BEBÉ O PERRO (2)
Esta es la primera vez en mi vida que emulo a Hollywood y caigo en la tentación de hacer una secuela de algo que he escrito. El motivo me lo dio que hace unos días volviera a plantearse ese dilema moral que traté (lo hizo el periodista Iñaki Errazkin) en términos de una situación de ahogamiento en el que solo puedes salvar a uno, un señor desconocido o a tu perro, con este resultado: un 50 % salvaría al perro, un 30 % salvaría al humano y un 20 % eludiría la elección.
Es fácil escandalizarse con estos resultados —o a lo mejor ya no, lo cual sería mucho peor—, pero creo que merece más la pena analizarlos para ver qué nos dicen de lo que está sucediendo a nuestro alrededor en cuanto a algo que determina nuestro día a día: cómo juzga la gente qué está bien y qué está mal y qué hace en consecuencia. Para ello, recomiendo no solo quedarse en las cifras, sino en los comentarios al post de Errazkin, más ilustrativos si cabe.
Para empezar, hay que entender las limitaciones que tienen los experimentos mentales en lo que atañe al comportamiento humano. Sabemos que en la psicología moral tienen un papel crucial los sentimientos, y que intelectualizar un asunto nos aleja de lo que en una situación real haremos.
Mi propio cálculo es que, del 70% que no salvaría al hombre o no sabe qué hacer sobre el papel, la inmensa mayoría salvaría al hombre. La razón es que son muchas más las personas que tienen el corazón cultivado, es decir, que tienen una conciencia que funciona más o menos bien. Dudamos de esto cuando sabemos de anécdotas impactantes o muchos pequeños detalles, pero sabemos que en las situaciones más demandantes damos incluso más que en los lances menores.
Estamos hartos de ver series y películas de plataformas de corte distópico en
el que el ser humano se comporta consistentemente como un miserable; debemos
entender que hay un interés de los poderosos de que creamos que seríamos como
alimañas sin su yugo, digo sin su gobierno. La realidad sobre las catástrofes
humanas nos dice fundamentalmente lo contrario.
Creo que para dejar morir a una persona y salvar a un perro
—aunque sea el tuyo— se tienen que dar uno de estos tres casos: que padezcas
una psicopatía, que tengas la conciencia destruida sin ser un psicópata o que
te equivoques por afecto en tu decisión y luego tengas que vivir aplastado por la
culpa —razonable— el resto de tus días. Es decir, o bien estamos ante una
persona con la empatía estragada o bien con alguien que hará lo correcto o lo
pagará muy caro; ahora que tanto hablamos de salud mental, digamos que las
consultas bullen de estos últimos, para regocijo además de la industria
farmacéutica.
¿Y por qué va a ser más empático salvar a la persona que al perro?, preguntará alguno. Para responder a esto, remito al lector al artículo anterior a este, pues allí se explica in extenso. Tan solo añadiré que cuando Errazkin escribe que «quienes eligen salvar al humano, lo hacen guiados por principios éticos normativos, como el valor preponderante de la vida humana, arraigado en filosofías morales o en normas culturales y religiosas (sobre todo en las religiones monoteístas), que relegan a los animales como seres vivos de segunda división» es decir, cuando refleja subrepticiamente que esta podría ser una cuestión moralista cristiana superada, está ignorando que la dignidad superior del ser humano, científicamente bien asentada, es una conquista civilizatoria que está por encima de religiones y culturas, aunque estas, obviamente, hayan hecho contribuciones a ese hallazgo: la vida animal es de segunda división, de primera la humana.
Errazkin está sugiriendo, en concreto,
que esa propuesta es una idea cristiana y que un pensamiento secular (y,
obviamente, superior) ha de darla de lado; pero esa idea está detrás de la
Declaración Universal de los Derechos Humanos, de la Sanidad Universal (para
los humanos) y de casi todos los avances morales de la humanidad en los últimos
dos mil cuatrocientos años por el lado más corto; y está en Buda y en
Eurípides, por ejemplo.
Hablemos un poco de las personas que dicen que salvarían al perro, dejando a un lado a los psicópatas: de quienes tienen la conciencia muerta y quienes la tienen viva y o bien salvarían al hombre y dormirían tranquilos o salvarían al perro y no se lo perdonarían. Yo creo que estas personas han llegado a la conclusión de Diógenes —«cuanto más conozco a las personas, más quiero a mi perro»— tras pasar por experiencias muy negativas que los han decepcionado profundamente con su especie.
