Hay
muchas opciones para vivir unas vacaciones inolvidables sin tocar un
coche: a pie, en bici, en velero o en compañía de un caballo! Para
descubrir mundo, el único motor que hace falta es la ilusión de
dejar atrás la rutina y fundirse con el paisaje.
El coche repleto de maletas y la
carretera por delante. Un billete de avión en la mano y la maleta a
punto de facturar. Son dos imágenes que para muchos son sinónimo de
vacaciones. Pero dos formas de viajar con elevadas emisiones de CO2
asociadas y, por lo tanto, con un elevado coste ambiental. En este
reportaje exploramos formas de vacaciones sostenibles: a pie, en
bicicleta, a caballo o en velero. Son experiencias en las que lo
importante no es ir muy rápido ni muy lejos. Las personas con
quienes hemos hablado hacen un elogio a la lentitud y a la
proximidad. Nos explican que, para salir y maravillarnos, no hay que
dejar más huella que la de nuestros pies.
Lluïsa cumplió su primer año en
Holanda, viajando en un remolque de bicicleta al
ritmo de los pedales de sus padres, Joan y Marta. Ahora tiene doce
años y no conoce unas vacaciones sin una bicicleta de por medio.
Sabe que sus viajes familiares son bastante diferentes a los de sus
amigas del colegio.
Joan y Marta no son de los que se
echan atrás a la hora de viajar con hijas pequeñas. Después de
Lluïsa nació Núria, que ahora tiene nueve años. Cuando tenía
tres meses y medio compraron un adaptador para bebés para su
remolque de dos plazas y en pleno mes de julio pedalearon po Europa,
los cuatro. Y la tercera hija, Caterina, que solo se lleva un año
con la mediana, a los seis meses ya hizo su primer viaje en bici.
“Cuando eran pequeñas, el secreto era ir despacio y escoger rutas
más llanas. Aprovechas para pedalear cuando duermen y paras a menudo
–nos comenta Marta–. Lo que tiene de bueno la bici: puedes parar
en cualquier parte, al aire libre, en medio de la naturaleza, a comer
o a dar el pecho”.
No se mueven de forma 100 %
sostenible porque cogen el coche particular hasta el punto de inicio
de la ruta. Lo dejan ahí las tres semanas que están pedaleando y,
si la ruta que han escogido no es circular, cargan las bicis en el
tren hasta el punto donde han dejado el vehículo. “Nuestro sueño
es irnos desde la puerta de casa en bici –dice Marta–, pero aún
son muy pequeñas y en verano hace demasiado calor para eso”.
Como expertos en cicloturismo,
recomiendan recorrer pocos
kilómetros cuando
se viaja con niños. Además, por Europa, aparte de la buena
señalización de las rutas, dormir nunca es un problema. Hay muchas
opciones y no hace falta exprimir las fuerzas para llegar al lugar
donde has planeado pasar la noche.
Se alojan siempre en campings y
duermen en tienda de campaña. Solo acuden a albergues cuando hay
alguna emergencia o si llegan a pueblos donde no existe ninguna otra
opción. “Pero eso no pasa casi nunca”, dice Marta. Además,
desde hace dos años son miembros de Warm
Showers, una red
de economía colaborativa donde ofreces tu casa para acoger
cicloturistas, y a la inversa. No hay intercambio monetario sino de
experiencias, culturas, comidas y consejos entre viajeros ciclistas y
locales. “Que venga alguien a dormir es toda una experiencia para
los cinco porque conocemos gente de otras culturas y regiones del
mundo sin movernos de casa. Les ofrecemos cenar, dormir y el
desayuno”.
Este verano hicieron su primer
viaje transoceánico y cogieron un avión, pero eso no impidió que
las bicicletas fueran su motor de movimiento. Durante las tres
semanas de ruta, cada noche la pasaron en casa de un warm
shower. “Al final,
el intercambio con la gente local acaba siendo el 50 % del viaje
–dice Joan–. Ves como viven, comes con ellos, te explican las
rutas en bici, las tradiciones de la zona y puedes compartir lo que
has visto durante el día”.
Ligeros
de equipaje, cargados de experiencias
Insisten en que la logística de
viajar los cinco en bici no es tan complicada. Joan se encarga de
organizar la ruta sobre el mapa y de la mecánica de las bicis;
Marta, del equipaje. El secreto: poco peso. “Hace muchos años que
lo hacemos y solo hemos ido incorporando hijas”. Llevan muy poca
ropa (tres mudas cada uno) y cada cuatro días las van lavando en los
campings o las lavanderías que encuentran por el camino. También
cargan la tienda de campaña, el hornillo, los sacos de dormir y las
herramientas, muy importantes para ser autónomos en las pequeñas
reparaciones. La comida la compran cada mañana. “Normalmente
hacemos sándwiches y fruta al mediodía y, para la cena, utilizamos
el hornillo”, dice Marta. Caterina, la pequeña, añade que también
compran chucherías de vez en cuando para tener energía mientras
pedalean.
