2/4/24

Para calificar un acto como altruista o moralmente bueno es que cause bienestar a otro

SIN COOPERACIÓN NINGÚN GRUPO TIENE FUTURO  

Desde que el ser humano adquirió esa condición que le diferencia del resto de seres vivos, su comportamiento en la tierra que habita está regido por la moral y la ética, si es que estos dos términos no significan lo mismo. Pero la moral por la que se regían en la Prehistoria no es la misma que la actual; ha habido, obviamente, una evolución.

El filósofo y ensayista Juan Antonio Rivera presta atención a la ética evolucionista en su último ensayo, Moral y civilización para analizar y explicar desde la filosofía, la política y la economía la evolución del comportamiento humano. Entender, en definitiva, cómo hemos pasado del altruismo tribal de hace millones de años a la ética del respeto en la civilización contemporánea.

En el camino, Rivera nos enfrenta a afirmaciones tan sorprendentes como que la guerra ha sido el mayor potenciador de la moral humana, la inmerecida mala fama del individualismo, la cercana relación, cuando se interpreta mal, entre la selección por parentesco y la corrupción o que somos altruistas y competimos por ello para triunfar en el sexo.

Tendríamos que empezar por definir qué es moral y si es algo diferente de la ética.

Llamamos «morales» a las acciones que tienen repercusión sobre el bienestar de otras personas. Si esta repercusión eleva el bienestar de algún otro, decimos que la acción es buena; si reduce ese bienestar, será mala. Robar a un transeúnte o pegarle un puñetazo en la boca del estómago sin venir a cuento son ejemplos claros de acciones malas. En cambio, ayudar a un anciano a cruzar un paso de cebra o cocinar para un amigo su comida favorita serían casos de acciones buenas.

Podemos ampliar el espectro de las calificaciones morales para abarcar también el trato que nos damos a nosotros mismos (o a nuestros yoes futuros, si preferimos verlo así). Con esto entraríamos en el ámbito de la ética intraindividual o del «cuidado de sí», como dirían los clásicos.

Si nuestro yo actual castiga a los yoes futuros de nuestra persona llevando una vida disoluta de entrega al alcoholismo u otras formas de drogadicción, estaríamos causando estragos en nuestra república de yoes sucesivos. Si, por el contrario, nos cuidamos haciendo ejercicio o comiendo sano, estaríamos mimando a esos yoes sucesivos y elevando su bienestar. Nos estaríamos tratando moralmente bien a nosotros mismos.

En cuanto a la distinción entre ética y moral, yo las tomo por expresiones semánticamente intercambiables. «Moral» es como tradujo Cicerón el vocablo griego «ética». Es verdad que algunos están inclinados a la superstición de que allí donde hay dos palabras tiene que haber dos significados, para acto seguido distinguir la moral de la ética afirmando que esta última consiste en el estudio comparativo de diferentes sistemas morales. Esta distinción, que puede tener sentido en algunos contextos, no juega ningún papel en mi libro, de modo que he optado por ignorarla.

¿Habría habido civilización si la humanidad no hubiera tenido moral?

No solo la civilización, sino también la coexistencia de seres humanos en condiciones precivilizadas requiere de normas de conducta cooperativa entre los miembros de un mismo grupo, aunque en un principio se trate de normas no escritas. Sin cooperación ningún grupo social tiene futuro, y la moral tiene que ver con todo aquello que refuerza la cooperación (incluso en el terreno intraindividual, no solo en el interindividual).

Sorprende leer que algo terrible como la guerra haya sido el potenciador de la moral humana. ¿Puedes explicarlo?

Sí, claro. Es una idea de Charles Darwin, que dejó plasmada en su libro El origen del hombre. La conducta moral cooperativa se da en el cuidado de los ancianos, de los niños o de los enfermos, y también en las partidas de caza mayor. Pero Darwin encuentra que el principal acicate para que los componentes de un grupo cooperen entre sí es que se vean enfrentados en guerra a grupos rivales. Es entonces cuando se vuelve acuciante cooperar estrechamente con los de nuestra comunidad para mejor competir contra los de fuera.

