11/7/18

Un ruido constante ahoga el silencio del conocimiento de la esencia

ESTAR BIEN ADAPTADO A UNA SOCIEDAD ENFERMA NO ES SANO
Vivimos en un mundo profundamente enfermo, si consideramos que la salud es más que sólo el bien material.

Estar bien adaptado a una sociedad profundamente enferma no es una buena forma de medir la salud”, dijo Jiddu Krishnamurti, según el escritor Mark Vonnegut, quien recupera esta frase en su libro The Eden Express. La frase es una de las más citadas de Krishnamurti y parece resonar con el espíritu de nuestros tiempos, en el que las personas sienten a la vez un fuerte deseo de pertenecer y encumbrarse en la sociedad y a la vez una repulsión, ya que para hacerlo suelen tener que  hacer a un lado su auténtica individualidad, consideraciones éticas y espirituales e incluso someterse a presiones laborales y sociales que ponen en riesgo su salud física y mental.

Hay que decir que es natural que la persona busque pertenecer en la sociedad y obtener estatus, esto es algo que en gran medida está codificado biológicamente y es además -al menos sentirse aceptado- una necesidad psicológica. El conflicto aparece al tiempo que el individuo nota que para ser aceptado por el grueso de la sociedad y para obtener los beneficios de dicha adaptación -bienes materiales, familia, pareja, fama y demás- debe hacer cosas que en ocasiones van en contra de su propia visión del mundo y de ciertos principios que le parecen menos contingentes que aquellos en los que se basa la sociedad actual. 

Evidentemente para el individuo que no tiene mucha conciencia moral o que no tiene una vida crítica intelectual y espiritual, el conflicto no suele surgir y simplemente abraza la visión materialista de la realidad en la cual está basada la sociedad moderna. Para este individuo no hay mucho que cuestionar o dudar -si sólo existe este breve intervalo de vida en medio de la nada absoluta, vida que no tiene ningún sentido trascendente ya que vivimos en un universo ciego y mecánico e inerte, entonces las cosas son bastante claras, hay que subir la pirámide del éxito, hay que buscar el placer y hay que dejarnos llevar por la voluntad de poder, que está a fin de cuentas justificada por la evolución biológica (la supervivencia del más apto). Esta visión literalmente sugiere que el mejor adaptado es el mejor, el más sano y el que obtendrá todos los beneficios, como el macho de las langostas más fuerte que tiene acceso a todas las hembras y obliga a los demás machos a vivir marginados.


Ahora bien, debemos distinguir entre el individuo que utiliza esta idea como un mecanismo de defensa y aquel que tiene una clara convicción y que se rige realmente por principios que contradicen los postulados por la sociedad moderna. En el primer caso, muy común, vemos un escapismo que es una forma de egoísmo. El individuo desea ser parte de la sociedad -y probar sus mieles- pero por diversos factores no logra encontrarse en un sitio favorable dentro de la misma; entonces, para defenderse, la rechaza. No es capaz de trabajar duro, de sentir sana humillación, o no tiene la inteligencia necesaria para jugar su juego con destreza. Esta frustración, en algunos casos puede ser positiva en el sentido que puede orillar al individuo a un estado en el que se dé cuenta que lo que estaba persiguiendo no era una causa genuina de felicidad. Generalmente, sin embargo, sólo lleva al resentimiento y refleja una cierta cobardía disfrazada de un aire de superioridad.

Pues como sugirió Nietzsche el  individuo que no es libre y no tiene poder de actuar y de afectar a los demás, no ejerce realmente una postura moral, aunque argumente que su marginación social o desatino se debe a su gran ética. Para ser individuos auténticamente éticos debemos enfrentarnos con situaciones reales y significativas en las que se nos exija elegir entre el bien y el mal (no discutiremos aquí el tema de la relatividad del bien y el mal: sólo diremos que dicha relatividad pasa a segundo término cuando el acto tiene una eficacia, produce ciertos efectos que pueden ser distinguidos).

Lo anterior no significa que la ética sólo pueda ejercerse dentro de los límites bien definidos de la vida socialmente aceptada, ni mucho menos; significa que la ética existe en las acciones, sobre todo en la congruencia de la acción  -de hecho es siempre mente, acto y palabra- y el ejercicio de la libertad, y el caso que hemos presentado padece de una contradicción interna. 

¿Por qué vivimos en una sociedad enferma, como sugiere la frase de Krishnamurti? Muchos creerían que vivimos en la sociedad más sana de la historia. Al menos en términos materiales cuantitativos esto parece ser cierto. Las personas cada vez viven más años y tienen más cosas. Sin embargo, hacia lo que apunta Krishnamurti es a que existe un modo de existir más auténtico que el materialismo y el cual para descubrirse requiere de la reflexión y la contemplación e incluso de una especie de desprogramación de aquellos conceptos e ideologías que obstruyen nuestra percepción de la realidad o del ser mismo que conocemos en su manera más pura en la observación silenciosa de nuestra conciencia.

