22/12/14

Compartió lo poco que le quedaba con aquél desconocido. Le habló con amabilidad y comprensión.

HAY QUE DARSE CUENTA QUE NOSOTROS SOMOS EL PROBLEMA

Por suerte, mi libro anterior, ha interesado a mucha gente y eso me ha dado la oportunidad de conocer a muchísimas personas que han querido colaborar en la segunda parte.

Una de ellas, es un hombre, que un día fue catalogado como “maltratador”, que ha querido y conseguido,  dejar de serlo. Tengo la suerte de que haya querido colaborar con su experiencia y con ello, ayudar también a enviar dos mensajes destinados a aquellas mujeres que se levantan cada día con la esperanza de que algo cambie:

1)   No se puede cambiar de actitud con respecto a la pareja cuando se ha caído en un círculo vicioso de falta de respeto y de violencia.

2)   Para poder cambiar, hay que darse cuenta que nosotros (hombre maltratador) somos el problema, un problema que no permite llevar una vida normal, ni a nosotros como agresores, ni a quién nos rodea.

Insisto en recordar que el autor del siguiente relato, Ernesto - así le voy a llamar-  es el UNICO hombre que conozco que RECONOCE SU CULPA y ha querido ENMENDAR SU ERROR E INICIAR UNA VIDA NUEVA.

Y no sólo eso, como veréis en su relato.

“Nos conocimos en una discoteca… Al segundo fin de semana, ya estábamos juntos. A los pocos días, me dijo que se había quedado embarazada y que no tenía por qué hacerme cargo si no quería. Decidí asumir las consecuencias de lo que había hecho: era mi hijo, pese a nuestra juventud,  a que no nos conocíamos y a la falta de madurez de ambos.

Todo aquello nos venía grande. No fue una relación maravillosa. Nunca hubo respeto. Lo habitual era precisamente lo contrario. Nos echábamos todo en cara: amigos, costumbres, falta de medios, y cuando nació el pequeño, no lo encajamos bien en nuestras vidas.

Una noche, el niño se puso a cuarenta grados de fiebre y lloraba sin control. Yo estaba desesperado. Le pedí que lo bañásemos con agua fría para bajar la fiebre y me dijo que era demasiado tarde, que la noche estaba muy avanzada, que estaba cansada y que no le apetecía liarse tanto a esas horas de la madrugada.

Cogí al bebé en mis brazos y actúe por mi cuenta. Quise bañarlo, pero de repente empezó a gritarme que le diese a su hijo.

Supongo que no nos dimos cuenta de ello, pero debimos liar un espectáculo impresionante, ya que los vecinos llamaron a la policía.

En un intento por liberarme de ella, la empujé con violencia. Al caer se golpeó en varias zonas de su cuerpo. Afortunadamente, ninguna de las lesiones fue grave, pero pudo haberlo sido. Pudieron ser fatales.

En cuestión de segundos, tenía a varios policías encima de mí, reduciéndome y esposándome.

Este grave error de mi nueva vida en familia, mezclado con errores de mi vida anterior en solitario, se convirtió en un coctel explosivo.

Hoy en día, he aprendido que jamás debí empujarla; que debí tener en cuenta que la violencia verbal y física que había entre nosotros, acabaría con el viento en contra mía. Debí ver mi mayor envergadura y fortaleza física… debí ver que ella estaba en clara desventaja… pero no lo hice. Y me arrepiento de ello.

Crecí en lo que se llama “una casa bien”, donde papá y mamá siempre estaban más pendientes del tenis, de las obras sociales y de otras muchas cosas, que de mí.

Ya sé que esto no justifica mi actitud, pero “portarse mal” empezó a ser mi forma habitual de comportamiento. Creía que así al menos, alguien debería hacerme caso, aunque fuese  para reñirme, para corregirme. Pero no… No había represiones. No había castigos.

Era libre de hacer lo que me viniese en gana: tenía dinero para hacerlo y encima nada ni nadie me privada de ello.

Empecé a relacionarme en mi época adolescente con muy mala gente. No eran asesinos, pero sí delincuentes. Gente que adoraba el dinero fácil, conseguido de forma ilegal. Me ofrecían una vida llena de peligros, desafíos, y mucho, muchísimo dinero. En un ratito de “riesgo profundo”, de “subidón de adrenalina”, pero sin delitos de sangre; ganaba más de lo que se pueda ganar honradamente durante muchísimos meses de trabajo… ¿Por qué dejarlo?

Me convertí en un ser que vivía la vida al límite. Era un “violento social”: siempre con enfrentamiento, peleas… Siempre “marcando tu territorio”.

No quise pegarle a ella directamente aquella noche, pero mi comportamiento habitual era la “agresividad” que me permitía desenvolverme en aquel submundo.

Acumulé por este tipo de vida, por robos, delitos, conducción fraudulenta,  varias denuncias. Vivía al límite, pero siempre tuve suerte y mis delitos no “sumaban lo bastante” como para entrar en prisión.

Cuando me uní a ella, mi propósito era cambiar. Quería mejorar mi “comportamiento social”. Pero no supe hacerlo bien, ni mi entorno, ni nada colaboró para que lo lograse…

Y allí estaba yo… delante de una jueza, explicándole lo sucedido la noche de la agresión. Entendió que no había una intencionalidad clara de causarle lesiones graves a mi mujer y rebajó en algo la pena que en un principio se pedía para mí. Lo que hice fue inexcusable, pero yo no quería dañarla.

Ocho meses y medio de condena por violencia doméstica que se unieron a los antecedentes que ya tenía y acabaron superando los dos años. En total, fueron 6 años los que he pasado en una prisión de las consideradas no precisamente “fáciles” de sobrellevar.

