19/6/24

La filosofía integra ciencia, arte, humanidades y en toda fuente de saber disponible

NO SOMOS LIBRES…                            

Negacionistas del libre albedrío los ha habido siempre, aunque no muchos, porque es una postura que, sin dejar de ser absurda, también es sofisticada; supongo que es parte de su atractivo. El último libro de Sapolsky ha levantado algunas piedritas y de ellas han salido unos cuantos de estos alacranes; como la postura tiene algunas consecuencias desagradables, me he decidido a comentarla. El libro se ha traducido como Decidido. Una ciencia de la vida sin libre albedrío; a fin de que sin comprarlo puedan cotejar sus argumentos con lo que aquí escribo  tienen una entrevista para New York Times, a la que haré referencia.

Lo primero que hay que hacer es reivindicar a Robert Sapolsky. En su campo, es un investigador competente y sobre todo un divulgador jugoso. Si no han leído nada suyo, yo empezaría por Compórtate y ¿Por qué las cebras no tienen úlcera?, ensayos que compendian hallazgos de la sociobiología de una manera amena y sumamente entretenida. Cualquier persona con no demasiado conocimiento y mucha curiosidad sobre estos mundos encontrará en sus páginas aprendizaje y diversión a partes iguales, porque además su autor recurre al humor con frecuencia y con gracia.

Dicho esto, expongamos la idea principal de su determinismo, que dista de ser original: casi copia el intento fallido de Bertrand Russell en los cuarenta, del que después se desdijo. Sapolsky sostiene que no hay intención en nuestros actos, porque dicha intención «fue algo que ocurrió un minuto antes, o en los años previos». «Biólogo descubre que la conducta humana es un continuo de reflexiones, sentimientos y experiencias», podríamos titularlo; un tanto en la línea de Yuval Harari, quien en un descacharrante vídeo descubre  ufano que «los derechos no existen» porque «no están en las células ni en la naturaleza» (bienvenido a la cultura, criatura). Añade Sapolsky que «para que exista esa clase de libre albedrío, tendría que funcionar a un nivel biológico totalmente independiente de la historia del libre albedrío».

Sabine Hossenfelder, investigadora especializada en física teórica y gravedad cuántica que se ha animado a añadir su propio dislate sobre este asunto —en Existential Physics—, repite esta premisa con contundencia: «Para que tu voluntad sea libre, no debería ser causada por nada más». ¿Por qué, si puede saberse? La pregunta es al revés: ¿en qué tipo de libre albedrío  fabulado y no humano están pensando Sapolsky y Hossenfelder? ¿Qué clase de inhumano libre albedrío es ese que exige que no exista influencia externa de ninguna clase? Si concluye que no somos libres porque no somos «los capitanes del barco» es porque pide que el barco sea unipersonal y flote en un inexistente mar sin una mala ola que lo despabile.

La contra del libro afirma que Sapolsky «lleva su argumento hasta el final, montando un brillante asalto frontal a la agradable fantasía de que existe un yo separado que dice a nuestra biología lo que tiene que hacer». Uno entiende y respeta ese entusiasmo que es retórica benigna para vender libros; pero ninguna pila de adjetivos rimbombante puede ocultar el fracaso de su empresa. Lo que Sapolsky plantea es una obviedad mezclada con una falsedad muy obvia; sí, claro que somos biología y nuestro yo se asienta en ella; pero no es en el elemental nivel biológico en el que se resuelve nuestra existencia.

En El abogado del diablo, Al Pacino es Milton, el diablo encarnado, y Keanu Reeves es Kevin, un joven abogado al que Milton lleva por el mal camino. En la penúltima escena, Kevin va en su búsqueda, enrabietado, para pedirle cuentas. Tras entender que, a pesar de las tentaciones, fue él quien eligió extraviarse, se derrumba, y entonces el ángel caído trata de arrimarlo a su causa, prometiéndole todos los placeres materiales y sensuales de este mundo, con tal de que abrace la negación nihilista de cualquier sentido último para la vida. Llegado un punto, Kevin pone sobre la mesa el amor como alternativa al diabólico hedonismo que se le ofrece. La respuesta que le da Milton —«¡Sobrevalorado! Bioquímicamente indistinguible de pegarse un atracón de chocolate»— es un claro ejemplo de cómo se puede mentir sin dejar de decir verdades, mostrando solo una parte (científicamente cierta e irrelevante) de una realidad mayor que, al reducirse, se malentiende.

Llamamos a esto que arruina las conclusiones del autor «error categorial». Gilbert Ryle explica en El concepto de lo mental que se trata de un equívoco semántico u ontológico en el que se confunden los niveles de análisis. Cuando ascendemos por esos niveles se producen lo que denominamos «propiedades emergentes», aspectos que no pueden reducirse al nivel anterior. Pensemos en una enfermedad como la diabetes y en tres niveles desde los que aproximarse a ella: células, órganos corporales y culturales/medioambientales. Hay causas de la diabetes a nivel celular, cuestiones genéticas, por ejemplo, que conviene entender. Si queremos conocer los efectos de la diabetes en el funcionamiento del corazón o el hígado, y cómo esos órganos, además, contribuyen a que prenda la enfermedad o la vadean, hay otras consideraciones a tener en cuenta. Y si queremos saber algo más sobre cómo se propaga la enfermedad en las poblaciones, está claro que hay cuestiones relativas a la cultura y el medio (alimentación, polución, otros) que deben contemplarse. Decir que la diabetes es una cuestión celular u orgánica es correcto; decir que su ocurrencia puede explicarse solo desde ese nivel es una tontería. Eso es lo que Sapolsky hace, borracho de biología y huérfano de psicología, sociología y filosofía, por no mencionar la historia o las artes, que también nos informan sobre nuestro libre albedrío.

