think
tanks reflexionando sobre cómo allanarles el camino. No están locos,
ni tontos. Sus afirmaciones delirantes encuentran cada vez más eco entre los
desorientados y los descontentos cuya confianza en las instituciones han ido
minando poco a poco. Porque lo que pretenden estos predicadores postmodernos al
destruir las bases de una mínima ecuanimidad –repito: la ley, la información,
la ciencia– es derribar cualquier fuente de autoridad. Y cuando la
autoridad desaparece en su lugar solo queda el poder. Y el poder lo tienen
ellos –o quienes los financian–. Lo tienen, pero quieren más; mucho más. Y destruir
a todo el que razone en su contra.
Pretenden que el mundo siga como antes de la pandemia. En todo caso,
admiten el cambio si se promueve la intensificación de sus recetas. Es decir,
ellos -propuestas del PP, Vox, C’s y una parte del PSOE- monopolizando el poder
para depredar más y más impunemente. Seguir gobernando a través de gobiernos
asentados en presuntas democracias parlamentarias.
Gobiernos despóticos y arbitrarios al servicio de las grandes finanzas
–nacionales y transnacionales-, que funcionan no sólo produciendo la
situación de excepción –doctrina del shock-, sino, sobre todo,
explotándola y dirigiéndola una vez estalla. Para lo que utilizan el manejo de
las clases medias y sus pequeños negocios [medianas y pequeñas empresas] con
los empleos en que se sustentan. Unos trabajadores que, cada día más
frecuentemente, no saben si el día de mañana conservarán el empleo, tendrán
casa, mantenerse el propio trabajador, ¡no digamos ya una familia!
Nos han instalado en la mente el chip de la precariedad necesaria,
el miedo a la extrema pobreza. En la pobreza ya vive permanentemente un 25% de
la sociedad. Nos han imbuido de la sumisión inexcusable a su poder. ¡Para qué
necesitan implantarnos un chip electrónico como dicen los conspiranoicos!
Y nos han persuadido que sólo nosotros somos responsables de toda nuestra
desgracia. De nuestro mísero trabajo, nuestro cicatero salario o pensión, de la
precariedad laboral y sanitaria, de la cada día más ruin educación, de una
filosofía de vida cutre y apestosa que nos transmiten a través de los medios de
comunicación -sobre todo televisión-, incluso que, individualmente, somos
responsables de la destrucción del planeta. Que vivimos por encima de nuestras
posibilidades.
Ellos viven, tienen derecho a vivir, incluso, por encima de la impunidad.
Nadie puede juzgarlos. ¿No podemos? ¿Seguirán impunes? ¿Lo permitiremos?
Antonio San Román Sevillano
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