La cárcel es un mundo paralelo, un mundo diferente. Yo intentaba pasar desapercibido, pero hice buenas “migas” con otros presos; incluso con el capellán de la prisión; una persona a la que le debo mucho y a la que he visto una vez en libertad. Espero haber sabido transmitirle todo mi agradecimiento.

Siempre he sido un “buscavidas”. Además tengo una habilidad artística bastante peculiar que me permitía cambiar pequeños trabajos artísticos a otros presos, por tarjetas para efectuar llamadas, tabaco, etc.

Nadie puede imaginarse cuán importante es todo ello en la cárcel. Es como ser “rico”, un afortunado… 6 años de cárcel… 6 largos años.

Participé en dos módulos o programas de reinserción para violencia de género. La verdad es que no estaban bien orientados. La mayoría de los presos entrábamos en ellos porque en un principio era obligatorio seguir un mínimo para conseguir permisos, rebajas, etc. Era la única forma de “acumular puntos” a tu favor.

Aunque te esforzaras en hacer bien las cosas, no todas las personas que estaban al frente de estos programas estaban demasiado capacitadas para ello. A veces, cualquier tontería que dijeses, bastaba para tirar por tierra alguna de las cosas buenas que pudieses hacer. Pero yo creo que no estaba engañando a nadie. Yo no hubiese querido lesionarla; pero lo hice. Y era consciente. Y no volvería a hacerlo.

Los programas creo yo que sólo sirven cuando tu interior ya te dice que te has equivocado. Allí había hombres que habían hecho cosas horribles con sus mujeres. Dudo que en su caso, ninguna terapia pueda tener resultado.

Pasé por varias fases, por varias prisiones: unas mejores, otras peores; y finalmente, conseguí la libertad. Las personas que tutelaban mi proceso de reinserción estaban y así me lo manifestaron, satisfechas con los resultados y mis posibilidades de afrontar una vida correcta en libertad.

Durante el primer año de mi nueva vida, tuve muy claro que debía cambiar mi rumbo y que gracias a mis habilidades artísticas, podría hacerlo.

Con mi hijo tengo relación, una buena relación  y con mi ex pareja, hay la relación justa y necesaria para poder acceder a mi hijo. Por supuesto,  le pedí perdón. Lo hice hace mucho tiempo. Le envié una carta para hacerlo… Cuando los terapeutas de la cárcel me indicaron que debía pedirle perdón a mi ex pareja, les dije que ya me había adelantado…

He conocido a una mujer que me hace ver que la vida entre ambos puede y debe ser de cariño y respeto mutuos. Ella conoce lo que hubo y lo que hay…”

Esta entrevista, esta confesión de Ernesto ha sido posible gracias a la mediación de personas que se dedican a la lucha contra la violencia de género y a la defensa y asesoramiento de la víctima, que nos pusieron en contacto.

Son personas con las que he colaborado impartiendo cursos y talleres sobre defensa femenina y sobre violencia de género. Además, han leído mi primer libro sobre este tema y es más, lo tienen “como libro de cabecera” en sus despachos.

¿Por qué entonces, han puesto en contacto a un hombre al que se denominó en su día “maltratador” y alguien como yo, que lucha encarnizadamente contra la violencia sexista?

La respuesta es bastante curiosa…

Me llamaron para que participase en mi libro por la forma tan peculiar como le habían conocido.

Ernesto, que ya llevaba más de un año fuera de prisión,  se encontró con una chica extranjera, con mal aspecto y que lloraba desconsoladamente en un andén de una estación. Se acercó a preguntarle qué le sucedía y finalmente logró arrancarle una confesión que resultaba bastante evidente: su pareja la maltrataba.

Ernesto le explicó que no debía soportarlo y que había medios para luchar contra ello. Se ofreció a ayudarla ya que debido a sus problemas de idioma y desconocimiento del entorno, la chica no sabía qué hacer.

Ella accedió. Ernesto la llevó a hablar con asesores contra la violencia de género, con un abogado y le indicó los pasos a seguir y como poner la denuncia correspondiente. Precisamente por lo sorprendente del caso, es por lo que hemos llegado a conocernos.

Cuando entrevisté a Ernesto, lo hice en una cafetería que cerró muy temprano. Así que nos tuvimos que sentar en un parque para acabar su relato. En esos momentos, apareció un hombre, con mal aspecto, que iba empujando una bicicleta y que nos pidió un cigarro.

La situación de Ernesto, en estos momentos, no es excesivamente “boyante”. Se está desenvolviendo como puede con sus trabajos artísticos, pero aún es difícil, ya que aunque su clientela aumenta cada día, y sus precios son muy razonables tiene una vida,  llámesele nueva, llámesele por rehacer.

El hombre de la bicicleta nos pidió un cigarro. Yo no fumo, pero Ernesto sacó su tabaco de liar, papel y boquillas y compartió lo poco que le quedaba con aquél desconocido.  Le habló con amabilidad y comprensión.

Me explicó que en la cárcel, el tabaco es “media vida” y que empatizaba totalmente con él. Sinceramente, me quedé bastante sorprendida: por “deformación profesional”,  cuando alguien desconocido se me acerca en un parque, mi primera actuación es “ponerme en guardia”. Hoy en día no me fío de nadie.

Cuando le pregunté a Ernesto como conclusión final, el por qué ha hecho todo por esa chica desconocida, su respuesta me dejó francamente impresionada:

“Por lo mismo que le he dado mi tabaco a ese hombre. Porque ayudar, me agarra al suelo”

Gracias de nuevo y un abrazo!!

María del Carmen Vila
mariadelcarmenvila@hotmail.com

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