Se desplazan un máximo de sesenta
kilómetros al día, pero si fuera por Lluïsa, serían más. “Si
un día haces diez o quince, no pasa nada. No vamos a hacer deporte.
Vamos a hacer cicloturismo”, aclara Joan. Se mueven con bicicletas
híbridas adaptadas para
cicloturismo, con cuadro reforzado, portapaquetes delante y detrás,
y guardabarros. Lluïsa lleva una tipo mountain bike. Núria y
Caterina van con bicis estándar de su edad, también con
portapaquetes y, si puede ser, guardabarros. “Tienen que ser bicis
robustas, especialmente las nuestras, porque llevamos más equipaje”,
dice Marta. Este año cada una va con su bici, “¡todos libres!”,
dice Joan. Pero se han ido adaptando según las edades de las niñas:
primero iban con el remolque (donde llevaban una hija o dos), después
dos hijas en el remolque y un followme tandem (un sistema para pegar
las dos bicis “adulto-niña”). Ahora ya pedalean los cinco de
forma autónoma.
Aconsejan poner buenas alforjas
impermeables en la bici para asegurar que la ropa estará siempre
seca. No gastan demasiado dinero en equipamiento. De hecho cada año
han ido realizando una pequeña inversión e insisten en que el
material que compran “es para toda la vida”. Hace casi doce años
que tienen las mismas alforjas y a las niñas les compraron un saco
de adulto precisamente para que lo pudieran aprovechar durante años.
Joan destaca que hay mucha producción local de bicicletas y
complementos. En cuanto a la ropa, “vamos muy normales, no le
prestamos demasiada atención”, comenta. “No utilizamos prendas
técnicas sintéticas y deportivas porque un cicloturista no tiene
las mismas necesidades que un ciclista”.
Aparte de viajar de forma
sostenible, dejan claro que les gusta hacerlo en familia. “Estamos
las 24 horas juntos y siempre volvemos muy contentos –dice Marta–.
De hecho, una vez que hicimos una escapada a Londres nos preguntamos:
¿qué hacemos en Londres sin bicis?”
Con un
caballo por compañía
A Anaïs, cuando viaja, no le
interesa ver muchas cosas, sino “estar”. “No me interesa ver
todas las montañas ni todas las cascadas, sino vivir la rutina de la
gente que me aloja, ver cómo viven y comer lo que comen”. No le
gusta el turismo consumista y combina esta filosofía con los viajes
a caballo,
animales con los que ha convivido desde muy pequeña. Cuando tiene
vacaciones, sale a descubrir los rincones de los Pirineos a caballo
con el mínimo imprescindible: una tienda de campaña y una cuerda
suficientemente larga para tirar línea (de árbol a árbol) y
permitir que el animal pueda moverse durante la noche.
Son animales de manada. Pero a
Anaïs le gusta salir de la zona de confort. Sabe que es importante
planificar bien la ruta y crear un vínculo
de confianza con
el animal. Además, reivindica que hay que olvidarse del “montar a
caballo” porque es muy gratificante llevarlo caminando, con los
pies en el suelo, y mirándose de vez en cuando a los ojos.
Organiza rutas de
una semana por los Pirineos o por comarcas del norte de Cataluña,
parando a dormir en casas de turismo rural. Comenta que en nuestro
país no hay tanta tradición de viajar a caballo como en otras zonas
de Europa. Por eso su clientela es sobre todo extranjera. Le gusta
enseñar el país a un ritmo más lento, sin coste elevado para el
medio ambiente y con un gran respeto por el animal. “En un día se
pueden hacer entre 15 y 35 kilómetros, según los integrantes del
grupo”.
No hay límite de edad para viajar
con caballos. Anaïs incluso ha acompañado a personas de ochenta
años. Eso sí, pide que los niños ya hayan cumplido los doce.
Comenta que ha recorrido varias rutas con madres e hijas, pero sobre
todo lo más habitual es que se apunte gente suelta, parejas y grupos
de amigos.
