Por
Casi
ninguna otra palabra es utilizada de forma
tan manipuladora y corruptora,
de forma tan descuidada y para nada meditada como la
palabra Democracia.
Baste con dar un vistazo a la interminable lista de prefijos y
sufijos que casi siempre la adornan (social, cristiana, liberal,
popular, …) para comprender los innumerables intentos de
apropiación indebida, de adaptación semántica a la que es
sometida.
Permítanme,
antes de nada, recordar cordialmente a los utilizadores y paridores
inconscientes de tales adjetivaciones el gigantesco
daño que
le causan a la verdad cada vez que, en su ensoñación irracional y
nada meditada, cualifican a la democracia con uno de tales adjetivos.
Su pecado es, sin embargo, claramente venial si lo comparamos con el
de aquellos que, a
sabiendas de
lo vacuo de tales adjetivaciones, las utilizan conscientemente, ya
sea para manipular a determinados grupos, ya sea para justificar su
propia violentación del concepto Democracia.
La
democracia ateniense
La historia de la Democracia cuenta ya unos 2.600 años. Nace de una iniciativa de los griegos atenienses, según la cual las decisiones en las polis, sobre todo aquellas referidas a la guerra y las relaciones con los pueblos vecinos, no deberían ser tomadas exclusivamente por los nobles gobernantes, sino por los miembros del Consejo de la ciudad de Atenas que tuviesen un mayor grado de competencia sobre el asunto.
La historia de la Democracia cuenta ya unos 2.600 años. Nace de una iniciativa de los griegos atenienses, según la cual las decisiones en las polis, sobre todo aquellas referidas a la guerra y las relaciones con los pueblos vecinos, no deberían ser tomadas exclusivamente por los nobles gobernantes, sino por los miembros del Consejo de la ciudad de Atenas que tuviesen un mayor grado de competencia sobre el asunto.
El
reconocimiento personal se lo debemos sin duda a Heráclito
de Epheso (aprox.
545 al 480 a.d.C) y al padre de la Historia, Heródoto (aprox.
484 al 425 a.d.C) quien había estudiado, durante sus viajes, los
usos y costumbres de lidios, persas, egipcios, babilonios y escitas.
Cabe destacar su disputa con Pericles y Sófocles durante
las guerras persas, pues de ella surge la primera exposición seria
del pensamiento de Heródoto sobre
cómo ejercer el gobierno.
Ya antes, la
ruptura con la creencia por la que el Gobernador ocupaba su puesto
por mandato divino, debiendo justificar sus actos más ante la deidad
que ante su pueblo, abrió el pasillo ideológico necesario para
que Solon (aprox.
640 al 560 a.d.C) cambiase notoriamente las leyes, condonase las
deudas a los pequeños propietarios y eliminase la ley por la que el
endeudamiento estaba condenado con la esclavitud. Fué Solon quien
por primera vez divide la población (en cuatro clases) según sus
propiedades y no según su título familiar, concediendo a cada clase
diversos derechos políticos.
La democracia
ateniense sería el ingrediente principal de una cultura
dominante durante
varios siglos. La caída de Atenas y la llegada de los romanos
supusieron el fin de aquella primera democracia, sustituida por un
sistema elitista senatorial que subsistió, hasta la llegada de Julio
Cesar, más
como sucedáneo que como verdadero reflejo de los principios
atenienses.
Desde el punto
de vista semántico, “demos
kratein”
ha de ser traducido como “gobierno
del pueblo”,
si bien aquella democracia (ejercida sólo por una parte del pueblo)
siempre estuvo sometida, en su capacidad decisoria, al cumplimiento
de determinadas
normas.
Nunca ha existido una “democracia ilimitada y generalizada”.
Tampoco hoy. Tampoco podemos identificar “demos
kratein”
con el gobierno de una nación o un pueblo. De hecho, en la antigua
Attika existían unas 30 “demoi”
grandes y más de cien pequeñas.
¿Quién
tiene derecho a voto en la “demos”?