Hay dramas tras la preferencia del
perro, como creo que los hay tras quienes hablan de sus «perrhijos», aunque un
perro jamás vaya a ser familia, por más que lo quieras. Puesto que el hombre es
capaz de lo peor y de lo mejor y sus maravillas son perfectamente comparables a
sus miserias, lo único que cabe hacer ante esa miopía es ejercer la
misericordia con las personas que han llegado a esa conclusión tan devastadora.
Hay un aspecto llamativo y a la vez esperanzador entre las personas que sí tienen la conciencia viva y dicen que salvarían al perro a tenor de sus respuestas en X. De un lado, creen que pueden elegir qué les dirá su conciencia, esto es, que podrán nadar y guardar la ropa, nunca mejor dicho: que salvarían a su perro y seguirían tan ricamente sin que su elección les pesase. Lo llamativo es su desconocimiento de cómo funciona la conciencia, que es muchísimo más que «el conjunto de convenciones sociales».
Carecemos del
poder de manejarla una vez hemos obrado (otra cosa es lo que podamos hacer
antes); como dice Eurípides en Orestes, «la conciencia es para los
mortales un juez que nunca duerme». Lo esperanzador es esto: cuando les
explicas que su elección sería afectiva pero inmoral, suelen molestarse,
revolverse y buscar subterfugios (a menudo relativistas) para exculparse
(«nadie me dirá que sería peor persona si lo hiciera»), lo cuál es señal de que
les importa.
Dice Errazkin en X que el vínculo emocional del dueño con el
perro «puede superar la consideración “políticamente correcta” de salvar a un
humano desconocido», que «especialmente en redes sociales como esta, muchas
personas pueden rechazar las normas morales tradicionales», que «muchas de las
personas que han elegido salvar al humano han podido hacerlo por miedo a ser
juzgados como insensibles e inmorales» y que «el dilema planteaba conscientemente
una situación sin una solución considerada universalmente correcta». Vamos por
partes.
Es, para empezar, un tanto brutal igualar lo correcto, sin
más, a lo políticamente correcto; ahí hay un relativismo cínico expuesto.
Cuando decimos «políticamente correcto» nos referimos a la hipocresía; decir
que todo lo que hacemos bien lo hacemos por encajar socialmente es
sencillamente faltar a la verdad. De hecho, el estadio más avanzado de la moral
corresponde a aquel que se rige por principios universales sin esperar premio
ni temer castigo a cambio, y es justamente por eso por lo que lo decente («lo
debido») es salvar al hombre. De modo que solo actúan «por miedo a ser juzgados
como insensibles e inmorales» quienes no han superado la adolescencia en
términos éticos. Y es que el dilema planteaba una situación con una
solución considerada universalmente correcta.
Dice también Errazkin para explicar la elección del perro
que «especialmente en redes sociales como esta, muchas personas pueden rechazar
las normas morales tradicionales, optando por desafiar estas expectativas como
una forma de afirmar su individualidad», y aquí hay dos cosas que me interesan,
una cierta y otra errónea (por incompleta). La primera es el odioso
individualismo expresivo, raíz de muchos de nuestros males, sobre el que
también he escrito; si hemos llegado al punto de pensar en dejar a una
persona morir para afirmar nuestra individualidad tenemos que
subir la alerta civilizatoria a otro nivel más alto. La segunda tiene que ver
con la tradición y lo ético. Hemos pasado del «si es tradición y norma
convencional, es verdad y algo a preservar» a «si es tradición y norma
convencional, es falso y algo a abandonar» lo cual constituye un movimiento
pendular entre dos despropósitos.
Ese movimiento indeseable está en el corazón de la posmodernidad, proviene de las algaradas de Mayo del 68 y ha sabido transmutarse en la sociedad líquida con la que tantos se atornillan al poder y se lucran. En las tradiciones y en lo convencional hay cosas que se mantienen por la fuerza de la costumbre, la presión social y poderosos intereses y cosas que perduran porque son buenas y responden a la constitución humana (la familia).
