27/5/21

La alimentación tiene que estar en manos de la gente, no de las multinacionales

EL SUEÑO DE VIVIR DE LA TIERRA

En el País Valencià hay un sector agrario emergente de gente joven, formada y comprometida, que se abre paso a contracorriente y que apuesta por un sindicalismo agrario transformador con el que cambiar el modelo alimentario y hacer frente a uno de sus problemas fundamentales: el acceso en la tierra.

“Los bienes naturales son el centro de todas las disputas del planeta”. Con esta afirmación empezó el discurso de un ganadero vasco jubilado, Paul Nicholson, conectado vía telemática ante una sala con más de 30 jóvenes que le escuchaban en Alboraia (Horta Nord, València). Jóvenes que han apostado por dedicarse al campo: a la horticultura, al sector del vino, a la fruta, a la transformación de alimentos... pero que también han apostado por militar activamente en una organización agraria, en la Coordinadora Campesina del País Valencià (CCPV-COAG), conscientes de aquello que Nicholson explica: “La mercantilización de los alimentos, de la naturaleza y de la biodiversidad choca directamente con la agricultura campesina y con su papel de defensa de las raíces, la tierra, el agua y la vida”.

Nicholson es contundente porque vivió en primera persona la formación y consolidación, desde 1993, de La Vía Campesina, el movimiento global que actualmente articula 250 millones de familias en todo el mundo y que ha supuesto una referencia política y ha ayudado a definir conceptos como la soberanía alimentaria. “Existen realidades diferentes, pero con un lenguaje y un análisis comunes: la alimentación tiene que estar en manos de la gente, no de las multinacionales”, afirma el activista.

Y es que, a pesar de que Naciones Unidas ha destacado que la pequeña agricultura y ganadería han sido clave durante los meses más duros de la pandemia por su capacidad de adaptación y conocimiento del territorio, los poderes políticos continúan impulsando otro modelo, el agroindustrial, “la agricultura fósil”, como dice Paul Nicholson. Esto también pasa en nuestro entorno, y por eso la CCPV (que forma parte de este movimiento por la soberanía alimentaria), con el apoyo de la ONG Mundubat, organizó el pasado mes de abril estas jornadas de formación destinadas a generar debate entre las personas afiliadas sobre la construcción de la soberanía alimentaria al País Valencià, especialmente a partir de un pilar fundamental: el derecho de acceso a la tierra.

Construir alternativas de vida

Mar Cabanes fue una de las asistentes al evento. Ya hace más de cinco años que se instaló en su pueblo, Monóvar (Vinalopó Mitjà), y con su compañero puso en marcha una cooperativa, La Zafra. Elaboran vinos naturales que tratan de comercializar en circuitos de proximidad, a pesar de que el último año, con los meses de cierre de la hostelería, abrirse paso en el mercado ha sido todavía más complicado.

Para ella la amenaza más grande para la agricultura a pequeña escala es la falta de relevo generacional: “No se ha promovido la agricultura como opción de futuro y trabajo digno, las familias no aprueban que sus hijos nos dediquemos al campo y las que lo hemos hecho hemos mantenido una lucha constante”. Y esto está ligado con los precios de los alimentos y el modelo productivo y de consumo, que hacen que la producción de secano no sea rentable si no hay, como es el caso de Mar, una transformación que añada valor al producto.

“Yo soy de familia campesina y he crecido con mensajes negativos de esta profesión; de hecho, de adolescente me generó rechazo y hasta que no volví de la universidad no quería saber nada del campo”. Habla Pau Agost, de 27 años, de Vall d'Alba (la Plana Alta) y técnico de la entidad Connecta Natura, quien también asistió a las jornadas de Alboraia. Pau estudió biología en Barcelona y su experiencia en movimientos sociales y en el mundo académico le decepcionó y le hizo reflexionar. “Me di cuenta que yo venía del campo y que la manera de avanzar y construir alternativas de vida con que mejor me sentía era en todo aquello relacionado con la tierra, la alimentación, el mundo rural”. A pesar de saber que no sería nada fácil, decidió formarse en agroecología y ayudar con las tierras de sus padres transformando la gestión hacia la agroecología y buscando fórmulas para controlar él mismo la comercialización.

