RITUALES DEL DESCANSO
La siesta es un invento antiguo. Tanto la palabra como la costumbre vienen de “la hora sexta” en la Antigua Roma, ese momento en el que el sol golpea con más fuerza e invita a cerrar los ojos un rato. Han pasado siglos, pero el hábito de descansar en mitad del día sigue vivo en el Mediterráneo – con la siesta española o el riposo italiano – y, de una forma u otra, en casi todas las culturas. Nuestro cuerpo pide pausa, en el idioma que sea.
Nos gusta la siesta,
pero ya casi nadie la duerme
Pero la realidad es más compleja, y no siempre responde a lo que necesitamos para nuestro bienestar. Que aquí las pausas sean más largas que en otros países, no significa que las aprovechemos para dormir. Solo un 16% de los 3000 españoles encuestados por Fundaceps duerme la siesta a diario; un 22% lo hace a veces, y un 58% nunca. Las razones no están del todo claras, pero es probable que los horarios laborales y la velocidad a la que vivimos tengan mucho que ver.
Aun así, la idea de la siesta nos sigue fascinando. En Madrid, locales como el Siesta&Go
te permiten alquilar una cama por minutos para dormir. Y este
pasado verano se organizó un “siestódromo” en el Refugio Climático del
Círculo de Bellas Artes: un espacio con hamacas y colchonetas para leer,
relajarse o dormir, pensado para reivindicar el descanso en mitad
del bullicio urbano.
La siesta conserva algo de ritual colectivo. Incluso si no
duermes, hay algo hipnótico en esa
pausa compartida, cuando las tiendas cierran y las calles se vacían.
Más allá de la
siesta: otras formas de cerrar los ojos
En las universidades en el extranjero, las bibliotecas
tienen nap rooms: pequeñas salas con luz tenue, sofás o beanbags,
donde los estudiantes podían echar una cabezada. Allí lo no lo llaman siesta, sino power
nap – algo que podría traducirse como “descanso para
recargar la energía” – y la idea ha sido adoptada también por empresas
como Google, Samsung o Meta, que instalan cabinas para dormir en la
oficina.
Existen varias empresas que se dedican exclusivamente a
fabricar estas cabinas, como MetroNaps o Podtime, con modelos que
incluyen iluminación ambiental, música relajante y sistemas de
aislamiento acústico. Paradójico, pero revelador: hasta el capitalismo ha
tenido que admitir que rendimos mejor cuando descansamos.
Se trata de hacerle un hueco a la pausa, aunque sea en
miniatura. En Japón existe
el inemuri, que podría traducirse como “dormir presente”: cabecear
unos minutos en el metro, en la mesa de la oficina, en clase o incluso durante
una comida familiar. Como escribe Miguel Ángel Hernández en El don de
la siesta, “dormir fuera de la hora regulada para ello sigue siendo
un “desorden” y un signo de haraganería al menos en Occidente”. En
cambio, en Japón el inemuri no solo se tolera sino que se
considera un síntoma de haber trabajado duro y necesitar un pequeño descanso, y
por tanto está bien visto.
La biología del
descanso
Dormir de día funciona mejor cuando se hace con medida
y propósito.
Además, el momento óptimo para dormirla es entre las dos y
las cuatro de la tarde, cuando nuestro cuerpo atraviesa una pequeña caída
del ritmo circadiano y la temperatura corporal desciende, casi pidiendo una
pausa.
Las siestas cortas, de cinco a quince minutos,
pueden mejorar de inmediato la atención, la memoria y el estado de ánimo,
sin dejar esa sensación de pesadez que provoca el sueño profundo.
En cambio, las siestas de más de una hora se asocian con una
mayor mortalidad y riesgo cardiovascular. Los investigadores matizan que, en parte,
esto podría deberse a que quienes necesitan siestas largas suelen tener un
sueño nocturno insuficiente, a veces provocado por patologías como la
apnea del sueño. Sin embargo, tampoco se descarta que la propia siesta
prolongada pueda contribuir a estos riesgos.
La siesta no sustituye una buena noche de sueño, pero sí
puede complementarla especialmente si se convierte en un hábito. Quienes duermen siestas cortas regularmente
tienen un envejecimiento cognitivo más lento y conservan un mayor volumen
cerebral, que tiende a reducirse con los años.
En resumen: cortas, estratégicas, y regulares. Esa es la
fórmula que la biología respalda para recargar energía, despejar la mente
y cuidar el cerebro, sin que la siesta se convierta en un riesgo para la
salud.
Descansar no siempre
es dormir
En otros lugares, la
pausa se reinventa y no implica cerrar los ojos. Pongamos por ejemplo el
fika sueco, una pausa de café y
pastel compartido con compañeros o amigos. Un momento para hablar sin
prisas y simplemente estar juntos. No está muy lejos del aperitivo
italiano, esa hora dorada que marca el final de la jornada, o incluso del vermú
español, que normalmente se disfruta con una gilda los fines de semana, más que a diario, como excusa para
reunirse y pausar el tiempo.
Lejos de comer y beber, existen prácticas de descanso más
silenciosas. El shinrin-yoku japonés
—o “forest bathing”, en el mundo anglosajón— invita a pasear entre árboles, detenerse, respirar hondo y atender
a los sentidos: el olor de la madera, el crujido de las hojas bajo
los pies, la luz filtrándose entre las ramas. Es un descanso que activa
la atención plena y reduce el estrés.
En India, el
pranayama propone un retiro interior: ejercicios de respiración
consciente que permiten desacelerar la mente, relajar el cuerpo y recargar
energía, sin necesidad de dormir. Practicar mindfulness o meditación de
atención plena habitualmente (al igual que con la siesta, la práctica es
importante) reduce significativamente la ansiedad y el estrés, y mejora
la capacidad de concentración.
En todos estos rituales, descansar no es perder el tiempo, sino estar presente. Hacer una pausa —ya sea para dormir, respirar o compartir un café— mejora la memoria, la creatividad y la regulación emocional. Nuestro cerebro necesita intervalos de inactividad para procesar la información, consolidar recuerdos y generar nuevas ideas.
En un mundo que
premia la velocidad y la productividad constante, detenerse un momento puede ser una forma
de rebeldía, pero también aprender a avanzar de otra
manera.

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