30/10/24

Es difícil escapar de la caverna, pero la cuestión es si alguien realmente quiere hacerlo

NUESTRA QUERIDA CAVERNA          

Imagina una especie de caverna subterránea donde multitud de individuos están sentados en confortables sofás. Delante de cada uno de ellos hay un número indeterminado de pantallas brillantes especialmente diseñadas para mantenerlos pasivos y continuamente alerta. Lo que ven a su través no es la realidad. 

Contemplan una versión empaquetada y acomodada a sus gustos: fragmentos distorsionados e interpretaciones sesgadas construidas por medio de complejos algoritmos.

Cada habitante de la caverna se sumerge así en su mundo, una burbuja de información generada por patrones de preferencia y de consumo que las pantallas detectan y refuerzan en una espiral sin fin.

La noción de realidad es muy controvertida en la caverna. Aunque todos parecen aceptar que cada persona vive en su propio mundo, esta aparente tolerancia no elimina las fricciones. En el instante en que alguien se siente amenazado, su verdad personal deja de ser solo suya para convertirse en la verdad, mientras que la verdad del otro pasa a ser percibida como una peligrosa mentira que debe ser combatida; entonces los mundos subjetivos chocan y la discordia crece.

Las superficies luminosas proporcionan imágenes y narrativas que a menudo resultan contradictorias. Pero esto importa muy poco, pues todo lo que brota de las pantallas suministra un peculiar placer que nadie está dispuesto a despreciar: es efímero, intermitente y adictivo, pero es placer al fin y al cabo. Y ningún argumento puede refutar el placer. Algún filósofo de otro tiempo podría pensar que tales personas viven encadenadas a una corriente de imágenes y opiniones viciosas cuidadosamente orquestada por una especie de geniecillo maligno, pero en la caverna el pensamiento no tiene autoridad ni poder. Tanto mejor que pensar es sentir. Y todos ellos se sienten libres de ver y creer lo que a todas horas desean.

En ocasiones abandonan su confortable sofá y tropiezan con otros cuerpos. Pero apenas llegan a tocarse y no se miran directamente a los ojos. Se observan a través de pequeñas terminales que les acompañan desde niños donde las experiencias se transforman en fotos y videos cuidadosamente seleccionados. 

Una fiesta de cumpleaños se convierte en una galería de sonrisas perfectas; una comida en la playa, en un festival de colores embellecido por sofisticados filtros. Los momentos significativos se reducen a un like o un escueto ok, y las emociones profundas son reemplazadas por un emoticono risueño o un pulgar hacia arriba.

Las grandes preguntas que hombres del pasado se empeñaron en responder son poco más que curiosas reliquias, garabatos destinados a exhibirse con estilizada caligrafía en posavasos y camisetas; los libros, objetos exóticos que muy pocos leen. En su lugar se consumen interminables series de plataformas que, a módico precio, proporcionan vivas emociones y una inmediata satisfacción.

En las paredes de la caverna existen puertas que nadie intenta abrir. Pululan multitud de leyendas sobre lo que hay al otro lado: unos dicen que no hay absolutamente nada, otros piensan que solo hay ruinas que quizá antaño fueron capaces de despertar cierta ilusión y esperanza, pero que son ya totalmente prescindibles, pues no mejorarían en nada la situación presente.

Pero la leyenda más extendida es que fuera de la caverna solo hay otra caverna que a la vez comunica con otra, y así hasta el infinito. En cualquier caso, sus habitantes están persuadidos de que ya no hay un afuera que descubrir, ningún sol brillante hacia el cual caminar.

Es difícil escapar de la caverna, pero la verdadera cuestión es si alguien realmente quiere hacerlo. Entre tanto, las puertas siguen estando allí, cubiertas de polvo que ha ido depositando el tiempo. 

¿Qué hay al otro lado? Nadie lo sabe y ya nadie se lo pregunta.

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