Los que viajan a caballo quieren
conocer el territorio desde otra óptica, realizar una inmersión en
el país estando en la naturaleza, alojándose en casas de gente
local y yendo por lugares a los que no llegarías nunca en coche. Lo
que les une es la pasión por el animal y la naturaleza, pero también
el placer de observar el entorno desde la perspectiva que te da la
altura del caballo y caminar al ritmo del animal. También están las
rutas pack trip en
grupo, donde lo llevas todo encima y duermes a la intemperie. “Hay
una persona de intendencia que prepara la comida para los viajeros y
los caballos”. Para Anaïs, antes de salir, hay que preguntarse
cuáles son los mínimos que necesitamos para viajar, llevar poco
peso y poca comida y que todo sea lo más local posible.
Ahora da prioridad a los viajes
con caballos en los que el animal lleva la carga,
los viajeros caminan a su lado y, cuando deciden montar, lo hacen a
ritmos más lentos. Quiere impulsar la práctica del “caminar más
y montar menos” para potenciar una visión de respeto hacia el
animal. “Es sostenible moverse a caballo, pero también tiene que
ser sostenible para el caballo”, comenta. Son animales preparados
para rutas largas pero, según ella, recorren demasiados kilómetros
a la semana (más de 200) y se les fuerza a ir demasiado rápido.
Además, sube gente muy diferente: los que saben montar y los que no.
Y esto representa un doble esfuerzo también para el animal, que
tiene que estar constantemente equilibrando pesos.
El
cuerpo como vehículo
Joana tiene 36 años y ha viajado
en vacaciones sobre todo en autostop, en bicicleta –a través de
vías verdes– y a pie, haciendo ruta de montaña. El verano pasado
escogió el Camino de Santiago por el norte.
“Quería que fuera poco
masificado y que tuviera paisajes poco urbanos e industriales y el
Camino del Norte tiene paisajes muy bonitos y vas bordeando todo el
rato entre el interior y la costa”. Decidió “saltarse” algunos
tramos de etapas que pasaban por grandes ciudades y recorrerlos en
transporte público. Esquivó Bilbao, Santander y Gijón, pero desde
Irún hasta Santiago y la continuación hasta Finisterre lo hizo a
pie. “Fueron 35 días en total. Cuando caminas dependes de tu
físico y tu mente, de la comida y el agua, de una ducha y una cama
para descansar y de los objetos que te caben en una mochila de no más
de 30 litros”.
Joana recuerda la importancia de
llevar muy
poco peso. “Eso
te hace plantear realmente qué necesitas y qué no. Es un buen
ejercicio”. Durante el viaje se tuvo que enviar por correo a casa
tres kilos y medio de objetos. “Te das cuenta de que realmente
llevas muchas más cosas de las que necesitas y que gestionarlas
provoca mucho ruido mental y, por lo tanto, mucho cansancio”.
Para ella, las vacaciones son
descanso, sobre todo mental, y para descansar necesita estar liberada
al máximo de objetos y rebajar la actividad a las funciones
más básicas:
caminar a un ritmo concreto, en silencio, durante horas, oxigenando
la vista con la belleza del entorno y el cuerpo con el aire limpio, e
interaccionar y socializar en momentos puntuales, normalmente en los
albergues de peregrinos. Las vacaciones, para ella, son un pequeño
paréntesis de libertad en el que vive fuera de la rueda cotidiana
del trabajo (en la que a menudo depende del coche) y el entorno
urbano. Puede vivir más despacio y conectar con el entorno sintiendo
que forma parte de él, en lugar de “usarlo”.
Antes de planificar las vacaciones
Joana tiene una “vocecita interior” que la censura si se plantea
coger un avión para irse lejos, porque sabe que es una acción que
tiene un gran impacto ambiental. “Hace unos años estuve un verano
de vacaciones en Brasil y por las dimensiones del país parecía que
si no cogías unos cuantos aviones no verías nada”. Joana constata
que en su entorno existe todavía el prejuicio de “cuanto más te
mueves, más conoces” y ella cree que es justo a la inversa. “Ves,
pero no conoces porque no tienes tiempo de ‘mirar’ y menos de
interaccionar con la realidad e impregnarte de
ella. Parece que conocer es consumir imágenes, paisajes, emociones
fuertes y grandes experiencias, y ese quizás es el planteamiento del
‘hacer turismo’ y ver lo que otros han decidido que se tiene que
ver, los monumentos o espacios top
ten”.
“A mí me gusta más viajar que
hacer turismo”, comenta; a pesar de que es consciente de que
requiere más tiempo, tiempo del que no disponemos por el formato de
vacaciones que tenemos. Las vacaciones me hacen aumentar la
conciencia de pertenencia al planeta, sobre todo si las hago con mi
cuerpo como vehículo y con un ritmo a escala humana, como es el de
caminar o ir en bicicleta”.
Reportaje completo en cuaderno Opcions nº 54 |
Marta Molina
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