Según un estudio de 2017 del Tribunal de Cuentas Europeo, el 3% de las explotaciones agrícolas controlan el 50% de las tierras de los países de la UE, en un proceso creciente de acaparamiento. El territorio valenciano, desde la perspectiva del sector primario, mantiene todavía una estructura minifundista que puede dividirse en dos bloques: la parte litoral, con cultivos de regadío (huerta, cítricos y arroz) enfocados mayoritariamente a los mercados de exportación, y la parte de interior y de montaña, con cultivos de secano (olivos, uva, almendros) y menos margen de rentabilidad. En la CCPV afirman que incorporarse a la actividad agraria es prácticamente imposible si no has accedido en la tierra por herencia; y la experiencia de Mar lo confirma: “Nosotros empezamos con las tierras familiares y aun así fue muy complicado; se tienen que gestionar las relaciones emocionales, de poder y de manejo, porque tenemos ideas diferentes de cómo trabajar la tierra”.

Y es que en la agricultura a pequeña escala también hay un choque de modelos entre las prácticas convencionales, con entradas de productos químicos y la costumbre de labrar para no tener vegetación auxiliar, y propuestas agroecológicas como las de Mar y Pau, que gestionan la biodiversidad de una manera más respetuosa y minimizan el uso de fitosanitarios. Muchas de las personas jóvenes que se incorporan al sector lo hacen, de hecho, con esta vocación agroecológica, tanto en el País Valencià como el resto del Estado.

La tierra como objeto de disputa

A pesar de que hace pocos años que se dedica a ello, Pau ya ha vivido en primera persona la dificultad del acceso a la tierra. Con su madre, intentó comprar el bancal adyacente de almendros, que hacía más de veinte años que estaba abandonado. Invirtieron mucho tiempo en encontrar a la propietaria, acceder a los papeles, negociar... y finalmente se echó para atrás. “Dijo que por el precio que le pagaríamos, que era el precio normal de la tierra en el interior, no merecía la pena ni mover papeles, que mejor dejaba la parcela por si su hijo quería hacerse un chalé algún día”.

En las tierras de la parte litoral, cerca de Castelló, les pasó una cosa parecida. Pau gestiona algunas parcelas de cítricos de su familia y le gustaría tenerlas en propiedad. En este caso la posibilidad de especular con la tierra en una zona constantemente amenazada por planes urbanísticos hizo que el precio que le pidieron estuviera totalmente fuera de su alcance. “La gente no tiene una mentalidad de valorar todo lo que ha costado que esa tierra sea fértil; no es solo valorar todo lo que puede darnos, sino todo lo que le debemos por nuestros antepasados. La cultura del ladrillo ha generado esta idea en nuestra cabeza: no vemos vida, vemos billetes”.

Ahora tenemos que sumar un nuevo elemento a esta situación compleja: los macroproyectos de energías renovables, que ofrecen precios por las tierras rústicas muy por encima del precio de alquiler o venta del mercado. Este año, Mar tiene dificultades para alquilar bancales y ampliar la producción de uva porque los propietarios esperan alquilarlos a las grandes empresas que tramitan las alrededor de 1.500 hectáreas de parques fotovoltaicos proyectados en el municipio de Monóvar. “Llueve sobre mojado”, dice Mar, “si la agricultura fuera rentable, la gente no cedería las tierras para eso. Tenemos que hacer una reflexión profunda como sociedad sobre nuestro modelo de vida y de consumo”.

En muchos territorios del País Valencià, la ciudadanía se ha organizado para rechazar la manera en que está imponiéndose la transición energética, cuando en las zonas rurales hace décadas que se trabaja para revalorar el patrimonio cultural y natural y hacer que la gente se quede en los pueblos. Como dice el manifiesto de la Plataforma Sol Sostenible de Monóvar, a la cual pertenece Mar, “una parte importante de estas acciones y proyectos pueden verse truncados y quedar en nada por intereses de grandes corporaciones disfrazados de conciencia medioambiental”.

¿Qué se puede hacer ante todas estas amenazas sobre la tierra? La victoria más importante de La Vía Campesina los últimos años fue conseguir la aprobación, en 2018, de la Declaración de las Naciones Unidas sobre los Derechos Campesinos, después de seis años de trabajo con varias organizaciones aliadas. Esta declaración es un reconocimiento del campesinado como sujeto de derechos y, aunque no es de cumplimiento obligatorio directo para los estados, es una herramienta de lucha muy importante.