Como lo expresa Darwin, en una guerra en condiciones ancestrales (entre cazadores-recolectores) el grupo que contara con más miembros altruistas, entregados a la defensa de los demás (aunque con ellos pusieran en riesgo su propia vida), tendría todas las de ganar frente a otra tribu poblada de egoístas y cobardes, que anteponen su propia seguridad personal a la continuidad física del colectivo.

Aunque parezca contraintuitivo, la guerra en condiciones primitivas sirvió de estímulo de primera calidad para intensificar nuestras capacidades morales.

¿Por qué debemos mirar con buenos ojos el individualismo?

El individualismo tiene mala prensa entre mucha gente en parte porque tiende a confundirse individualismo con egoísmo, cuando son dos cosas muy diferentes. Lo contrario del egoísmo es el altruismo, mientras que lo contrario del individualismo es el colectivismo.

Ya he explicado que, en el mundo de nuestros ancestros, las guerras recurrentes (nuestros antepasados eran muy belicosos; digamos adiós al mito romántico del «buen salvaje») hacían que, por la fuerza de las circunstancias, quedara antepuesto el bienestar de la colectividad al del individuo, y se esperaba de este que estuviera dispuesto a sacrificarse por su grupo. Esto es colectivismo moral en estado puro, algo a lo que empuja la frecuente presencia de conflictos armados.

Por fortuna, la guerra no es el único modo en que los grupos humanos se relacionan entre sí. Otra forma de hacerlo es el comercio. Si la guerra es un juego de suma cero, en que unos ganan a costa de las pérdidas de los otros, el comercio es un juego de suma positiva, en que ambas partes suelen ganar intercambiando los bienes que unos saben producir mejor por aquellos otros bienes que son capaces de fabricar mejor los extranjeros.

Después de un intercambio voluntario entre dos grupos, sin dejar cada uno de mirar por su propio bienestar, habrán mejorado el bienestar de la otra parte sin necesidad siquiera de pretenderlo o buscarlo intencionadamente. He aquí la médula de lo que Adam Smith llamaba la «mano invisible» del mercado.

Las sociedades entregadas al comercio con sus vecinas tendían a prosperar más que las más inclinadas a la guerra. Y no solo esto. También el comercio relajaba sensiblemente la presión colectivista del grupo sobre los individuos que lo componían, permitiendo a cada cual seguir sus metas propias y alcanzando de este modo lo que Benjamin Constant llamaba «la libertad de los modernos».

Las sociedades económicamente más prósperas han acabado siendo también las más libres, aquellas en que se ha dejado a los individuos disponer de un dominio privado en el que tomar decisiones soberanas sobre qué hacer con sus vidas, sin sufrir injerencias indeseables por parte de otros particulares o de los poderes públicos, y siempre y cuando, claro está, no causaran perjuicios a otras personas con su manera de proceder.

Como se suele decir, la libertad de uno acaba donde empieza la libertad de los demás. Esta interlimitación pacífica de las libertades individuales se ha dado en especial en los países occidentales, que, gracias a este cultivo del individualismo (¡no del egoísmo!), se han convertido en las sociedades no solo económicamente más prósperas del planeta, sino también en las éticamente más avanzadas.

Hablas de moral cálida y fría. ¿En qué se diferencian y por qué hay que distinguirlas?

Hay mucha letra pequeña en esta distinción, pero, para ponerlo en los términos más fáciles de entender, se puede abordar la diferencia entre moral fría y moral cálida partiendo de lo que se suele llamar la Regla de Oro, que admite dos formulaciones. Una en positivo: «Haz a los demás lo que quieras que a ti te hagan». Y otra en negativo: «No hagas a los demás lo que no quieras que a ti te hagan».

