DERRIBANDO EL GEN EGOÍSTA
La teoría del gen egoísta de Richard Dawkins guio durante
muchas décadas la visión sobre la evolución, un fetiche hasta hace poco
intocable que la antropóloga y divulgadora científica Candela Antón se encarga de echar por
tierra.
Con este artículo inauguramos la sección “Derribando Ídolos”, una trinchera mensual contra los mitos con pies de barro: tomamos un ídolo de las ciencias humanas (biológicas o sociales), lo sometemos a una mirada crítica y lo desmontamos con evidencia sólida. Objetivo: hacer comprensible lo complejo y tender puentes entre sociedad y ciencia, sin humo ni dogmas.
Aquí estamos y queremos cultivar un mundo distinto. Así que
empecemos a derribar ídolos.
El de hoy: Richard
Dawkins, biólogo evolutivo británico. No queremos derribarlo a él. Sino a
su gen egoísta, su teoría esculpida en 1976 de que “somos las
máquinas de supervivencia de nuestros genes”, un tótem de madera noble, tan
pulida que casi parece piedra o metal. Pero, ¿realmente somos eso?
La historia de su gen egoísta empieza hace unos cuantos
millones de años, en lo que llamó el “caldo primigenio”. Imagínate la Tierra
joven, una especie de sopa química gigante donde moléculas simples flotaban sin
rumbo aparente. De repente, ¡ZAS!, algo extraordinario ocurre: algunas de estas
moléculas desarrollan una habilidad casi mágica, la capacidad de hacer copias
exactas de sí mismas. Los replicadores habían nacido.
Estos replicadores, precursores de nuestros modernos genes,
no tenían cerebro ni intenciones, pero sí una característica fundamental:
algunos eran mejores copiándose que otros. Y sucedió que los que eran mejores
replicándose empezaron a dominar el caldo. Era una competencia feroz donde el
que ganaba era el más eficiente haciendo copias de sí mismo. No ganaba el más
fuerte ni el más inteligente, como algunos habían venido pensando. El ídolo se
estremece. La competición lo construye, lo vertebra, lo sostiene.
Entonces, el gen para Dawkins es ni más ni menos que la
unidad irreductible de la selección natural. Ni los individuos, ni las
especies, ni los ecosistemas sino los genes son los que realmente compiten en
esta batalla evolutiva. Aquí el cincel con el que Dawkins talló su ídolo: el
gen es, en cierto sentido, “inmortal”. Mientras tú y yo envejecemos y morimos,
nuestros genes saltan de cuerpo en cuerpo como si fueran pasajeros eternos en
un tren cuyos vagones se van renovando generación tras generación.
Este gen inmortal solo quiere una cosa: sobrevivir. Solo
eso. Nada de amor, nada de arte, nada de filosofía, ni de juegos de cartas, ni
de bailoteos de sábado. Supervivencia pura y dura. Y nosotros —tú, yo y toda la
humanidad en general—, como decíamos, “somos las máquinas de supervivencia de
nuestros genes”.
Derribando el ídolo
Manos a la obra. Vamos a derribar el ídolo. Primer tirón. Al
principio tímido e ignorado, apenas una voz tenue en la distancia. Lynn Margulis, bióloga estadounidense, gritó en 1970 más
fuerte. ¡Las células eucariotas demuestran que la cooperación es un
mecanismo evolutivo! Aunque al principio nadie la escuchó.
La teoría fue bautizada en 1981 con un nombre
elegante: simbiogénesis. Ahí comenzó a calar más hondo. Al final era
una cuestión de enfoque, de marco. La eucariota moderna sería una especie de
quimera. Un consorcio microbiano que se integró de tal forma que se volvió una
sola entidad. Lo cual demuestra que hay asociaciones puramente cooperativas que
devienen en una evolución cooperativa.
El ídolo se tambalea, parece que su solidez se halla
comprometida. La pátina de competición se resquebraja. ¿Entonces la selección
natural no funciona solo por competición? Al parecer no.
Pero eso no es suficiente para derribar el ídolo. Es un
matiz, relevante, relevantísimo, pero el gen sigue siendo la unidad de herencia
evolutiva y nosotros seguimos siendo sus máquinas de supervivencia, simples
mecas de carne desechable.
¿O tal vez no? Ahora todo retumba. Es 2005 y Eva Jablonka y Marion Lamb irrumpen en la escena como
una estampida. Traen un hacha. Con un filo tan agudo que parece cortar el
mismísimo aire. El ídolo tiembla como una hoja en un vendaval. El hacha se
llama “teoría de los cuatro niveles de herencia”.
