Los
escépticos o enemigos del decrecimiento suelen invocar que los
pobres, sean países enteros o individuos, necesitan más consumo
para acceder a un bienestar que nadie puede legítimamente negarles;
en otras palabras, necesitan crecer, necesitan crecimiento económico.
Esta objeción tiene tres defectos:
El
primero es que se trata de pensamiento desiderativo que
no distingue entre lo deseable y lo posible. No basta con desear algo
para obtenerlo: hace falta que sea posible.
El
segundo defecto de esta objeción es que descarta
la idea de redistribución y
de reducción de los consumos a los que una parte de la humanidad se
ha acostumbrado. Aunque no lo sepamos con certeza, es verosímil que
haya recursos suficientes, si se administran bien, para que una
población del tamaño de la actual pueda vivir con dignidad (aunque
no todo volumen de población humana es viable). En tal caso,
bastaría una redistribución para satisfacer las necesidades y las
aspiraciones viables de todos, y no haría falta crecimiento.
El
tercer defecto es confundir decrecimiento de toda la economía
mundial con decrecimiento de todas sus partes. Seguramente el
bienestar de sectores muy numerosos de la humanidad requiere
crecimiento de algunas dimensiones de la economía en beneficio de
los más desfavorecidos: producción de alimentos, de viviendas
dignas, de electricidad, de infraestructuras hidrológicas, etc.
Pero
esto no es en
teoría incompatible
con el decrecimiento económico a escala mundial, que supondría un
sacrificio compensatorio del consumo de los privilegiados y una
substitución de fuentes de energía y de procesos técnicos que
redujera la huella ecológica de la humanidad. Justamente el
argumento de la equidad hace más imperioso aún el objetivo de
decrecer en las regiones del mundo más opulentas y despilfarradoras.
Este
último supuesto nos encamina ya hacia la incógnita de si es posible
que se modifiquen a la baja —y se estabilicen a un nivel más bajo—
las aspiraciones de las personas y, por tanto, de cómo sería
aceptado un proceso de transición hacia una economía de estado
estacionario o de decrecimiento.
La
evolución técnica nos proporciona medios para satisfacer nuestras
necesidades y nuestros deseos y estos medios acaban siendo
indispensables para vivir de modo satisfactorio. Por ejemplo, en
cualquier ciudad actual se requiere un complejo dispositivo colectivo
de captación, depuración, transporte y distribución del agua hasta
los grifos de las casas. Del mismo modo, es fácil comprender que
entre los seres humanos y la naturaleza se interponen sistemas
sociotécnicos que
permiten obtener, además del agua, los alimentos, la ropa y todo lo
que constituye el conjunto de nuestras necesidades, incluso las más
elementales (y evacuar nuestros residuos) pero que nos hemos
acostumbrado a satisfacer de determinadas maneras muy complejas, muy
poco elementales, que nos resultan necesarias. No es posible hoy
imaginar nuestro nivel de vida sin la nevera, el teléfono, el
televisor, la red de carreteras y vías férreas, el automóvil, el
sistema escolar y el sanitario.
En
otras palabras: nuestro «exceso» de consumo no depende sólo de que
cedamos al gusto por los caprichos y los lujos «consumistas», sino
de la complejidad de los sistemas sociotécnicos que nos permiten
satisfacer nuestras necesidades, incluidas las más elementales. Para
reducir nuestra huella
ecológica no
basta con una moral austera que nos empuje a renunciar a lujos y
caprichos: hace falta simplificar
nuestro
entero metabolismo socionatural. Lograr esta hazaña forma parte de
cualquier programa imaginable de decrecimiento voluntario.
No hay comentarios:
Publicar un comentario