EL MALESTAR DE NUESTRO MODO DE VIDA
El malestar en la cultura es un ensayo de Sigmund Freud publicado en 1930 en un contexto sombrío marcado por el cruce de los efectos que aún perduraban de la Gran Guerra con los emergentes de la Depresión del 29.Ese texto, considerado de los más influyentes del siglo XX,
tiene que ver con el antagonismo entre las exigencias pulsionales del ser
humano y las restricciones impuestas por la cultura. Ese antagonismo termina
transformándose en un profundo sentimiento de culpa. El descontento y la
insatisfacción serían la consecuencia inevitable de la condición
cultural de nuestra especie.
En el momento actual, y llevado a un terreno que trasciende el psicoanálisis y la psicología social, cabría identificar en el malestar que hoy nos asola no tanto un sentimiento de culpa como de ansiedad y frustración ante una cultura que promete lo que no es capaz de colmar, que exige lo que no somos capaces de dar y que, lejos de reprimir, favorece unas pulsiones dionisiacas (en lo que se refiere a los deseos) y fáusticas (en relación con las capacidades) que desatan nuestra hybris (o desmesura).
De ser así, las raíces del malestar contemporáneo se
encontrarían en el tipo de civilización que hemos construido. Una civilización
que encadena una crisis tras otra sin llegar a superar ninguna.
Nos encontramos exhaustos como consecuencia de los
acontecimientos recientes: en el transcurso de apenas tres lustros, y con el
trasfondo de una crisis climática de consecuencias impredecibles a la que no
prestamos la debida atención, hemos asistido a una crisis financiera de una
dimensión descomunal (La Gran Recesión del año 2008), a la primera pandemia
global en sentido estricto (la COVID-19 del 2020) y, en el presente año, al
comienzo de una guerra en Ucrania que acelera la tendencia armamentística que
se venía incubando desde hace años y que aviva la pesadilla exterminista
siempre asociada al gigantismo nuclear.
La fatiga de la sociedad del rendimiento
Los impactos que han provocado estos hechos se suman a la
fatiga crónica que arrastramos en la vida cotidiana. El capitalismo actual ha
impuesto la sociedad del rendimiento, un tipo de sociedad donde la coerción,
una vez interiorizados sus dictámenes, deja de ser externa y pasa a convertirse
en un imperativo que surge del interior de los sujetos. Ya no hay «sujetos de
obediencia» sino «sujetos de rendimiento». El sujeto transformado en
emprendedor de sí mismo, forzado a rendir a cualquier precio y a cumplir con
los objetivos marcados, se autoexplota hasta la extenuación pensando que así se
acaba realizando.
Uno de los síntomas de esta sociedad del rendimiento es el
cansancio. El binomio rendimiento/ cansancio nos hace añorar la vieja
reivindicación del derecho a la pereza de Lafargue. Una fatiga permanente que
nos acompaña a todas horas y cuyas manifestaciones se dejan ver por todas
partes.
Manifestaciones del malestar
En Japón hace tiempo se puso nombre a la muerte provocada
por estrés: karoshi. El término sirve para describir las
consecuencias de unas agotadoras jornadas de trabajo para defender el estatus
adquirido en un contexto fuertemente competitivo. Fenómenos relacionados, como
el desgaste profesional (burnout), el síndrome de fatiga por el exceso
de información o el “jet lag social”, caracterizan el panorama
patológico de una sociedad que contiene demasiados factores neurotizantes.
Este último síndrome, que comparte los síntomas que sufrimos
por los cambios horarios que implican los largos viajes (alteraciones del
sueño, dificultades de concentración, fatiga o problemas digestivos), surge de
las agotadoras e interminables jornadas que fracasan en su propósito de
conciliar vida laboral, familiar y de ocio.
Como el día no tiene las suficientes horas para responder a
los deberes autoimpuestos ni al consumo de ocio al que aspiramos (visionar
nuestra serie preferida o comunicarnos con los amigos a través de las redes
sociales), prolongamos la vigilia hacia la noche, provocando que el final de la
jornada llegue cada vez más tarde. Sin embargo, el despertador suena por la
mañana a la misma hora para recordarnos que debemos cumplir de nuevo con las
obligaciones laborales y familiares. Así día tras día, acumulando cansancio y
una deuda de sueño que surge de las horas que vamos robando a la noche e,
inevitablemente, a nuestro descanso. Cuando llega el fin de semana o un día
festivo, tratamos de compensar ese déficit durmiendo más, provocando ese desfase
que se conoce como “jet lag social”.
Un modo de vida que genera un ambiente tóxico
Estos y otros síndromes nos deberían llevar a revisar
radicalmente nuestro modo de vida. Hemos creado una sociedad cuyo
funcionamiento normal impide desarrollar una vida tranquila y saludable.
