16/7/18

Calculamos el valor de la vida humana recurriendo a «expresiones dinerarias»

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ADIÓS A LAS COSAS

Todas las sociedades pre-capitalistas se resignaron a la necesidad del «consumo» como un tributo destructivo a la reproducción de la vida; pero en su lucha contra el tiempo introdujeron mundo en el mundo a través de toda una serie de objetos declarados incomestibles: objetos para el uso y objetos para la mirada, cuyo conjunto definía el recinto de la cultura (por oposición a la naturaleza). Su victoria sobre el tiempo tenía forma de hacha, de zapatos, de poema, de templo. Pues bien, allí donde parece que lo que define a nuestra sociedad «de consumo» es la abundancia o el exceso de cosas, lo que hay es más bien, de manera paradójica, una anulación progresiva de la cosa misma como efecto de la acelerada renovación de las mercancías en el mercado y de un formato tecnológico que contribuye a sustituir las mediaciones por fluidos: el tributo destructivo —el eslabón animal— ciñe ahora la totalidad de la existencia, tanto en el ámbito público como en el privado. A lo largo de la historia los seres humanos han conocido sociedades sin petróleo, sin hierro o sin escritura; por primera vez estamos a punto de vivir en una sociedad sin cosas. Sin ellas, la victoria capitalista sobre el tiempo coincide con el tiempo mismo y con su duración sin costuras, como en la entraña de un reloj o en los anillos de una lombriz. (…)

¿Por qué defender las cosas?

Las cosas resisten y están en medio. Ni las constituimos ni las destituimos: las usamos o las miramos. Nos comprometen. Son interesantes; nos interesan. Son mediaciones más o menos estables que nos vinculan con los otros. (…) Nos atan al mundo y a los otros cuerpos. Pero al acelerarlas, dejan de ser «objetos espaciales» para convertirse en «objetos temporales», disueltos en el flujo sincrónico del Tiempo como si se tratase de «segundos» y «minutos » y no ya de paraguas, mesas, libros, montañas, zapatos, novios, niños. (…) Nuestra mirada y nuestra capacidad de atención son también limitadas y finitas. No podemos interesarnos por todos los árboles del mundo por mucho que los hayamos metido, uno a uno, imagen tras imagen, en nuestra cámara digital. No se puede amar a todo el mundo ni tener un millón de amigos. Por decirlo a modo de paradoja, lo que no se puede mirar se convierte en imagen. Acelerar el mundo es desentendernos de él. Es lo que he llamado en otro sitio «el nihilismo espontáneo de la percepción»: como el piloto del bombardero, sólo miramos lo que está a punto de desaparecer y nuestra mirada y su desaparición coinciden de tal modo en el tiempo que casi podemos decir que sólo miramos lo que desaparece y que desaparece porque lo miramos. Ahora la mirada también tiene dientes.1


Las cosas son relatos y manuales de instrucciones. Son nuestra memoria fuera del cuerpo, entre los cuerpos. En el objeto manufacturado, es verdad, olvidamos el trabajo del orfebre o del carpintero (por no hablar del obrero). Pero ese objeto, olvido materializado, es también —porque se ha materializado— el relato deformado de su fabricación. Nos cuenta su historia y también la de su usuario, incorporada a la curvatura de su asiento y a la inclinación de su respaldo; y además nos explica cómo
hacer una silla. Las cosas son, en efecto, cuento y manual: tiempo detenido, memoria petrificada ante nuestros ojos, el pasaje grumoso entre el pasado y el futuro que reúne en un coágulo, en una concreción duradera, el engaño placentero y el conocimiento veraz. Por eso Marx podía hablar de «fetichismo»: las cosas, encantadas en mercancías, pueden ser un jeroglífico, un relato cifrado que hay que desenmascarar y traducir. Hoy el acelerón tecnológico y mercantil nos ha llevado aún más lejos: al derretirlas, nos impide apoyar en ellas ningún relato, ni bueno ni malo; la memoria se nos va por el desagüe de la obsolescencia programada y de la liviandad material; es decir, de la autodestrucción ininterrumpida. La explotación intensiva del tiempo en la producción, en efecto, tiene su paralelo necesario en la aceleración del consumo y por lo tanto en la licuefacción de las mercancías —que son «mercancías» y no «cosas» precisamente por eso. (…) La victoria sobre el tiempo es la victoria del tiempo. Somos, como decía Gunther Anders, hombres-sin-mundo: puro tiempo comercializado.