El mundo moderno está enfermo porque presenta constantemente un ruido que ahoga el silencio del conocimiento de la esencia y genera una serie de  distracciones que dificultan la introspección y el cultivo del propio aparato psíquico para percibir esa realidad subyacente. Está enfermo porque considera que lo que hay debajo del ruido no es nada, que no hay fondo trascendente, no hay ser eterno, no hay ni siquiera una verdad por la cual valga vivir. Sólo tenemos entonces este parque de atracciones por encima que no es ningún sacrilegio porque abajo no hay nada.

En contradistinción a esta visión tenemos la visión de numerosos artistas, poetas, profetas e incluso algunos científicos que históricamente han notado que la mente de masas atenta contra la mente del individuo, que el deseo de pertenecer a la sociedad y la búsqueda de seguridad en la normalidad suelen llevar al extravío del espíritu, a la traición de la auténtica chispa vital que en el individuo requiere, para crecer, de seguir y nutrir su propia luz, si bien esa luz puede encontrarse reflejada en una tradición -generalmente en una tradición de personas que fueron capaces de escuchar su propia voz interna y seguir su propio camino; si bien esa voz interna en ocasiones parece haber sido la voz de una divinidad (como el daemon de Sócrates) y ese propio camino parece haberlos conducido a una mismo destino que es también un origen y en el cual hay una comunión impersonal).

Jung en su texto de 1928 Two Essays on Analytical Psychology, antes de las grandes religiones políticas del siglo XX, notó cómo la individualidad se pierde ante la fuerza oceánica de las masas, la cual el individuo no sólo encuentra en la masa social externa, sino también en su propio inconsciente -que es una masa social interna, una latencia colectiva que aflora en el contacto social:

La sociedad, al automáticamente enfatizar las cualidades colectivas en sus representantes individuales, favorece la mediocridad, o todo aquello que se contenta con vegetar de forma laxa e irresponsable. La individualidad inevitablemente será llevada contra la pared. El proceso empieza en la escuela, continúa en la universidad y rige todos los departamentos en los que el Estado se involucra. En un cuerpo social pequeño, la individualidad de sus miembros se resguarda más fácil y es mayor su libertad relativa y la posibilidad de responsabilidad consciente. Sin libertad no puede haber moralidad.

Nuestra admiración por grandes organizaciones se encoge cuando nos damos cuenta de todo lo que es primitivo en el hombre, y la inevitable destrucción de su individualidad en beneficio de la monstruosidad que es en la práctica toda gran organización. El hombre de hoy, el cual se parece más o menos al ideal colectivo, ha hecho de su corazón una guarida de asesinos, como puede probarse fácilmente por un análisis de su inconsciente, aunque él mismo no está en lo más mínimo perturbado por ello. Y en tanto que está normalmente “adaptado” a su ambiente, es verdad que la mayor infamia a favor de su grupo no le perturbará en lo más mínimo, siempre y cuando la mayoría de sus iguales crea firmemente en la moral exaltada de su organización social.

Aquí vemos obviamente los peligros de estar bien adaptados a una sociedad enferma. Anteriormente esto se hizo patente con el nazismo, con el estalinismo y el maoísmo. El hombre moderno cree que está libre de este tipo de totalitarismos solamente porque ha desarrollado una especie de cinismo o distancia irónica ante las creencias religiosas y los sistemas políticos más radicales. Sin embargo, olvida que el materialismo también es una creencia (paradójicamente metafísica) y puede radicalizarse, algo que ya amenaza teóricamente con algunos de los postulados del transhumanismo. Este rasgo de creer que somos superiores a los hombres del pasado y sobre todo a los hombres primitivos, quizás refleje sólo nuestra ignorancia de las cosas realmente importantes, las cuales no tienen que ver con el progreso. Como escribió Kafka “Sólo es por su estupidez que pueden estar tan seguros de sí mismos”. 

Esta tradición de filósofos, poetas, santos y demás de la que hablamos anteriormente se distingue en gran medida por la capacidad de la autodeliberación y el compromiso con principios superiores. Es verdad que no debemos mirar con nostalgia tiempos pasados como si hubieran sido más espirituales o más sensatos que los nuestros, ya que la historia está llena de episodios oscuros y el único mundo en el que podemos despertar es el presente. “En los individuos, la locura es rara; pero en los grupos, partidos, naciones y épocas, es la regla”, escribió Nietzsche.

La diferencia, me parece importante señalar, yace en que por primera vez tenemos una sociedad global, y si seguimos con esta línea argumental, entonces debemos decir que presenciamos una epidemia, una masificación de esta patología propia de las masas y de la mentalidad materialista, que además ha llegado a su cúspide, siendo Nietzsche su mismo profeta al anunciar la “muerte de Dios”. Nietzsche predijo que se inventarían, para llenar la ausencia de Dios, nuevos “juegos sagrados”. Lamentablemente esos juegos sagrados -el entretenimiento, la política de la identidad, los sueños de fama, etc.- no son más que nuevos mecanismos para mantener al individuo en un estado colectivo de pasividad y alineación, un nuevo “opio del pueblo”. 

El “superhombre” parece estar igualmente lejos al menos de que las grandes compañías de tecnología logren su sucedáneo a través de la incorporación de las máquinas a la biología humana y lo hagan accesible a aquellos que tienen el suficiente capital para adquirirlo. Esto, sin embargo, no es más que el gran sueño religioso del materialismo científico.