Cuando Errazkin escribe que «muchas de las personas que han elegido
salvar al humano han podido hacerlo por miedo a ser juzgados como insensibles e
inmorales» da a entender que hay una presión social que es mala de suyo en
cuanto a lo que decidimos, lo cual es disparatado, porque equivale a decir que
la cultura y la sociedad son cortapisas a la auténtica libertad
humana.
Aquí está el dichoso Rousseau, del que apenas nos hemos
librado a este respecto —ya estamos tardando—, pero también Freud y su estudio
sobre cómo la civilización nos coarta; pero hasta Freud reconoce en El
malestar en la cultura que, si bien la cultura nos reprime, también
nos sostiene, subrayando que «la vida en común solo se hace posible cuando la
mayoría es más fuerte que cada individuo». Las normas pueden ser
civilizatorias, y muchas de las que tenemos en los países medianamente libres
lo son sin duda.
Concluye su escrito Errazkin diciendo que «el dilema
pretendía hacer aflorar la contradicción entre la emoción (amor al perro) y la
razón (deber moral hacia el humano)». Como hemos visto, eso no es cierto: la
idea de que es «la razón» —un término clásico convenientemente abandonado por
la psicología cognitiva, que nos habla del intelecto, la cognición y los
razonamientos— la que está el mando en cuanto a la moral es erróneo, pues son
los sentimientos los que priman. Vergüenza, compasión y admiración, más
valentía: ahí está el meollo de nuestra vida moral.
Quiero decir con esto que el dilema planteado se disputa
entero en el terreno de juego del corazón, que va mucho más allá de los
afectos. El dilema planteado es entre hacer lo correcto y hacer lo que nos
apetece, pero en ambos casos está implicado lo que sentimos. Es también un
dilema entre la gratificación inmediata («mi perro se salvó») y la pospuesta («tendré
que vivir con la insoportable carga de haber hecho lo injusto»), y aquí sí que
sopla descaradamente a favor del perro el vientecillo de los tiempos, tan
ajenos a la frustración y a la ansiógena demora de las gratificaciones.
Cuenta Antonio Damasio en El error de Descartes el
célebre caso de Phineas Gage, un joven capataz de ferrocarril al que una barra
de hierro le atravesó el cráneo en 1848. Milagrosamente sobrevivió, pero ya no
era el mismo. Conservaba la inteligencia, la memoria y la capacidad de
razonamiento abstracto; sin embargo, destruidas las áreas ventromedial y
orbitofrontal de la corteza prefrontal izquierda, había perdido lo esencial: la
brújula emocional que orienta la decisión moral. Escribe Damasio: «No fue tanto
la razón la que se perdió en Gage, sino el lazo que la une a la emoción».
Incapaz de manejar sus impulsos, Gage fracasó en su vida profesional —de líder
respetado pasó a trabajador errático— y en lo personal —sus amistades y afectos
se disolvieron. Su tragedia nos muestra que la moral y el éxito vital no se
juegan principalmente en la fría razón, sino en esa alianza profunda entre
emoción y decisión que forja nuestro carácter.
Lo que nos dice este experimento del ahogamiento y el salvamento, en suma, es que hay cada vez más gente con el corazón inculto, cada vez más gente egoísta y sola, la clase de gente que los mercachifles comerciales y políticos necesitan para hacer caja y tenernos controlados. Los sentimientos morales son peligrosos para los mangantes. Son, además, productos del corazón de largo alcance, sostienen a la persona y forjan el carácter, fortalecen y protegen contra la enfermedad mental, etcétera.
Descontados los extremos psicopáticos y los casos de conciencia muerta, un ser humano que salva a un perro en vez de una persona está tomando una de las decisiones más estúpidas de su vida, pero no ya en cuanto al damnificado, sino en cuanto a sí mismo.
Las consultas de los psicólogos están abarrotadas de personas que se
drogan, engañan a sus parejas, descuidan a sus hijos y muchos otros
comportamientos lesivos siguiendo el mismo principio: el afecto o el deseo
propio por encima del bien, a secas. Lo que tenemos que hacer, me parece, es
averiguar cuáles son esos palos, no físicos, pero sí culturales, mediáticos y
políticos, que están arrancando a la gente el pedazo de cerebro.
[El último libro de David Cerdá es El bien es
universal. Una defensa de la moral objetiva]
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