Las cosas, que resisten un poco, acaban por morir. Son frágiles. Son insustituibles. Son —tarde o temprano— irreparables. Son finitas. Podemos encontrar en el mercado una silla igual, pero no la misma silla. En este sentido, nuestra condición tantas veces negada de sujetos (de razón o de derechos) no debe hacernos olvidar que los seres humanos somos también cosas, como los vasos y el papel; es decir, objetos de cuidados. (…) Curiosamente la sociedad que más ha fragilizado el mundo es la que más ha generado la ilusión subjetiva de victoria sobre la naturaleza y de inmortalidad. Ahora bien, ninguna ilusión médica o tecnológica, ninguna fantasía de trabajo inmaterial, podrá jamás liberarnos del trabajo de los cuidados. Sin trabajo no hay humanidad. Peinarse es un trabajo; peinar a un niño es el trabajo que da valor a su pelo y que vuelve irrenunciable su existencia. Todos derivamos nuestro valor objetivo —en cuanto que objetos humanos— del trabajo material de los demás sobre nuestro cuerpo.

¿Puede ya adivinarse qué significa para la condición antropológica de la humanidad la desaparición de las cosas? Es la muerte de las tres facultades «neolíticas » —la razón, la imaginación y la memoria— y el fin de la «mesopotamia» de la evolución, desde donde podía hallarse aún un camino hacia la democracia y la igualdad. El mundo se vuelve impensable, irrepresentable e in-memorizable. Nos importa muy poco, por tanto, su destino e incluso su supervivencia. Ni siquiera nos parece bello. A fuerza de explotar la fuente de todo valor, el capitalismo ha secado de raíz todos los valores. El ámbito del consumo, al que se ha desplazado el eje de la construcción de la subjetividad, está tan proletarizado —dice con razón Stiegler— como el de la producción, pero solo pone en relación, al contrario que la fábrica, conciencias individuales con flujos temporales impersonales: es lo que él llama «miseria simbólica».2

¿Estamos, pues, perdidos? ¿No podemos recuperar las cosas? La dificultad estriba en que no se trata de una cuestión política soluble en un aumento de la conciencia; la conciencia puede hacer poco contra un dispositivo material destituyente. Tenemos que
afrontar, de entrada, esta cuádruple paradoja:

􀀀 La paradoja de que la lucha capitalista contra el tiempo nos disuelve subjetivamente en el tiempo.
􀀀 La paradoja de que la destrucción capitalista de la naturaleza nos hace sentir subjetivamente indestructibles.
􀀀 La paradoja de que el desencantamiento capitalista del mundo convierte el desencanto subjetivo en un nuevo e irresistible lazo mundano.
􀀀 La paradoja de que la explotación capitalista del cuerpo por medios tecnológicos nos desplaza subjetivamente fuera de él.
(…)

Los cuerpos son también cosas

¿Cuánto vale, pues, una vida humana? Una forma de calcularlo es la que utilizaron los abogados de la multinacional Union Carbide para fijar las indemnizaciones a las víctimas del desastre de Bhopal en 1984. Si la renta per cápita de la India es (lo era en
ese entonces) de 250 dólares, mientras que la de los EE. UU. supera los 15000, podemos concluir que el valor medio de una «vida india» es de 8300 dólares, mientras que el de una «vida estadounidense» asciende a 500.000. Las casas de seguro utilizan
habitualmente este tipo de evaluaciones para aumentar sus márgenes de beneficios. Otra posibilidad, que juzgamos más bárbara, es la de esos sistemas «primitivos» de equivalentes que llamamos «venganza». La forma más extrema es el Talión («ojo por ojo, diente por diente»), aunque hay otras más benignas en distintos pueblos de la tierra que permiten cambiar una vida humana, por ejemplo, por cuatro ovejas, o la pérdida de un miembro por un pedazo de tierra o una mujer en edad fértil. La Sociedad, y no sólo la Historia, pueden ser terribles.