1. El ADN. Sí, vale, ellas también lo incluyen.
Es inevitable. Pero eliminan eso de que solo el gen carga con el
inconmensurable peso de la evolución. Y es que sí, el ADN es inevitable, es la
información que se replica, pero no es la única que se hereda. Y mucho menos
todo el peso de la heredabilidad o la expresión caen sobre la encorvada espalda
del gen. Porque, dime, ávido lector, ¿cuántas veces has oído o leído decir que
tal o cual gen se encarga de tal o cual cosa? Probablemente muchas,
probablemente tantas como yo.
Pero la realidad es que es muchísimo más complejo que eso,
pues una sola característica de nuestro cuerpo puede estar modelada por un
grupo de genes. Es decir, que la mayor parte de las veces reducir el poder al
gen solitario no es más que una forma de importar las películas del salvaje
oeste al mundo de las moléculas. De golpe el ídolo parece más pequeño de lo que
era. ¿Se ha encogido? Estoy segura de que antes tenía una mayor envergadura, de
que su sombra era más alargada.
En resumen: para seguir la pista de la evolución a nivel
genético puede ser más útil focalizarse en los cambios en redes de genes que en
los genes en sí mismos.
Entre las letras de este artículo se cuela una melodía
lejana, retazos de una partitura antigua, ancestral. Jablonka y Lamb diseñan
una vivísima imagen para ilustrar el segundo, el tercero y el cuarto
nivel.
Imagina la herencia como una partitura. El ADN sería esa
misma partitura escrita: un sistema de notas cuidadosamente copiado generación
tras generación. Algún error se cuela aquí o allá —un mutante imprudente que cambia
un acorde—, pero en general, la música se mantiene reconocible, fiel al
original. Eso es lo que siempre nos contaron: que lo único que pasa de padres a
hijos es la partitura, el genoma, y que las interpretaciones, o sea el propio
fenotipo, la vida misma, se esfuman sin dejar rastro.
Pero luego llegaron las grabadoras. Con ellas ya no solo
viajaba la partitura, sino también las interpretaciones, con toda su carga de
contexto, estilo, improvisación. Y de repente la herencia dejó de ser
monocorde: ya no solo importaba el código escrito, sino también las formas en
que la música era tocada, transmitida, reinventada. Ahora hemos descubierto las
grabadoras.
2. La epigenética. Esa
imponente palabra que se cuchichea en todas partes pero cuyo significado la
mayoría desconoce. Significa que el ambiente modifica cómo se expresan los
genes. Significa que el estrés, la nutrición, las toxinas pueden dejar huellas
estables en la descendencia. El hacha se balancea, de lado a lado. Con su
baile, unas ligeras muescas van apareciendo en el ídolo. Se estremece.
3. La herencia conductual. Estamos en 1953, una
joven hembra de macaco de Kōjima comienza a lavar batatas cubiertas de arena en
el agua antes de comerlas. Luego sus parientes y los individuos cercanos
comienzan a incorporarlo. Pero la conducta muta, se perfecciona, se ramifica en
diversas formas de accionarla, por ejemplo en lugar del río se lava en el mar.
Este tipo de tradiciones generan continuidad evolutiva sin necesidad de cambios
genéticos e influyen en la adaptación y, en algunos casos, en la especiación.
Se le erizan los pelos de la nuca a Dawkins.
4. La herencia simbólica. Esta nos pertenece solo a nosotros. Los humanos, los sapiens sapiens. Se basa en el lenguaje y en los sistemas simbólicos. El tótem comienza a resquebrajarse, de su interior comienzan a brotar palabras en lenguas antiguas, lenguas incomprensibles, que dejaron de ser habladas hace milenios. Aquí llega el golpe de gracia, el hachazo final, el golpe seco.
Porque una vez que la información
puede representarse y transmitirse mediante palabras, escritura, números o
imágenes, la evolución cultural adquiere una velocidad y una complejidad
inéditas. Este nivel abre un nuevo terreno de selección y variación que
transforma radicalmente la historia de nuestra especie. La evolución ya no es
solo somática. Ahora también es cultural.
¡ZAS!
La hoja cae. Sin piedad. Y cae otra vez. Y una más. Un
último golpe. El ídolo ha sido hecho pedazos, ha vuelto a ser solo madera,
astillas y polvo. Ahora alimenta la tierra de nuevo, no es más que abono. Abono
para las nuevas teorías, para los nuevos marcos. De la grandilocuente
inscripción solo queda un fragmento: “Somos supervivencia”. Sea lo que sea lo
que eso signifique.
https://www.elsaltodiario.com/derribando-idolos/derribando-gen-egoista-richard-dawkins-candela-anton
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