CASTA BLACK (perdón
por la redundancia)
Nos han vapuleado tanto que casi hemos
llegado a creer que no hay salida. Pero debemos buscarla. Tenemos que querer
buscarla
Cuando se ve
cuánto gastaron los consejeros de Caja Madrid con sus tarjetas 'black' y, más
aún, en qué se lo gastaron, se comprende todo lo que está sucediendo hoy. Tales
cifras, tales gastos, son el retrato de en qué han convertido este país los titulares
de esas tarjetas, una panorámica de nuestro paisaje estético y moral. Un país
convertido en una cueva de ladrones, en un barco pirata, en una banda de
delincuencia organizada, en una sucursal de la mafia.
Cada vez que uno
de esos delincuentes comunes, disfrazado con guante blanco, sacaba la tarjeta
para pagar o se embolsaba efectivo en un cajero, se desdibujaban más los
valores del bien común, se desmoronaba un poco más nuestro edificio social, se
neutralizaba el esfuerzo de los trabajadores, se le hacía un pulso al afán por
la supervivencia de toda una sociedad. Un pulso desigual, de matón que se ceba
con el más débil. Una patada en la boca, un puñetazo por la espalda, el
pinchazo de una navaja en la esquina de nuestra conciencia, una bomba en los
bajos del coche de nuestra identidad. Y el futuro se volvía más black. Total black.
Y gente de esta
calaña es la que ha tenido la desfachatez de tildar de antisistema a los demás,
de desprestigiar a los ciudadanos responsables, de criminalizar las protestas
de los más juiciosos. Nos han despreciado, nos han insultado, nos han empujado,
nos han golpeado, nos han arrastrado por el suelo, nos han obligado a
identificarnos, nos han detenido, nos han encarcelado, nos han desahuciado, nos
han despedido, nos han desmantelado los servicios públicos, nos han llamado
perroflautas, provocadores, radicales; nos han acusado de violentos, nos han
amordazado, nos han señalado con el dedo de la mano que no llevaba su tarjeta
'black'.
Hacían, decían y
ordenaban todo esto mientras eructaban comilonas involuntariamente pagadas por
los que ellos despreciaban. Mientras se echaban una siesta clandestina en un
hotel de lujo; involuntariamente pagados, hotel y compañía, por los que ellos
insultaban. Mientras asistían en las plazas a la tortura de toros,
involuntariamente pagada por los que ellos desprestigiaban. Mientras escogían
joyas suntuosas y bolsos de grandes marcas, involuntariamente pagados por los
que ellos acusaban. Mientras acariciaban armas y después disparaban contra elefantas
ancianas, ciervas chorreando sangre, osos acorralados, y después brindaban con
los mejores caldos; armas, viajes, vinos y víctimas pagados involuntariamente
por los que ellos criminalizaban.
No, los
perroflautas no asesinamos elefantas ancianas. Para hacerlo ellos, nos robaron
los ahorros de toda una vida. No, los provocadores no asesinamos ciervas
chorreando sangre. Para hacerlo ellos, engañaron a nuestros jubilados, a
nuestros mayores. No, los radicales no asesinamos osos acorralados. Para hacerlo
ellos, nos sacaron a patadas de nuestras casas, nos tiraron los humildes
enseres a la calle. Ellos, los de los trajes impolutos, los de los vestidos
impecables, los de los puestos de trabajo envidiables, los ilustres, los
eminentes, los de las grandes familias, los de rancio abolengo, los de los
modales intachables, los del chófer, los de las propinas generosas, los de las
palmadas en la espalda, los prohombres (promujeres ni existen, pero también).
Los que tachan de
populistas a quienes los llaman casta. La casta.
En esa masa negra
de delincuentes los hay del PP, del PSOE, de IU, de CCOO, de UGT, de la
patronal, de la banca, de la Casa Real. Todos los que decían defender,
ofendidos, airados, la sacrosanta Constitución, la supuesta democracia, el
orden público, la convivencia pacífica, las fuerzas de seguridad, las
instituciones, el sistema. Todos los que nos han acusado de querer romper la
baraja, de no respetar las normas del juego, de no estar dispuestos a
sacrificarnos, a apretarnos el cinturón, a apechugar cuando venían mal dadas.
Todos los que nos han afeado que no honráramos a la Corona, a la bandera, al
hemiciclo, al sindicato, al líder. A la casta.
Ahora, que ya no
podemos creer en nada, si es que alguna vez pudimos, es cuando más necesitamos
confiar. Porque no nos queda nada, debemos construir. Desde las cenizas y la
desolación. Desde la rabia y la indignación. Desde la vergüenza y el cansancio.
Desde la precariedad y el temor. Construir para seguir viviendo y que la vida
deje de ser este esperpento, este atentado, esta pena. Nos han robado el
dinero, pero también, peor, algo que no tiene precio: la ilusión, la inocencia,
el ánimo, las ganas.
¿Con qué cara
pueden éstos y los suyos, éstos y sus instituciones, pedirnos que no aspiremos
a otra cosa, a otro sistema, a otro ordenamiento; que no busquemos nuevos
derroteros políticos, que no exijamos la revisión de todo, que no probemos
otros rumbos, que no depositemos nuestra confianza en otros nombres, en otras
formaciones? Si no les queda ni un ápice de autoridad moral. Nos han vapuleado
tanto que casi hemos llegado a creer que no hay salida. Pero debemos buscarla.
Podemos buscarla. Tenemos que querer buscarla. Para que nuestra sociedad,
nuestra experiencia común, nuestra vida, merezcan un poco la pena. Para que
nuestra foto, nuestra estética, no sea la de ellos. Para que nuestro
futuro no pinte tan black.
No hay comentarios:
Publicar un comentario