9/1/21

Quizás no se trate de dónde queremos ir, sino de todo lo que queremos dejar atrás

QUEREMOS IRNOS A VIVIR AL CAMPO

El campo es nuestro paraíso perdido. Nuestra engañosa retropía. La imagen que condensa nuestros anhelos postcapitalistas. Quizás no se trate tanto de dónde queremos ir, sino más bien, de todo lo que queremos dejar atrás.

Mucha gente quiere irse a vivir al campo. Supongo, tampoco es que haya hecho una encuesta. ¿Quién necesita las frías estadísticas cuando la sed de aire libre y horizontes, y el ahogo de prisas y urbanizado oxígeno, acaban siendo la cara y cruz de tantas conversaciones? ¿Pa' qué queremos barómetros y sondeos cuando la pulsión de huida nos lleva en masa a atrapar el mismo aire, tomar el sol y una birra en las mismas plazas de los mismos pueblos, caminar entre los mismos pinos, cada vez que el trabajo nos libera?

Las cosas cambian más rápido de lo que cambiamos nosotras. Todo nace y se extingue a un agresivo ritmo. Las novedades se multiplican y apelotonan, la lista de tareas pendientes ocupa varias páginas. La ciudad está llena de objetos. Se publicitan en las vallas y las pantallas, se venden en las tiendas, se compran a destajo. Tenemos muchas cosas que de nada nos sirven, nos falta tanto de lo necesario.

A un lado de la balanza se acumula lo efímero y lo superfluo, lo plástico y lo obsolescente, del otro lado escasea el tiempo, el silencio y la seguridad: la que te da un techo, saber qué será de tu vida el año que viene, tener la certeza de que tendrás suficiente dinero en la cuenta para pagar tu porción de calma.

Cosas, luces, ruidos, multitudes, trending topics, telediarios. Prisas, coches, supermercados. Tinders, terrazas, gente desechada. Las calles están llenas, las fachadas están llenas, los smartphones rebosan de compromisos y urgencias. Y entonces nos queremos ir al campo, al puto campo. Comer naranjas frescas mientras miramos el cielo a través de una ventana. Volver a sentir la escarcha sobre la hierba, los ciclos de la tierra, el olor a madera quemada, el viento agitando persianas y ramas.

Queremos despojarnos de nuestros demasiados. Bajar el ritmo, vivir más despacio, abandonar el AVE por los trenes nocturnos. Cambiar la carrera contra el tiempo por los días enormes. Las horas en el metro, por los paseos en los que sorteas rocas y charcos. Mirar una noche que no esté acotada de hormigón y antenas. O al menos vacacionar lejos del wifi. Pertrecharse tras una barricada de amigas y de árboles. De tenderos cuyos nombres conozcamos. De vecinos que críen gallinas.

El campo es nuestro paraíso perdido. Nuestra engañosa retropía. La imagen que condensa nuestros anhelos postcapitalistas. El sueño asequible al que nos empuja este revoltijo de ficticias nostalgias: pues muchas nunca vivimos en el campo, ni hay mucho campo en el que vivir, ni escudos de fuerza que protejan a los pueblos del exceso de cosas, de coches, de prisas, de competitividad, de crueldad capitalista.

Quizás no se trate tanto de dónde queremos ir, sino más bien, de todo lo que queremos dejar atrás. Probablemente no baste con irse a vivir al campo, porque no odias los lunes. Tampoco odias la ciudad. Odiamos el capitalismo porque el capitalismo nos odia. Nos hace renegar de nuestros días y de los lugares que habitamos. Todo lo coloniza, es una plaga. Quizás podamos irnos de la ciudad, pero no podemos escapar del capitalismo.

O quién sabe, si en nuestros deseos de mudarnos al campo, en nuestras conversaciones sobre niños que juegan en las plazas, huertos colectivos, y decrecentismo casero, no estaremos escribiendo la prehistoria del postcapitalismo. Quizás para esto, sí que convendría apretar el paso, saturar al relato capitalista de otros relatos, colapsarlo con otras posibilidades e imaginarios, otros deseos: competir con él sin piedad por el futuro. Los lunes pero también los martes. Desde las ciudades y los pueblos.

https://www.elsaltodiario.com/capitalismo/queremos-irnos-a-vivir-al-campo  

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