Democracia sin alma
... la crisis obliga la democracia a hacer el ridículo: ¡es tan evidente que no es el pueblo soberano, quien manda, ahora, sino los mercados!
Escribo el viernes sin conocer el resultado de la cita electoral del domingo; y desconociendo también si el pulso entre la Junta Electoral y los indignados que han acampado en las plazas, ha derivado en confrontación. De producirse, la confrontación empañará la jornada electoral y debilitará de nuevo los fundamentos nuestra democracia. Una democracia que lleva años erosionada por constantes perversiones de las reglas del juego. Dos ejemplos de perversión: la burda politización del Tribunal Constitucional; y las horribles circunstancias de la primera elección de Zapatero (atentado del 11-M, imposición aznariana de la autoría de ETA y manifestaciones de repulsa ante las sedes del PP en plena jornada de reflexión).
Un nuevo lío en las calles el sábado de reflexión contribuiría a profundizar la erosión interna de la vida democrática, ya muy castigada, de hecho, por otros dos factores estructurales. Uno de ellos es viejo: el férreo dictado de los cerrados núcleos que controlan los partidos.
Pero el otro factor es actual: la crisis obliga la democracia a hacer el ridículo: ¡es tan evidente que no es el pueblo soberano, quien manda, ahora, sino los mercados!
La parte del relato de la crisis que muchos no quieren escuchar es esta: en la boca del lobo de los mercados nos metimos nosotros solitos. Nadie nos apuntó con una pistola para obligarnos a vivir por encima de nuestras posibilidades. Nadie nos exigió a pasar del vino peleón al crianza, del chorizo al jabugo, del turrón a las vacaciones navideñas. Nadie nos obligó a endeudarnos hasta las cejas, aunque, ciertamente, nuestras instituciones de ahorro (ahora tambaleantes o heridas de muerte la mayoría de ellas) nos seducían como pérfidas sirenas.
El hecho es que las clases medias y populares se endeudaron hasta las cejas; y se hipotecaron a 30 o 40 años. Al especular sobre nuestra deuda, los mercados castigan la economía española, pero también ponen en jaque el euro. La democracia española no tuvo más remedio que rendirse: el llamado directorio europeo, dirigido por Alemania y Francia, obligó al gobierno a someterse a una draconiana política de adelgazamiento. El adelgazamiento repercute sobre los gobiernos autónomos: los famosos recortes en sanidad y otros servicios.
Si la crisis había dejado en evidencia la irrelevancia del poder político, la aparición de los indignados en plena campaña electoral ha dejado en evidencia otro componente esencial de nuestras instituciones democráticas: las palabras y las formas de nuestra democracia están vacías. Los ocupantes de las plazas han actuado como el niño del cuento, que proclamó la desnudez del rey desnudo. Sabíamos que los ampulosos ropajes formales de la democracia española ya no tapan las vergüenzas de la política. Sabíamos que las grandes palabras de uso electoral ya no transmiten nada. Lo sabíamos. Los acampados no han dicho nada que no supiéramos. Pero el contraste entre los mítines vacíos de la campaña electoral y los indignados llenando las plazas ha permitido que la idea cristalizara en una verdad indiscutible: la democracia ha perdido el alma, sólo tiene vida vegetativa.
Los candidatos a las elecciones eran legión, pero en los últimos días de campaña han quedado eclipsados por los campistas. Jóvenes y maduros, izquierdistas o ingenuos, idealistas o irritados, encarnan el espíritu de estos tiempos duros. El espíritu del disgusto y el enfado. El espíritu del No. El espíritu de la pataleta.
Después de tres años de crisis: hay tres problemas que pesan sobre nuestra sociedad como una condena. Del primero ya hemos hablado antes. Démosle otra vuelta: los gobiernos son económicamente impotentes. No pueden contrapesar, corregir o mitigar la fuerza de los mercados. El Estado ha muerto, impotente para corregir el rumbo de la economía global. Los gobiernos (no importa si son locales, autonómicos o del Estado) acaban reduciendo su acción a las tareas domésticas (escuelas y hospitales) o decorativas: ordenan el tráfico, cobran multas de aparcamiento. Más aún: cuando los mercados lo exigen, ni siquiera el funcionamiento de hospitales y escuelas está en manos del Gobierno.
Los otros dos problemas que causa la crisis son sociales: casi la mitad de los jóvenes no tiene trabajo. Y lo que es peor: cuando trabajan, lo hacen en condiciones precarias, muy alejadas de su formación y de sus expectativas. Peor todavía: esto no tiene solución en el inmediato futuro. Los mejores de nuestros jóvenes se van, se tienen que ir. Y los que se quedan están condenados a la precariedad y a la frustración. Estas dos realidades explican la revuelta de los indignados. Quedaba por describir el tercer problema que causa la crisis: el empobrecimiento de la clase media. Pero la clase media no se suma al movimiento de los indignados. Expresa su decadencia apuntando en otra dirección: contra la izquierda y, consiguientemente, a favor del PP. Los más lúcidos del PP saben, sin embargo, que un gobierno de derechas tampoco podrá cambiar las penosas circunstancias descritas. El Estado seguirá siendo impotente; los jóvenes carecerán de futuro; las clases medias continuarán empobreciéndose. La crisis se ceba políticamente contra los socialistas, pero barrerá también los populares.
Y después, ¿qué? El pueblo no ama la verdad, decían los viejos escépticos: ama la fantasía. Dentro de pocos años, cuando el Partido Popular fracase, ¿qué tipo de fantasía nos poseerá?
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