El derecho a la tierra, individual y colectivo, y a gestionarla de forma sostenible, es uno de los puntos clave de la declaración y uno de los más polémicos en los debates de aprobación. Como parte de los trabajos de implementación de la Declaración, actualmente en Europa se avanza en una propuesta de directiva que regule el acaparamiento de tierras y establezca las bases para el cuidado de la tierra fuera del mercado. Aun así, La Vía Campesina reconoce que estamos en un momento en que las instituciones internacionales y sus instrumentos pierden legitimidad y eficacia, puesto que están cada vez más cooptadas por los poderes económicos y políticos.

Sindicalismo agrario transformador

En el ámbito estatal, el sindicato EHNE Bizkaia hace más de veinte años que decidió convertirse en una herramienta transformadora. El sector, como en otros territorios, caminaba hacia el monocultivo y el productivismo, sin relevo generacional, por lo que tomaron la decisión de reorientar todas las acciones de la organización hacia prácticas sostenibles: diversificación, agroecología y comercialización de proximidad.

Fue una apuesta arriesgada que costó hacer entender porque era justamente lo contrario a lo que promovía el gobierno vasco (grandes inversiones y especialización), pero sabían que podría haber un perfil de jóvenes, incluso de origen urbano, con interés en autoocuparse en estas actividades. Y no se equivocaron. Unai Aranguren explicó en Alboraia cómo fue el proceso y como retroalimentó su organización. “Uno de los componentes más fuertes fue la formación, práctica y política, buscamos productores experimentados que acompañaran en la fase de tutorización; otra parte importante fueron las alianzas con universidades, grupos de consumo, movimientos sociales y la misma Vía Campesina”.

También destacó que aproximadamente el 50% de las incorporaciones fueron mujeres, un hecho muy llamativo si se tiene en cuenta que, según un estudio del Ministerio de Agricultura de 2020, del total de los jóvenes que acceden al sector en todo el Estado, solo el 28% son mujeres.
La incorporación al sector primario promovida por la administración requiere un endeudamiento inicial con mucho riesgo y EHNE considera más lógico una incorporación progresiva, que dé la oportunidad de probar, equivocarse, cambiar de producción, aprender.

Pau no puede estar más de acuerdo, “por lo que yo he oído de la gente joven que ha pedido ayudas a la incorporación, tienes que tener muy claro lo que quieres, porque son cadenas que te atan y condicionan y están pensadas desde una perspectiva empresarial que no es lo que yo quiero”. Pau siente que la administración excluye a quien, como él, quiere trabajar dentro de un modelo de agricultura campesina y de amor a la tierra.

“Más allá de dejarse llevar por las políticas y las ayudas, las organizaciones agrarias tenemos que marcar el camino hacia un objetivo claro, la soberanía alimentaria y la agricultura campesina que defiende y cuida la tierra, que es autónoma y que entiende su entorno”, explica Aranguren, y hace un paralelismo con la economía de caserío tradicional del País Vasco, que producía alimentos para el autoconsumo y la venta de proximidad con la implicación de toda la familia, intercambiaba conocimientos, generaba su propia energía, etc.

Con estas reflexiones, producidas en sus primeras jornadas presenciales desde hace más de un año, la CCPV ha conseguido su objetivo: comenzar un debate político, tejer red con las alianzas estatales e internacionales —intervinieron también representantes del Movimiento Sin Tierra de Brasil, del Sindicato Andaluz de Trabajadores/as o del Sindicato Labrego Galego—, y uno de los motivos más importantes por los cuales Mar y Pau decidieron formar parte de esta organización: compartir con otros proyectos y saber que no están solas.

“Es muy importante formar parte de una red que pueda hacer presión y trabajar directamente con las administraciones para que nuestra realidad se escuche y cambien las normativas”, dice Mar. “En estos encuentros puedes compartir y mirar a los ojos a la gente que está en la misma lucha y con los mismos problemas. Después vuelvo a mi realidad y todo continúa igual, pero me resulta más fácil continuar luchando para poder conseguir el sueño de vivir de la tierra”, añade Pau.

Patricia Dopazo Gallego (Revista Soberanía Alimentaria)

https://www.elsaltodiario.com/ecologia/sueno-vivir-tierra-sindicalismo-agrario  

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