Vivimos rodeados de exceso de ruido, de iluminación, de calor y de sustancias
tóxicas. La contaminación acústica, lumínica o atmosférica están haciendo del
silencio, la oscuridad o del aire limpio “bienes raros”, escasos. El ruido está
desplazando al silencio, la luz artificial a la oscuridad y la contaminación del
aire está acabando con una atmósfera sana. Las consecuencias sobre nuestra
salud (física y emocional) y, por ende, sobre el bienestar social y la calidad
de la vida son cada día más evidentes.
Un informe de la revista médica The Lancet señala
que los diferentes tipos de contaminación (principalmente la polución del aire
y la contaminación química debida al plomo) son responsables cada año en el
mundo de la muerte prematura de nueve millones de personas, más que todos los
fallecimientos registrados hasta el momento por la pandemia de COVID-19 y que
la suma de las que ocasionaron en el año 2019 las guerras, el terrorismo, el SIDA,
la tuberculosis, la malaria o el consumo de drogas. En las últimas dos
décadas, estas muertes causadas por las formas modernas de contaminación han
aumentado un 66%, impulsadas por la industrialización, la urbanización
incontrolada o la combustión de combustibles fósiles. Y, como ya se ha
señalado, más allá de provocar un exceso de muertes prematuras tiene otros
muchos efectos sobre la salud, el desarrollo cognitivo y el bienestar emocional
de humanos y otras especies, lo que convierte a la contaminación en el
principal factor de riesgo ambiental de la salud en el planeta.
El modo de vida de la civilización industrial capitalista da
lugar a este entorno pernicioso que nos vuelve más irritables, agresivos y
estresados, debilitando la salud y generando malestar. Una forma de vida que
exige por el día un alto consumo de estimulantes para seguir el ritmo
trepidante de la jornada y que luego, por la noche, debe ser debidamente
contrarrestado con otras sustancias que permitan descansar y conciliar el
sueño. Se entrega el bienestar a una variedad de sustancias químicas,
cuando el origen del malestar no está en nosotros sino en las condiciones
sociales y ambientales que nos impiden vivir como seres saludables y
tranquilos. Hay quien llama a esta toma masiva de medicación “la epidemia
silenciosa”, ya que avanza sin grandes aspavientos, pero de forma imparable y
contundente. Dos millones de norteamericanos se han vuelto adictos a los
opioides, lo que se considera una crisis sanitaria de primera magnitud. ¿Qué
dolor nos acompaña que necesitamos calmar con cualquier medio a nuestro
alcance?
Un modo de vida que no favorece las conexiones
La angustia se esparce sobre la sociedad como el alquitrán.
El desasosiego y el malestar se expresan también en forma de ansiedad y depresión.
Se tratan habitualmente como trastornos mentales cuya solución se confía a la
farmacopea. Pero el hecho es que las pastillas están cada vez más presentes en
la vida de la gente y no por ello disminuye esta epidemia “mental”. «La causa
principal de la depresión y ansiedad crecientes –sostiene Johann Hari, quien
decidió buscar el origen de la depresión que venía padeciendo desde su
juventud– no se halla en nuestras cabezas. La descubrí principalmente en el
mundo y en el modo en que vivimos en él. Descubrí que existen al menos nueve
causas probadas». Según Hari, hay un elemento común en ellas: «todas son
formas de desconexión». Vivimos desconectados de unos empleos precarios
que apenas ofrecen ingresos suficientes y oportunidades de promoción profesional
e impiden desarrollar proyectos vitales y trayectorias laborales estables; la
aceleración de los cambios sociales nos dificultan conectar con valores
significativos que otorguen un sentido a la existencia; la artificialidad de los
actuales modo de vida nos separan del mundo natural, etc.
La Gran Disolución
Entre todas las formas de desconexión que experimentamos,
tal vez la más importante sea la dificultad creciente para establecer vínculos y
lazos estrechos que trasciendan la mera charla o encuentro circunstancial. «La
soledad flota hoy sobre nuestra cultura como una niebla espesa. Nunca ha habido
tanta gente confesando que se siente sola», sostiene Hari, y en una sociedad
compleja como la nuestra, la soledad no es solo la ausencia física de los
otros, sino que adquiere un significado más profundo: la de la «sensación de no
estar compartiendo nada significativo con nadie», la falta de un proyecto
común. Es una tendencia destacable en el devenir de las sociedades
occidentales desde el último tercio del siglo pasado.
Se cumple ahora el vigésimo aniversario de la publicación
del libro Solo en la bolera de Robert Putnam, sociólogo y
politólogo norteamericano de la Universidad de Harvard. El título lo dice
todo. Describe a la perfección el colapso comunitario que golpea a la
sociedad norteamericana. Jugar a los bolos ha sido una de las actividades
recreativas más populares en los EEUU. La gente formaba equipos con sus amigos
y organizaba liguillas con las que estrechaban lazos con otros grupos a medida
que iban coincidiendo en los torneos. Hoy la gente sigue jugando a los bolos,
pero ahora en solitario. Es un ejemplo, entre los muchos que se investigan en
el libro de cómo la estructura colectiva de una sociedad ha sido desmantelada
por un individualismo que ha terminado por negar cualquier sentido de lo
social.
