12/6/24

Si algo se sale de la rutina, fluyamos que el mundo sin sorpresas no merece vivirse

VIVA LA RUTINA                                       

LA ESPONTANEIDAD HA MUERTO

Existe un experimento que se lleva a cabo en las escuelas de medio mundo. Consiste en pedirle a los alumnos que llamen o escriban a sus padres para darles este mensaje: «Te quiero», y esperar a ver cuál es la respuesta de los alucinados progenitores, que en la mayoría de los casos no lo ven venir.

Porque estos progenitores, y si tienes hijos adolescentes lo entenderás mejor, no están acostumbrados a que su prole mande este tipo de mensajes. El adolescente medio se comunica habitualmente con monosílabos y solo habla para pedir cosas o emitir algún sonido gutural de otra galaxia para dejar claro que está bien. Pues bien, hace unas semanas fui objeto de este experimento y tengo que reconocer que caí en la trampa.

Los primeros segundos tras recibir el mensaje fueron de incredulidad y estupor. De hecho, mi primera reacción fue positiva, pero mi mente racional entró en juego a los dos segundos y pasé, acto seguido, a pensar que algo muy malo tenía que haber pasado para recibir este mensaje o que alguien había suplantado la identidad de mi hijo. Si me hubieran pedido un rescate, me habría preocupado menos.

Es cierto que estoy sesgada por mi inclinación natural a la criminalística, y que mi mente estaba tratando de reconstruir los últimos minutos desde que había salido de casa hasta recibir el mensaje. Tengo que decir que mi reacción no distó mucho de la reacción media de la mayoría de los padres que se han visto, sin saberlo, sometidos a este experimento. La mitad de los padres se llevaron un susto de muerte y la otra mitad pensaron que sus hijos les iban a pedir algo y estaban tratando de allanar el camino.

Pero lo que de verdad me preocupó fue que, si este mensaje lo hubiera recibido en otro momento, no me habría extrañado tanto. El problema no fue recibir un mensaje afectivo, el problema fue el momento en el que fue enviado. En un momento donde solo esperaba un «llegué al cole» y listo nada más, recibí un mensaje inesperado. Mi mente no estaba preparada para un mensaje que rompiera con mi rutina. Y esta es la palabra clave: rutina.

La RAE define rutina como ‘costumbre o hábito adquirido de hacer las cosas por mera práctica y de manera más o menos automática’. Y aquí, en la propia definición, está el quid de la cuestión. Nos hemos acostumbrado a hacer las cosas de forma automática, sin pensar.

Pasamos por el mundo haciendo las cosas que se supone que tenemos que hacer: levantarnos, arreglarnos, ir al trabajo, trabajar, hacer la compra, volver a casa, cenar, ver una serie, acostarnos, y así una y otra vez. Una rutina que no dista mucho del castigo que Zeus impuso a Sísifo, que pasaba sus días empujando una enorme roca hasta la cima de una montaña. La piedra siempre terminaba cayendo antes de llegar a la cumbre y cada día tenía que volver a empezar de cero.

La realidad es que estamos tan metidos en nuestra rutina diaria que cualquier cosa que la rompe o interrumpe, aunque como en este caso sea para bien, nos dispara el cortisol y nos pone en alerta. La pregunta que me hago es: ¿vivimos en un mundo tan incierto que lo desconocido o lo conocido fuera de lugar nos provoca miedo y ansiedad?, ¿nos estamos  enrutinando? ¿estamos perdiendo la capacidad de adaptarnos a los cambios, de dejarnos sorprender sin sufrir un infarto?

Este artículo no pretende ser el típico texto que nos anima a salir de nuestra zona de confort. La rutina para muchas cosas está muy bien; nos ayuda a ordenar nuestra vida y a ser más eficientes. Pero, por otro lado, es cierto que nos limita y, en algunos casos, nos está haciendo perder nuestra espontaneidad. 

Así que la próxima vez que algo se salga de la rutina, antes de dejar que el cortisol haga de las suyas, fluyamos; que el mundo sin sorpresas no merece la pena ser vivido.

  

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