En definitiva, cuando calculamos el valor de la vida humana solemos recurrir a «expresiones dinerarias»; es decir, a formas contables exteriores mediante las cuales tratamos de asir una cantidad inconmensurable: dinero, ganado, mercancías. Pero, ¿cuál es el valor del dinero, el ganado y las mercancías?

Como sabemos, David Ricardo y Adam Smith fueron los primeros en formular en el
molde de una ley una relación que todos los pueblos aceptaban intuitivamente en sus
trueques y mercadeos: la que asocia el «valor» de un objeto a una determinada combinación de Tiempo y Trabajo. Luego, Karl Marx afinó esta formulación precisando la diferencia entre trabajo y fuerza de trabajo e identificando el valor de una mercancía con «el tiempo socialmente necesario para su producción ». A partir de ahí Marx dedujo una forma objetiva y paradójica de explotación, independiente de los latigazos y los capataces, escondida en una cifra positiva y apetecible: el salario. Marx nunca olvidó la condición previa («la fuente de toda riqueza es la naturaleza y no el trabajo», corrigió a sus compañeros en el Programa de Gotha), pero digamos que elevó a categoría «científica» una cenestesia subjetiva elemental: la de que un objeto vale tanto más cuando más tiempo y esfuerzo hemos dedicado a elaborarlo o fabricarlo.

El problema estriba en saber cuánto vale la mercancía llamada «fuerza de trabajo»; es decir, la vida humana trasladada al objeto. Para eso, Marx aplicó la lógica valor/trabajo y demostró que, si una mercancía vale tanto como el trabajo socialmente necesario
invertido en su producción, la «vida humana» vale tanto como el conjunto de las mercancías indispensables para su (re)producción: pan, calzado, un lecho, todo lo necesario, en fin, para renovar las energías físicas del trabajador, de manera que esté en condiciones, todas las mañanas, para emprender una nueva jornada laboral. El hecho de que el capitalismo (no Marx) calcule de esta manera el valor de la vida humana plantea un doble dilema, uno ético y otro lógico. El ético parece evidente, pues este «cálculo» (el de las mercancías básicas que permiten la reproducción de una vida desnuda) trata al ser humano como si fuera una mercancía más. Pero ilumina también una paradoja, en la medida en que esa mercancía se diferencia de las otras mercancías en que es la única cuyo valor se define estrictamente en el mercado. En efecto, mientras que el valor —digamos— de una mesa o de un automóvil procede de la «fuerza de trabajo » humana invertida en su producción (que es una «fuerza» exterior añadida a los procesos productivos), el valor de esa «fuerza» se fija en relación con las mercancías que ella misma ha producido.

Pero esta paradoja responde de algún modo a la pregunta fundamental: ¿no tiene el ser humano ningún valor propio, ningún valor autónomo? El capitalismo le reconocerá uno: precisamente su capacidad para «valorizar», a través de la combinación tiempo/trabajo, la materia muerta o, lo que es lo mismo, para producir riqueza capitalista. La «fuerza de trabajo » es una mercancía peculiar que, lejos de consumirse con el uso, añade valor a las mercancías que produce. El resultado, lo sabemos, es que esta potencia mágica del ser humano para dar valor se traduce, en condiciones de explotación de clase, en una desvalorización radical del ser humano. Cuanto más valoriza lo que toca, más se desvaloriza él mismo y al final, precisamente porque es la fuente de todo valor, es la única mercancía que no vale nada. O sólo 8.300 dólares, como en el caso de los trabajadores indios asesinados por la Union Carbide.

En todo caso, creo que debemos renunciar a demostrar el valor autónomo de la vida humana. Si el ser humano vale algo debe ser, sin duda, al igual que en el caso de los objetos que produce, por algo que se le ha hecho a él. (…) El ser humano tiene un valor
inmenso y lo tiene, en efecto, porque es el resultado de un trabajo. Pero de un trabajo realizado fuera y antes del mercado; de un trabajo que han hecho siempre o casi siempre las mujeres: los cuidados. El cuerpo humano no es sagrado, sino frágil, y su fragilidad lo convierte en un objeto —lo contrario de una mercancía— cuya supervivencia depende de la atención ajena. Si no se puede matar sin horror a un ser humano, si su existencia es irreemplazable no es porque el ser humano tenga la capacidad de valorizar la materia muerta, sino porque ha sido valorizado, despertado a la vida, por otro ser humano que casi siempre es una «mujer»: ha sido alimentado, limpiado, peinado, curado, acariciado, protegido por otras manos, en un trabajo entre cuerpos del que se desprende ese valor incalculable, inasible, sin equivalente, sobre el que se levantan la ética y el Derecho, las cuales tienen, como decíamos más arriba, un fundamento en la razón y otra en la atención.