A pesar de que suenan muy parecido, hay un abismo que bosteza entre ambas formulaciones. Una cosa es que te pidan que hagas cosas a favor de otro (de cualquier otro) y otra muy distinta es que te pidan que no hagas nada contra alguien.

Lo primero es muy difícil, demanda mucho de nosotros, nada menos que amemos al prójimo como a nosotros mismos, que lo tratemos con los mismos miramientos y apego con que nos tratamos a nosotros. Tan difícil es esto que queda reservado en todo caso para el círculo íntimo formado por nuestros parientes, amigos o colegas de trabajo. Más allá es casi impracticable un altruismo tan exigente como el que nos solicita la Regla de Oro en su versión positiva.

Pero, en cambio, está al alcance de nuestras capacidades morales abstenernos de ocasionar daños evitables a cualquiera de nuestros semejantes. Si el altruismo y la fraternidad universales quedan más allá de lo que podemos dar en materia moral (pese a lo que han creído los socialistas utópicos), en cambio, el respeto universal sí lo podemos poner en práctica con cada uno de los seres humanos con los que compartimos el planeta.

La moral cálida aparece vinculada a la versión positiva de la Regla de Oro, mientras que la moral fría lo está a la versión negativa. Por su misma índole, la moral cálida está reducida a microgrupos, como las bandas de cazadores-recolectores ancestrales o actuales (la moral fría no había asomado todavía la cabeza en esos entornos ancestrales, con sociedades de muy reducido diámetro), mientras que la moral fría es propia de las civilizaciones extensas y multitudinarias en que ahora vivimos la mayoría de los humanos.

Esto no impide que en la práctica también pongamos a funcionar la moral cálida dentro de las civilizaciones extensas, en el seno de los grupúsculos de nuestros amigos, familiares o conocidos. Pero en el trato con los extraños solo se espera de nosotros que los respetemos, que dejemos operar a la moral fría.

Es interesante lo que cuentas de la selección de parentesco. ¿Eso explicaría la tendencia a la corrupción que tenemos hoy en la sociedad?

La selección de parentesco es una parte del puzle del altruismo que le pasó inadvertida al mismo Darwin. Solo se estudió en profundidad en la década de 1960 por el biólogo británico William Hamilton y después fue incorporada por la sociobiología a su explicación del altruismo.

El altruismo familiar o altruismo por selección de parentesco consiste en la tendencia innata a favorecer y querer más a aquellas personas con las que nos unen vínculos de parentesco más estrecho, como los hijos, los padres o los hermanos. Esta disposición altruista se va diluyendo a medida que el nexo familiar se debilita y es menos intensa, pero sigue dándose, con sobrinos, primos, etc.

Y, en efecto, como dices, una fuente de corrupción procede de anteponer los lazos de parentesco a la hora de escoger a alguien para un cargo de dirección o de adjudicar un contrato sobre personas más capaces, que ofrecen un servicio más eficiente o a más bajo precio. El  nepotismo es una forma de predominio indebido de la moral cálida sobre la moral fría cuando ambas entran en conflicto. Muchas veces no se produce colisión alguna entre moral fría y moral cálida, pero cuando se produce hay que dar prioridad a la moral fría del respeto a cualquier otro sobre la moral cálida de los afectos familiares.

Otras muestras de la anteposición indebida de la moral cálida sobre la moral fría (cuando ambas chocan entre sí) son el amiguismo o el clientelismo que ponen en práctica muchos políticos al hacer favores a particulares a cambio de obtener sus votos.

La teoría del hándicap dice que «los humanos no solo cooperamos para competir, sino que también competimos para cooperar». ¿Cómo explicamos estas contradicciones?

La teoría del hándicap se la debemos al biólogo israelí Amotz Zahavi y sirve, entre otras cosas, para explicar el altruismo por selección sexual. El altruismo suele ser una conducta costosa para el donante de favores, pero ese coste puede verse más que compensado por los beneficios reproductivos que recibe. En una tribu paleolítica, un cazador hábil compartía normalmente la presa que había cobrado entre los miembros de la colectividad. Pero esta muestra de generosidad le volvía atractivo a las mujeres y mejoraba sus oportunidades de procreación.