Sentirse solo y aislado produce malestar. ¿Por qué? Por una
simple cuestión evolutiva. Somos seres sociales, y como cualquier especie
hipersocial, la cooperación se convierte en una ventaja para nuestras vidas.
Los lazos y vínculos personales, así como los compromisos recíprocos, nos hacen
sentir mejor y más protegidos. El aislamiento, por el contrario, nos genera
ansiedad y depresión al sentirnos más desprotegidos y vulnerables.
La privatización de nuestro modo de vida ha ido reduciendo
progresivamente la idea de lo que entendemos por hogar y comunidad. El hogar ha
quedado reducido a las cuatro paredes de la casa sin preocuparnos de hacer de
nuestro hábitat urbano y natural el cálido y seguro lugar que protege nuestra
existencia. El individualismo competitivo, la desigualdad, el urbanismo
disperso y los ataques a las políticas que procuraban cierta cohesión social
han hecho el resto.
Coincidiendo con la Gran Aceleración en el consumo y
degradación de la naturaleza, hemos asistido también a la Gran
Disolución de los vínculos y estructuras sociocomunitarias. No se debe
únicamente a un cambio en los valores que orientan nuestras conductas. También
los lugares que favorecían el encuentro están desapareciendo. Los lugares
dan forma a nuestra capacidad de relacionarnos.
Eric Klinenberg sostiene en su libro Palacios para
el pueblo que las sociedades basan su existencia en esos espacios de
encuentro, como las bibliotecas públicas, los parques, las plazas, los
bares y tiendas de barrio o las iglesias, espacios en los que interactuamos
y establecemos conexiones cruciales. La erosión de lo que Klinenberg
denomina «infraestructura social» explica parte de ese malestar cargado de
orfandad y soledad que siente en las sociedades occidentales el individuo
atomizado que vive a la intemperie.
La desconexión de un futuro esperanzador y seguro
También sufrimos la desconexión del futuro. La
desestabilización global del clima que hemos provocado ha creado unas
condiciones ambientales menos favorables que las disfrutadas en los últimos doce
mil años y, por eso, el futuro climático difícilmente podrá ser “mejor” y
girará entre lo “malo” y lo “peor”. Cualquier intento de mirar al futuro
se topa con las amenazas del desastre climático, energético, demográfico,
sanitario o de una crisis económica, generando la sensación de vivir asomados
al abismo. El periodista y ensayista Héctor García Barnés utiliza la
expresión futurofobia para tratar de entender el malestar
contemporáneo cuyos síntomas pueden compararse a los de un trastorno de
ansiedad colectiva. El proyecto de la Modernidad, con su promesa de progreso,
se truncó en algún momento y ahora la fobia al futuro se alimenta de la
resignación y la impotencia, la sensación de que se haga lo que se haga, las
cosas acabarán mal.
La dimensión política del malestar
El malestar genera distintas manifestaciones de descontento:
por la subida de la factura de la luz, por el incremento de los precios de los
combustibles o de los alimentos. Una ciudadanía exhausta, castigada por una
sucesión de crisis encadenadas, tarde o temprano termina por manifestar su
disgusto. Un grito de disconformidad emitido principalmente por los perdedores
de la globalización, por los desamparados de unos servicios públicos
sobrecargados, por una juventud que, aunque agobiada en un presente marcado por
la precariedad, no se resigna a que la crisis ecosocial les cierre el porvenir.
Un grito de indignación ante la desigualdad en la distribución de la renta y la
riqueza. Un lamento que busca ser escuchado y canalizado. Hay que reconocer la
capacidad trasformadora del malestar cuando da lugar a una rabia y a una
indignación que quiere cambiar el mundo.
Pero el malestar solo no basta. Aunque lleve la semilla del
inconformismo, se necesitan mecanismos que traduzcan el descontento en acción
política. La ausencia de estos mecanismos no deja más opción que la
“patologización” del malestar como un problema individual de salud mental que
solo se puede abordar a través de la medicación y la autoayuda. Las democracias
liberales son básicamente sistemas de representación política construidas a
través de mecanismos de intermediación entre la sociedad civil y el Estado. Si
falla ese proceso de intermediación, aparece una crisis de representatividad
que se traduce en desconfianza, tanto en los partidos como en la propia
democracia. En tiempos de crisis de representación y legitimidad política los
límites de lo posible se ensanchan en todas direcciones, tanto reaccionarias
como emancipadoras.
Lograr que el descontento no discurra hacia el resentimiento
y el odio y que, en su lugar, se canalice hacia una “digna rabia” con potencial
emancipador es el dilema ante el que se encuentran hoy las sociedades en estos
tiempos de malestar.
«El malestar de
nuestro modo de vida» de Santiago Álvarez es la introducción del nº 158 de la
revista Papeles de
relaciones ecosociales y cambio global.
https://www.fuhem.es/2022/08/26/el-malestar-de-nuestro-modo-de-vida/
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