Una precisión:
en democracia, tal y como ha de ser entendida históricamente, los
votantes deciden sobre todas las
cuestiones. Empecemos con las limitaciones. ¿Tiene todo el mundo
derecho a voto? ¿No importan la edad o el género? ¿Cómo se decide
a partir de qué edad se consigue el derecho a votar? ¿Es la edad
determinante, muestran la misma madurez todas las personas mayores de
18 años? ¿Cuánto vale un voto surgido de un núcleo de población
pequeño? ¿Y si surge de un núcleo grande? ¿Valen lo mismo?
A la hora de
decidir sobre una cuestión, ¿debe el votante certificar de alguna
forma su capacidad para poder tomar esa decisión? ¿Puede un grupo
minoritario decidir
mayoritariamente no respetar la decisión impuesta por un grupo
mayoritario? ¿El derecho a voto es exclusivo de quienes llevan
“mucho tiempo” viviendo en un sitio? Tras una decisión
democráticamente adoptada, ¿quién asume la responsabilidad en caso
de error? ¿Vale más el voto de una persona experimentada que el de
una persona analfabeta? En otras palabras: ¿quién decide
democráticamente las reglas
de juego de
la democracia? ¿Cómo es posible decidir democráticamente sobre las
reglas de la democracia?
Resulta curioso
comprobar como ninguna
de esas preguntas ha
encontrado respuesta
satisfactoria (democrática)
durante los últimos 2.500 años. A lo largo de la historia han sido
siempre ciertos grupos
dominantes los
que se han encargado de dictar esas normas, o de heredarlas. El
lector avezado me dirá: “esos principios generales forman parte de
las constituciones y/o de los programas de los partidos políticos”.
Efectivamente: pero nadie ha venido a debatir conmigo sobre la ley
electoral, por ejemplo. Han sido ellos quienes la han redactado y
aprobado. ¿Se han preguntado alguna vez qué es eso de “una
mayoría democrática cualificada”? Pues ya les dejo yo con la
pregunta.
La obligación
por ley, el engaño y la desinformación han
sido siempre armas rentables para no pocos déspotas a la hora de
garantizarse las mayorías respectivas, para realizar sus intereses
personales y los de “su grupo”. Recuerden que más del 60% de los
representantes políticos en nuestra pseudo-democracia ya
está decidido mucho antes de ustedes puedan votar: es la magia de
los partidos y sus listas
de candidatos.
Los políticos
y los funcionarios dominan
nuestra “democracia” exactamente igual que lo hacían
antiguamente los barones, condes y marqueses. Sólo hay que ver la
“legitimidad democrática” de tantas y tantas decisiones que
alguien toma por nosotros sin más justificación que números
paupérrimos de participación o párrafos escondidos en remotos
lugares de un programa electoral. Sobre la capacidad
cognitiva y profesional de
muchos de nuestros “representantes democráticos” a la hora de
tomar decisiones prefiero no hablar ahora. Estoy de buen humor.
De
la democracia a la fractocracia
Puesto que
siempre habrá más pobres que ricos, más arrendatarios que
propietarios, más empleados que empresarios, más miedosos que
valientes, más colectivistas que individuos responsables y más
personas incultas que cultas, resulta facilísimo para los numerosos
“héroes políticos”, con su falta de escrúpulos, de sentido de
la responsabilidad y su avidez por todo lo que huela a
poder, adueñarse de
la correspondiente mayoría para expropiar,
recortar en sus derechos a la minoría sometiéndola por vía
democrática a su voluntad.
Si prefieren que
lo exprese de forma más polémica: hazte con la masa
de los estúpidos mediante
promesas populistas y agitación demagógica y excluyente, y será
fácil dominar de “manera
legítima y democrática”
a cualquier grupo minoritario que pueda amenazar tu privilegio de
poder. Es la fórmula mágica que tantas veces ha funcionado en
la larga historia de la humanidad, ora disfrazada de despotismo,
ora de feudalismo, ora de democracia. Por eso me niego a aceptar que
vivo en una sociedad democrática. La nuestra es más bien
una democracia
fracturada.