De modo que nuestros antepasados no solo cooperaban con los de su grupo para mejor competir con grupos ajenos, sino que también competían entre ellos, dentro del grupo, en torneos de altruismo, para tener más expedito el acceso a los favores sexuales de las damas.

«El egoísmo es también perfectamente razonable, desde un punto de vista evolutivo». Si no fuéramos egoístas, ¿cómo sería nuestra sociedad? ¿Habríamos evolucionado?

Claro, desde la misma teoría del altruismo por selección de parentesco cobra perfecto sentido el egoísmo, pues, como decía el comediógrafo latino Terencio, «mi pariente más próximo soy yo mismo». Visto a esta luz, ser egoísta es solo amar a la persona con la que compartimos más genes: nosotros mismos.

Hay sociedades animales en que, por su peculiar sistema de reproducción, la relación de parentesco entre sus integrantes es más elevada que en los humanos. Así ocurre con las hormigas, unos insectos muy marcadamente sociales, entre otras cosas porque la relación de parentesco promedio entre sus miembros es muy alta, superior a la que se da entre los humanos. Por esto las hormigas son por naturaleza más cooperativas entre sí que los humanos, menos dadas al conflicto entre ellas. Todas se afanan en sus tareas a mayor gloria del hormiguero.

Algunos biólogos especializados en hormigas, los mirmecólogos, han escrito con fina ironía que el socialismo sí que funcionaría, de hecho, con las hormigas, pero no con los humanos. Marx sencillamente se equivocó de especie.

Visto lo visto en tu libro, el altruismo no parece algo tan bueno como lo pintan, ¿no? Somos altruistas porque esperamos algo a cambio.

Bueno, aquí habría que introducir muchos matices. Es verdad que el altruismo familiar se podría explicar en términos biológicos por las ventajas genéticas que procura a los altruistas, es decir, por el egoísmo genético, como diría el zoólogo Richard Dawkins. No menos verdad es que el altruismo recíproco —que ponemos en práctica con parientes y amigos, sobre todo— está basado en el ‘hoy por ti, mañana por mí’, es decir, no consiste en hacer regalos a fondo perdido, sino que hay una esperanza cierta y bien fundada de devolución de los favores, aunque sea en un futuro indeterminado.

En otros casos, sin embargo, se hace cierto eso que decía Oscar Wilde: «Cuando somos dichosos somos siempre buenos, pero cuando somos buenos no siempre somos dichosos». En los momentos en que nos sentimos eufóricos por algo bueno que nos ha pasado estamos dispuestos a regalar una parte de la sobreabundancia de bienestar que por entonces nos inunda, y aquí sí que somos altruistas sin aguardar contrapartidas.

Pero, en todo caso, tanto si esperamos algo a cambio como si no, lo importante para calificar un acto como altruista o moralmente bueno es que cause bienestar a otra persona. Si, de paso, también nos ocasiona bienestar a nosotros mismos, ¿qué problema hay en ello? ¿Por qué empeñarnos en pedir un altruismo inmaculado y santo, sin sombra alguna de egoísmo?

Lo importante es beneficiar a otros, y si nosotros también recibimos algún beneficio, aunque sea por mera empatía, no hay lugar alguno para el reproche moral. A menos que tu intención al beneficiar a otro sea exclusivamente, o en primer lugar, servir a tus propios intereses. Pero esta es otra historia… una historia de hipocresía. Como la que manifestaría una persona muy religiosa, que creyera en Dios y en el más allá, y se dedicara a realizar actos altruistas con la vista puesta ante todo en granjearse una buena vida tras su muerte.

«Somos flexiblemente buenos y malos a la vez». ¿A esto se reduce nuestra naturaleza?

