UNA
VIDA NO SE SUPLICA
Un
curro, el que sea; si nos atrevemos, uno que vaya un poco más con
nosotros; un salario superior al umbral de la pobreza; si nos
atrevemos, uno que se sitúe algo más allá; y si no, un salario y
santas pascuas -que sea lo que Dios quiera-; una reducción de la
jornada; una baja; un papel que diga “concedida”; un subsidio; un
expediente administrativo favorable; una beca; una línea de crédito;
un techo; luz, gas y agua; un trato digno en casa; un rato para
nosotros -para hacer política, para
cuidar a los demás, para perder el tiempo siguiendo el vuelo de la
golondrina o vaciando la cabeza con la mirada fija en un principio de
grieta en la pared de la habitación-: he aquí todo aquello, que es
mucho más todavía, que las grandes mayorías sociales, desposeídas
de los medios necesarios para una existencia autónoma, mendigan día
tras día. Y esto no es vida. Porque una vida no se mendiga, una vida
no se suplica: instalados en la súplica, bajamos la cabeza y dejamos
de ser nosotros.
Centrémonos
en el trabajo asalariado. El grueso de la tradición republicana,
desde Grecia hasta nuestros días, lo ha visto como algo incompatible
con la libertad. ¿Por qué? Cuando firmamos un contrato de trabajo
“con el frenesí de los desesperados”, decía Adam Smith, desde
la urgencia de quien debe salvar la vida porque previamente ha sido
desposeído, transferimos el derecho a decidir nuestra
propia existencia a instancias ajenas a nosotros mismos: ¿cómo, con
quién, cuándo, a qué ritmo, por qué, para qué trabajamos en lo
que trabajamos? Desde la desposesión, estas preguntas no las
respondemos nosotros. “Esclavitud salarial”, lo llamaba Marx.
“Esclavitud a tiempo parcial” -porque “sólo” estamos unas
horas al día-, lo llamaba Aristóteles.
Hubo
un tiempo en el que las tradiciones emancipatorias que ayudaron a
conformar el mundo contemporáneo también lo vieron así. Pero bien
entrado el siglo XX, la pintura se desdibuja: digno o indigno, el
trabajo asalariado nos permite ganar unas habichuelas, y ello no es
poco. El pacto social que siguió a la Segunda Guerra Mundial, hoy
hecho añicos, supuso la aceptación de la esclavitud salarial, la
renuncia a la soberanía y a la democracia económicas por parte de
unas clases trabajadoras que, eso sí, ganaban cierta seguridad en la
continuidad de sus ingresos y, también, cierta
protección social. Pero este pacto ha sido brutalmente roto por
parte de una oligarquía económica global cada vez más ahogada en
el lodazal de su propia parálisis rentista y, por lo tanto, cada vez
menos dispuesta a seguir contribuyendo a que la gente trabajadora
pueda coger un poco de aire. ¿Qué hacer?
Lo
contrario de la súplica es una vida en libertad. Y una vida en
libertad exige el goce incondicional de recursos. Cuando percibimos
recursos -un subsidio de paro, una renta para pobres, etc.- a
condición de que nos hallemos bajo determinadas circunstancias -el
paro, la pobreza, etc.-, se nos obliga a interactuar, lo queramos o
no, con el estatus quo vigente, empezando por los mercados de trabajo
capitalistas, que nos rompen en mil pedazos y nos convierten en
entidades extrañas a nosotros mismos, y, en caso de que salgamos mal
parados de todo ello -es decir, en caso de que perdamos el empleo y
caigamos en la pobreza-, posteriormente se nos asiste. En cambio, la
percepción incondicional de recursos nos permite mirar de frente el
estatus quo en cuestión y pronunciar, si así lo deseamos, un
inmenso e insumiso “así no” que abre las puertas a muchos “síes”
a formas de trabajo y de convivencia que hoy no podemos practicar
porque nos encontramos abrazados al hierro ardiente de la tabla
salvavidas que se nos ha “ofrecido” en el mercado de trabajo o en
las muchas ventanillas donde se gestiona la pobreza.
Por
todo ello, la renta básica -una prestación monetaria establecida
como mínimo en el umbral de la pobreza y que toda persona percibiría
con independencia de cualquier circunstancia que la acompañe-, junto
con políticas en especie -sanidad, educación, vivienda, cuidados,
cultura, etc.- concebidas también de forma incondicional, como
derechos de ciudadanía que nos equipen “de la cuna a la tumba”,
permite un reparto de la riqueza disponible, que es siempre un
producto social resultante de todo tipo de esfuerzos individuales y
colectivos entrecruzados, que nos ha de capacitar, a todos y a todas,
sin exclusiones, para decir “esta es nuestra vida” y para hacer
circular dicha vida en los espacios que hacemos y sentimos como
propios. Bien mirado, en esto consiste una república plenamente
democrática. Mientras que la tradición liberal equipara libertad a
mera igualdad ante la ley -y esto no es poco-, la tradición
republicana se preocupa también por las condiciones materiales de
aquellos y aquellas que viven en el mundo regido por esta ley, y
establece la necesidad de que se dispongan recursos de manera
universal e incondicional para que todos y todas gocemos
del poder de negociación necesario para administrar los “noes” y
los “síes” que una vida digna
de ser vivida ha de poder acoger.
¿Podremos
aprovechar los procesos de robotización para deshacernos de las
actividades más monótonas y repetitivas y conquistar trabajos,
remunerados o no, con sentido y consentidos?
¿Podremos
repartirnos libremente y sin angustias, corresponsabilizándonos de
verdad, los trabajos de cuidados que, hoy, las mujeres han de asumir
irremediablemente y con respecto a los cuales los hombres se ven
desvinculados de un modo demasiado abrupto? Necesitamos recursos
incondicionalmente conferidos porque, en definitiva, dignifica el
trabajo que dignifica, y el que no dignifica, sencillamente, no
dignifica.
¿Podemos atrevernos a abolir la “esclavitud a tiempo
parcial”, haciendo del trabajo asalariado sólo otra opción, junto
con el cooperativismo, la autogestión y otras formas de emprender
caminos propios?
¿Podemos atrevernos a hacer de la opción que
escojamos, sea la que sea, una opción cuya naturaleza podamos
co-determinar en igualdad de condiciones con respecto a todos cuantos
participen en ella?
David
Casassas
Profesor
de teoría social en la Universidad de Barcelona. Miembro del Comité
de Redacción
de SinPermiso. Vicepresidente de la Red Renta Básica. Forma parte de
la Junta Directiva del Observatorio de los Derechos Económicos,
Sociales y Culturales (DESC). Su último libro es "Libertad
incondicional. La renta básica en la revolución democrática"
(Paidós, 2018)”.
Fuente:
https://www.ara.cat/opinio/David-Casassas-vida-no-essuplica_0_2073992690.html
Visto
en: http://www.sinpermiso.info/textos/una-vida-no-se-suplica
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