Jamás se ha
alcanzado por la vía democrática una verdadera
reforma de
nada. Es cierto que la utilización irresponsable del oportunismo,
la comodidad y del continuo estado de dependencia de las masas generó
en no pocas ocasiones el espejismo de enormes modificaciones en la
situación de la humanidad (revoluciones, derechos humanos, acuerdos
de Kioto, Naciones Unidas, …), pero todos esos cambios
(explicados a continuación penosamente por los historiadores) se
deben principalmente a la acción de unos pocos que supieron hacer
uso de las sociedades fragmentadas para, inculcando primero y
recogiendo los parabienes de la mayoría adoctrinada después,
alcanzar sus propios objetivos; unas veces loables, otras no.
No son el fruto
del “gobierno de todos”, sino más bien el del gobierno de
unas mayorías
manipuladas y
cebadas en promesas, por lo general no involucradas en el proceso más
allá de lo que les permitieron los prometedores de turno. No
asistimos a una democracia: se trata de una fractocracia (el
poder de una parte del demos).
Desde los
tiempos de la Ilustración los pensadores y filósofos europeos se
devanan las neuronas (en ocasiones con irrisorios resultados) sobre
la madre de todas las preguntas: ¿qué reglas
y leyes han
de regular la base de un Estado moderno y democrático? Situados al
principio frente a la negación de cualquier sistema que pretendiese
usurpar las prerrogativas de la nobleza, Hegel y Kant carecieron
de la fuerza necesaria para llevar sus tesis a buen puerto.
Fracasaron ante el desinterés de las masas, a las que no
consiguieron comunicar, ni con las palabras ni con sus escritos, la
necesidad de asumir responsabilidad por la propia vida, los propios
actos.
Otros fueron
retirándose a la esquina apolítica
(Goethe, Schopenhauer, Nietzsche)
incluso prefiriendo ahogarse en un mar lírico e insustancial
(Schiller).
Los representantes de la llamada “Escuela de Frankfurt”,
peligrosísimos pseudodemócratas cuyo pensamiento nace del
socialista y criminal Marx (de
quien como “pensador” sólo cabe decir que nunca entendió ni una
sola palabra de “su” Hegel),
apenas si pueden ser denominados colaboracionistas a la hora de
implantar una conciencia
pseudodemocrática por
la que se concede a las masas ignorantes el espejismo de ejercer el
poder. Todos ellos olvidaron uno de los principios básicos de la
democracia clásica: la demos debe ser capaz de compartir
cualificadamente (no
cuantificadamente) las decisiones que le afectan.
Los individuos deben
ser escuchados y deben inmiscuirse en las labores de gobierno. Todos
los individuos. Según su capacidad en esta o aquella tarea. No
existen los inútiles totales. En una verdadera democracia no
existiría un sólo modelo educativo, o sanitario, o agrícola, o de
seguridad. En una verdadera democracia los mentirosos
crónicos que hoy gobiernan y
opositan en nuestro país jamás habrían durado más de tres meses
en sus puestos.
Sólo de
la libertad
individual nacen
los derechos
democráticos personales.
Del mismo modo, los derechos democráticos de cada uno exigen un
ejercicio individual de autocrítica a la hora de ejercer el derecho
a voto: ¿soy consciente, me he informado suficientemente, dispongo
de capacidad real para emitir un juicio sobre aquello que se me
pregunta? ¿O prefiero unirme a una masa vociferante y esconderme así
de mi propia responsabilidad, cediendo mis derechos a los políticos
de turno?
La verdadera
democracia presupone
una entidad
social pequeña,
agrupada generalmente en torno a unos objetivos comunes y que protege
tanto el derecho de cada uno de sus miembros a someterse a la
voluntad de la mayoría como el derecho
a la disidencia,
sin ver por ello amenazada su existencia dentro del grupo. La
verdadera democracia protege y alienta la individualidad,
pues sólo desde ella es posible generar pluralidad y sólo desde la
pluralidad es posible dar solución al mayor número imaginable de
cuestiones. De forma cualificada y no cuantificada.
Miren a su
alrededor. ¿Qué ven? Exacto: somos
niños peleándonos
por los caramelos que nos arrojan los políticos desde sus boyantes
carrozas. ¿Hasta cuándo?
Luis I. Gómez Fernández
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