La atención y los cuidados son femeninos —muy probablemente— porque los hombres las han puesto, mediante la fuerza (al menos «en su raíz»), en una situación en la que sin su atención y sin sus cuidados no habría reproducción material de la sociedad. El amor nace de ahí, de esa atención y esos cuidados —digamos— «forzados», los cuales vuelven valiosos los cuerpos. No podemos despreciar ni las hormonas ni el embarazo —el carácter físico de la maternidad—, pero podemos decir, en todo caso, que la Madre es también un proceso de precipitación histórica —como se habla de una precipitación química— definido por este esfuerzo de valorización atenta de los cuerpos. Es más fácil ser razonables (aunque no es tan frecuente), pero todos podemos ser también Madres. Podemos desconectar la maternidad —como atención y cuidados— de la violencia del parto y de la violencia del patriarcado. Nadie ha explicado esto mejor que Yayo Herrero, una de las voces más brillantes, sensatas y rigurosas del ecofeminismo en España: «La historia de las mujeres les ha abocado a realizar aprendizajes, recreados y mejorados generación tras generación, que sirven para enfrentarse a la destrucción y hacer posible la vida. (…) Su posición de sometimiento también ha sido al tiempo una posición en cierto modo privilegiada para poder construir conocimientos relativos a la crianza, la alimentación, la salud, la agricultura, la protección, los afectos, la compañía, la ética, la cohesión comunitaria, la educación y la defensa del medio natural que permite la vida. Sus conocimientos han demostrado ser más acordes con la pervivencia de la especie que los construidos y practicados por la cultura patriarcal y por el mercado».3
(…)

En definitiva: no cuidamos los cuerpos humanos porque tengan valor, sino que, al
contrario, adquieren valor en la medida en que los cuidamos y los tocamos y los miramos; en la medida, en definitiva, en que los trabajamos. Por eso quizás hay más maltratadores masculinos que femeninos y por eso quizás hay tantas mujeres prisioneras de sus verdugos: porque es casi imposible no querer a aquél al que has lavado los calcetines y preparado la comida, aunque te maltrate, y es casi imposible querer y casi imposible no maltratar, a quien has mirado poco, tocado mal y cuidado nunca. Es esto lo que une, en una intersección de paradójico desprecio, al capitalismo y al patriarcado: pues el capitalismo desvaloriza al trabajador que valoriza todas las mercancías y el patriarcado desvaloriza a la trabajadora que valoriza todos los cuerpos. Por eso, si es que queremos conservar la riqueza y la dignidad humanas (cuya fuente es una combinación de Trabajo y Tiempo), debemos librar una lucha doble y simultánea a favor de la independencia económica y de la dependencia recíproca.

¿Cuánto vale un ser humano? El tiempo que hemos trabajado en él. A eso los cursis lo llamamos «amor». 􀀀

Santiago Alba Rico
Filósofo y escritor
Texto extractado del libro ¿Podemos seguir siendo de izquierdas? Panfleto en sí menor, de Santiago Alba Rico, Pol.lens Edicions, Barcelona, 2014. Cedido para su publicación por el autor.
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1. Santiago Alba Rico, Capitalismo y nihilismo. Dialéctica del hambre y la mirada, Akal, Madrid, 2007.

2. Me he ocupado de esta volatilización de las cosas y de sus consecuencias sociales en muchos de mis libros: Las reglas del Caos, La ciudad intangible, Capitalismo y Nihilismo y El naufragio del Hombre, entre otros.

3. Yayo Herrero y Marta Pascual, Ecofeminismo, una propuesta para repensar el presente y construir futuro,
http://www.rebelion.org/noticia.php?id=103036





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