El humano es el único ser que decide. Las máquinas no lo hacen, los minerales y las plantas tampoco, y los animales no hacen nada parecido, porque apenas aprenden, en puridad no se equivocan, no son agentes morales y en definitiva operan en el mundo «programados», casi sin otra guía de actuación que el instinto. Por más matices que se añadan en el caso de los primates superiores, sabemos que el concepto de responsabilidad (correlativo al de libertad) nos caracteriza en exclusiva. Que Sapolsky mire al mundo y encuentre que el concepto de culpa es absurdo, y que por lo tanto la moral no existe, demuestra la hondura de su ignorancia sobre el complejo fenómeno humano, y el modo en que hace analogías con los animales, seguramente producto de su inclinación hacia estos, le impiden ver el salto sustancial que entre la animalidad y la humanidad se produce. No hace falta tener creencias religiosas para comprender esto: basta con cultivarse con amplitud y buen seso.

La entrevista que le hacen en New York Times tiene momentos gloriosos. «Los estudios demuestran que cuando estamos sentados en una habitación que huele horrible, las personas nos volvemos más conservadoras en términos sociales», suelta Sapolsky. De modo que fulano no eligió realmente votar a Trump: un cuñado suyo hizo de vientre en su presencia en la última cena de Navidad y eso fue todo. ¿Pero qué estupidez es esta? ¿Qué lleva a una persona intelectualmente seria a confundir influencia con destino, hartos como estamos de ver personas con aparentemente todo en contra que demuestran un comportamiento admirable, y viceversa? Por si fuera poco, nuestro autor se declara incapaz de definir el libre albedrío cuya inexistencia dedica medio millar de páginas a intentar demostrarnos.

Para un determinista, nadie es bueno ni malo, porque no es libre. No hay miserables, porque no hay opciones, ni hay héroes, porque estamos abocados a nuestro destino. El arrepentimiento es una ilusión: nunca pudimos hacer otra cosa («los caminos se bifurcan de vez en cuando, pero no tenemos nada que decir al respecto», escribe Hossenfelder). No hay dilemas morales, porque siempre elegimos lo único que pudimos, lo que nuestra biología ordenó por su cuenta. Si alguien puso cuernos a su pareja, fueron sus hormonas; si uno fracasa laboralmente, fue la microbiota de su intestino.

Con esta boba confusión entre condicionantes y destino se ignoran experiencias de duda y elección tan repetidas como triviales, y se las tacha de «fantasía» con el eufórico gesto con el que los terraplanistas se refieren a la redondez de la tierra. «Creéis que la Tierra no es plana porque eso tendría consecuencias devastadoras», ergo la Tierra es plana; esto es lo que viene a decir Sapolsky. No cuesta entender que este determinismo es el evangelio de la mediocridad y la cobardía, y el de la opresión, pues el autor, tras negar la agencia humana, apunta a instaurar «mecanismos sociales» para que el mal (mecánico) no ocurra. Que Sapolsky vea en decir que nadie tiene control alguno sobre su comportamiento y que la ética no existe algo «liberador» demuestra hasta qué punto ha perdido el norte.

Seguramente la mejor frase del artículo, que reproduce una idéntica del libro, sea la que está bajo la distendida imagen que lo encabeza, el biólogo y neurocientífico junto a su perro: «Robert Sapolsky dejó de creer en el libre albedrío a los 13 años». Y es la mejor porque es la más honesta: no es que tenga argumentos sólidos que ofrecer que apoyen la inexistencia del libre albedrío, tan solo es una creencia que para colmo acrisoló para siempre siendo un imberbe. Causa rubor el orgullo con que exhibe esta convicción adolescente; y que dedique todo un libro, a sus sesenta y siete años, a racionalizar dicha creencia. Como científico, Sapolsky debería saber que esta forma de conducirse es opuesta al rigor crítico, que opera al revés: investigar sin partir del resultado deseado y concluir con objetividad lo que corresponda.

La ciencia es una fuente de conocimiento imprescindible. No se puede pensar contra la ciencia; pero hay que pensar más allá de la ciencia, porque esta provee evidencias que luego hay que interpretar con amplitud de miras. «Todo organismo biológico no es más que una máquina biológica» —escribe Sapolsky— «y nuestro conocimiento del hecho de ser máquinas no debe interferir con el hecho de que se trata de una máquina extraña que siente como si los sentimientos fueran reales»; de esta barbaridad se siguen todas sus conclusiones.

La ciencia es un empeño reductor; su método de abordar la realidad es parcelarla para, acorralando cada concreción, arrancarle sus secretos. La filosofía es el saber que integra ciencia, arte, humanidades y en general toda fuente de saber disponible para llegar a conclusiones robustas —si bien siempre provisionales— sobre cuestiones complejas, entre las que sin duda está la del libre albedrío. Sapolsky se desenvuelve como un pingüino en un centro comercial en este ámbito, metiendo la pata continuamente. Todo lo cual me recuerda aquel dicho que no pasa de moda: «Manolete, si no sabes torear, pa que te metes».

DAVID CERDÁ GARCÍA

https://disidentia.com/dice-sapolsky-que-no-somos-libres/  

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