La idea es que la selección natural opera a distintos niveles. Cuando lo hace a escala individual nos inclina hacia el egoísmo. En cambio, cuando lo que funciona es la selección de grupo (como en las guerras entre cazadores-recolectores), eso nos puede alentar hasta formas extremas de altruismo y desprendimiento, incluidos el heroísmo y la autoinmolación en obsequio de la colectividad.

Pero esta no es toda la historia acerca de nuestra naturaleza humana. Hay mucha más tela que cortar. No hay que poner el foco solo en los aspectos éticos de nuestra conducta. También están los aspectos cognitivos, sobre los que tienen mucho que decirnos los psicólogos. Y no solo las ciencias, sino también las letras y las humanidades nos han ilustrado a fondo acerca de los múltiples y sutiles entresijos que hay en nuestra condición humana.

Lo que algunos proponen, como el biólogo Edward Wilson, es justamente una alianza entre ciencias y humanidades para tener una concepción más integral y matizada en torno a las múltiples facetas que tenemos los seres humanos, que no estamos hechos de una sola pieza, sino que somos más bien como un teclado en que las circunstancias van pulsando y sacando a la luz una u otra vertiente de nuestra personalidad.

Necesitamos a William Shakespeare y a Charles Darwin juntos para arrojar luz sobre los rincones más ocultos y reveladores de la condición humana.

«La escasez moderada de recursos es una de las circunstancias de la justicia y, por ende, de la moralidad». ¿Para que haya justicia, entonces, tiene que haber necesidad, escasez?

Bueno, exactamente lo que decía el filósofo escocés del siglo XVIII David Hume (y repetía más recientemente John Rawls) es que la escasez moderada de recursos es una de las circunstancias de la justicia. Lo de «moderada» es importante. Si la escasez es extrema, y no todos pueden sobrevivir con lo que hay, lo mejor que puede hacer cada uno, reconocía Hume, es procurar por sí mismo y tratar de salir adelante, aunque eso suponga desatender a los demás o dejarlos en segundo plano.

Pensemos en esos grupos de náufragos que quedaban durante muchos días a la deriva en un bote, con agua y provisiones escasas, y que acababan por entregarse al canibalismo para subsistir. En circunstancias tan extremas, reconocía Hume, las leyes de la justicia quedarían en suspenso. O piensa en la tragedia aérea ocurrida en los Andes en 1972, recreada recientemente en la película La sociedad de la nieve, en que se dieron escenas parecidas.

En el otro extremo, si hay una opulencia ilimitada de bienes y recursos, tampoco habría que dirimir cuestiones de justicia, pues dispondríamos de suficiente para todos y sobraría, de modo que nadie ansiaría lo que posee su vecino. No obstante, Sigmund Freud dejaba caer en este punto una interesante pincelada: incluso en un mundo sobreabundante, un hombre podría codiciar la belleza de la mujer de su vecino, que constituiría para él un bien escaso y que no querría compartir con nadie más.

La sensibilidad al asco nos hace más conservadores en cuestiones de moralidad sexual. ¿Hemos perdido ese asco y por eso ahora nuestras relaciones sexuales e identidades sexuales son más amplias, menos limitantes?

Es cierto que ahora hay más barra libre en cuestiones sexuales. Pero no estoy del todo seguro de que esto haya eliminado definitivamente las reacciones de asco en materia de moral sexual. El psicólogo Jonathan Haidt planteaba a este respecto una interesante historia ficticia que sigue este curso

Julie y Mark son dos hermanos que están pasando unas vacaciones por el sur de Francia. Una noche estrellada y cálida, muy cómplice de la sexualidad, ambos hermanos llegan al acuerdo, mutuamente consentido, de vivir una noche de amor incestuoso, tomando además todas las precauciones pertinentes: él usará un preservativo y ella se tomará una píldora anticonceptiva. Hacen el amor y se sienten más unidos emocionalmente tras esa experiencia, a pesar de lo cual deciden no repetirla.