Al final de cuentas, lo que hemos tratado aquí es una cuestión de libertad. Pero no de ser libres en el sentido que ha propagado la sociedad de consumo o la sociedad secular moderna, de poder elegir entre 400 cereales en el supermercado, ver el contenido que queramos en línea o elegir el político con el que más nos identificamos. Libertad en el sentido de poder ser nosotros mismos, no de poder adaptarnos a la sociedad, sino de ser capaces de aceptar quién realmente somos y no sucumbir o supeditarnos a presiones externas.

La libertad es un viaje de descubrimiento de la realidad, de autoconocimiento. No tenemos demasiado tiempo en esta vida para lograr llegar al destino -aunque ese destino más bien sea un estado de ser, un modo de caminar y no un lugar específico- y perder el tiempo queriendo conformarnos con dictámenes ajenos y paradigmas ilusorios puede ser fatal. Como dijo Albert Camus “Nadie se da cuenta de la tremenda cantidad de energía que las personas gastan meramente en ser normales”. No es nada fácil dejar de intentar adaptarse a lo que creemos que la sociedad quiere de nosotros y a través de lo cual nos otorgará sus bondades -como dijimos antes, hay un factor biológico de por medio, por ejemplo, el deseo de reproducirse-. Pero es sumamente liberador dejar de dedicarle energía a esto, como sugiere la frase de Camus.

Al mismo tiempo si dejamos de hacer esto, que es a la vez una afirmación de la propia naturaleza, seguramente rendirá frutos, sino en la sociedad en general, seguramente sí en sus pequeñas bolsas de gente afín, en pequeños núcleos de mentes hermanas, que es lo que realmente importa, no la sociedad en general, sino las personas de las que está compuesta.  Dicho eso, la auténtica motivación, como deja muy claro la Bhagavad Gita, es aquella que no tiene un motivo ulterior, la cual renuncia al fruto, es espontánea, actúa por amor, el arte por el arte. 

Dijimos que se trata finalmente de la libertad, pero cualificamos esta libertad como una búsqueda, una elección y una aceptación de la verdad. Y la verdad requiere valentía, especialmente en un mundo enfermo. En el famoso cuento nadie se atreve a decirle al rey que va desnudo, sólo un niño que está libre del condicionamiento social. “Un hombre que es auténtico parece y se comporta como un demente para aquellos que viven en el mundo de las ilusiones, así que cuando llaman a un hombre un idiota solamente se refieren a alguien que no vive en el mundo de sus ilusiones”. Un gran ejemplo de esto es El Idiota, de Dostoyevsky.

El príncipe Myshkin es un hombre ingenuo e inocente, que padece ataques epilépticos, en un mundo violento e inmoral en el que parece que todo está permitido (si Dios no existe, todo está permitido, es la frase que viene a la mente) y que arrasa a aquellas almas delicadas que viven conforme a los ideales de belleza, verdad y bondad. El príncipe, sin embargo, justo por su inocencia y su pureza de corazón, es capaz de percibir una armonía y una belleza luminosa que le dan sentido a la vida, incluso en la enfermedad y la más aciaga contrariedad. Belleza y pertenencia con algo mucho mayor que la sociedad producen devoción natural, un estado de gracia. “La belleza salvará al mundo”, es una frase que se atribuye al príncipe en la novela.

La belleza ciertamente no en su sentido cosmético y decorativo, en su sentido cósmico y existencial: “el esplendor de la verdad”, como dijo Platón. El príncipe está enfermo, pero en realidad su enfermedad es una salud más alta. Como dijo Jung “no estamos aquí para sanar nuestras enfermedades, sino para que nuestras enfermedades nos sanen a nosotros”. En cierta forma nuestras enfermedades, nuestras depresiones, nos hacen alejarnos de la superficie del mundo e ir hacia lo profundo.

Uno de los muchos ilustres personajes que se sometieron a la psicología analítica, Herman Hesse, dijo: “Un hombre que está mal-ajustado al mundo siempre está al borde de encontrarse a sí mismo. Alguien que está bien ajustado al mundo nunca se encuentra a sí mismo, pero logra convertirse en ministro del gabinete.” Si la anormalidad, la desadaptación o el desajuste es visto como enfermedad y es sufrido con desventajas y discriminación, que al menos nos consuele que estamos más cerca de lo único realmente importante; nuestra vulnerabilidad es también una apertura a lo transformador, a lo numinoso. 

La frase de Hesse apunta hacia la que parece ser la gran disyuntiva de la vida, la cual requiere de una especie de decisión heroica y hasta de una conciencia trágica -sin que esto signifique una radicalización dicotómica: el camino medio, libre de extremos, goza del más alto linaje. Se trata, de cualquier manera, de tomar un camino menos transitado y por ello probablemente más difícil, pero no es un camino solitario, aunque por momentos así lo parezca, por el contrario, es el camino que nos lleva a finalmente acabar con la alienación y a ser recibidos en la sociedad de seres realmente libres.

Twitter del autor: @alepholo

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