Cuando Haidt pregunta a diversos grupos de sujetos experimentales qué opinan de esta historia, y, en concreto, si Julie y Mark actuaron éticamente bien o no, es interesante comprobar las reacciones de los interrogados. La mayor parte, por no decir casi todos, reaccionan enseguida rechazando con una aversión visceral esa escena de sexo entre hermanos, aunque haya habido consentimiento recíproco. Encuentran que está moralmente mal lo que han hecho; aunque cuando Haidt les estrecha para que den razones de su rechazo, no saben qué contestar.

Algo perfectamente comprensible puesto que ya he dicho al principio que, para considerar mala una conducta, esta ha de causar daño a otros y este daño ha de ser buscado premeditadamente por el agente. Y ninguna de estas dos condiciones se da en el caso descrito. A pesar de lo cual, las personas a las que preguntaba Haidt veían con una mezcla de repulsión física y aberración moral esa historia de incesto entre hermanos. Y no conseguían reponerse a esta reacción íntima y súbita, por más que ellos mismos no acertaran a explicársela.

La libertad también está muy relacionada con la moral. ¿Cómo funciona?

Parafraseando a Aristóteles, se podría afirmar que la libertad se dice de muchas maneras. Está la libertad moral, pero también la libertad política y la libertad económica. Para hacerlo corto, me ocuparé solo de la libertad moral, que es la que aquí más nos interesa.

La libertad moral coincide con el individualismo, tal y como lo he descrito antes: la disponibilidad de un recinto privado en que uno es dueño y señor para decidir qué hacer con su vida sin padecer intrusiones no deseadas de otros o del Estado, y siempre que esas decisiones no afecten negativamente el mismo espacio privado de que los demás gozan. Por repetirlo una vez más: mi libertad moral acaba donde empieza la del resto.

También repito que este individualismo no equivale al egoísmo, y que se puede ser individualista y altruista a la vez. Por ejemplo, uno puede decidir, en el ejercicio de su libertad moral, consagrar su vida al voluntariado, trabajar para una ONG o imitar a Teresa de Calcuta, digamos.

Con respecto a todo esto, ¿cómo es nuestra moral hoy? ¿Hemos evolucionado o hemos involucionado?

Desde comienzos del siglo XIX hasta hoy, la prosperidad material y el progreso moral (que suelen ir de la mano) han avanzado a grandes trancos, sobre todo en Occidente y, en menor medida, en el resto del mundo, con todos los altibajos y dientes de sierra que evidentemente se han producido. Ahí están las dos guerras mundiales, el Holocausto nazi y los totalitarismos comunistas ocurridos en el siglo XX para recordárnoslo con elocuencia.

A pesar de todo lo cual, en Occidente, y gracias, entre otras cosas, a la implantación más temprana del individualismo y de la moral fría, es donde se ha verificado antes el aumento de la esperanza de vida al nacer, la ampliación del consumo de calorías per cápita, la huida de la pobreza extrema, el uso de energías limpias, el incremento de la alfabetización, la reducción de la jornada laboral, la disminución de la violencia entre Estados y en el interior de estos, la expansión de la democracia, la eliminación paulatina de la pena de muerte, el acceso de las mujeres al voto, la inexistencia de la mutilación genital femenina, la igualdad ante la ley de hombres y mujeres, una mayor tolerancia hacia homosexuales, minorías raciales y étnicas e incluso una tendencia a la reducción de la desigualdad económica global (lo que, por desgracia, es compatible con el aumento de la desigualdad en el interior de los países, cosa que hay que darse prisa en reconocer).

No es de extrañar que estas buenas noticias hayan llamado la atención de los no occidentales y que hayan tratado de seguir nuestra senda. Lo hacen voluntariamente, no amedrentados por nadie. No es colonialismo cultural, sino imitación del modo de vida de aquellos a quienes va mejor en estos momentos.

Los dos lunares que más ensombrecen este panorama de progreso moral y material son el cambio climático y la posesión de armamento nuclear por parte de nueve de los casi doscientos Estados que se reparten el planeta.

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