4/5/18

Aprender habilidades en las que uno pueda ver los frutos de su propio trabajo

PREPARÁNDOSE PARA EL FUTURO

Durante las escasas veces en que los habitantes de los países “desarrollados” piensan en la gente de épocas pasadas, el sentimiento que más comúnmente se manifiesta es una mezcla de condescendencia y desprecio hacia esos pobres diablos. Condescendencia y desprecio, no sólo por los bajos niveles de vida, la pobreza endémica y la violencia generalizada con los que esos desgraciados tenían que vivir, sino porque eran “ignorantes e incompetentes”. Por suerte la Revolución Científica y la Ilustración pusieron fin a esa miseria intelectual, y ahora cada generación tiene mayores conocimientos y habilidades que la anterior. Ya se sabe, tenemos a “la generación mejor preparada de la historia”.

Debido al actual clima de estricta corrección política, pocas veces se expresará esta opinión en voz alta y con tanta claridad (opinión no sólo dirigida a la gente del pasado, sino a los habitantes de los países “menos desarrollados” del planeta). Normalmente quedará medio hundida en el subconsciente, pero no por eso la arrogancia será menos sentida. De hecho, incluso aquellos que deploran la civilización actual acostumbran a tratar tanto a la gente del pasado como a las otras culturas del planeta con cierto grado de condescendencia (“sí, esas gentes son entrañables y tienen cosas curiosas, pero pobrecitos, no saben más”).

Cuando alguien dice que los jóvenes de hoy están “muy bien preparados”, o que están “sobreeducados”, está dando por sentado muchas cosas sin darse cuenta. “Muy bien preparados”, ¿para qué? “Sobreeducados”, ¿respecto a qué? Como tantas otras veces en nuestra sociedad, tras la apariencia de profundos análisis y de complejos razonamientos están las simplificaciones más clamorosas y la superficialidad más vana.


Sí, vale, los jóvenes pueden tener muchos conocimientos y habilidades que otras generaciones no tenían, pero lo mismo se puede decir a la inversa; esas generaciones anteriores podían tener conocimientos y cualidades de los cuales los jóvenes de hoy no disponen.

Hagamos la siguiente comparación. Hoy en día (casi) todo el mundo en Europa y en su diáspora sabe leer y escribir. Muchos hablan 3 o 4 idiomas y tienen una buena colección de títulos académicos, entre grados, másters y demás. En cambio, hace tan sólo unos pocos siglos la mayoría de gente era analfabeta y no había ido nunca a la escuela; eran “vulgares” campesinos, “rústicos” e “incultos”. No habían estudiado matemáticas, ni química, ni economía; apenas conocían un solo idioma, y ni siquiera lo hablaban conforme a unas reglas escritas y aceptadas.

No obstante, a la hora de cultivar comida por sí mismos se hubiesen mostrado infinitamente superiores a la gran mayoría de los bien educados habitantes del Occidente industrial, totalmente ignorantes al respecto. Probablemente también superarían con creces a los ciudadanos modernos a la hora de construir casas, tarea en la que actualmente la gran mayoría no sabría ni cómo empezar. La capacidad y la motivación para realizar y aguantar trabajos físicos duros sería otra de las cualidades en que nuestro pueblerino del siglo XIII derrotaría sin contemplaciones a su contrincante moderno.

Obviamente, muchos objetarán que si la mayoría de nosotros ha perdido todas esas habilidades y conocimientos es porque éstos ya no son necesarios en nuestra sociedad. ¿Quién necesita saber cultivar alimentos si en el supermercado puedes encontrar todos los que quieras? ¿Por qué nos vamos a poner a construir nosotros mismos nuestra casa si hay gente que se dedica a eso y lo hará de forma mucho más competente? ¿Por qué realizar trabajos físicos duros si podemos construir máquinas para que hagan ese trabajo por nosotros? Hemos “evolucionado” respecto a este estado “primitivo”, y ya no requerimos estas habilidades tan “simples”.

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Debajo de toda esta rica mitología de la aventura heroica del ser humano, con su “evolución” desde unos inicios “primitivos” en árboles, en sabanas o en cuevas, hasta alcanzar un conocimiento, un poder y una sofisticación cada vez mayores, hay un hecho innegable. Hace unos pocos siglos, la cultura occidental emprendió una serie de transformaciones colosales que nos permitieron aumentar enormemente el tamaño y el alcance de nuestras actividades como especie, llegando a unos niveles de población y de abundancia material totalmente inimaginables para cualquier otra cultura, y creando a las opulentas sociedades de la actualidad.

Estas transformaciones estuvieron en buena parte marcadas por el progreso científico y tecnológico, pero también, de forma íntimamente relacionada, por una división del trabajo y una especialización cada vez mayores, y obviamente, por la explotación vertiginosa de los recursos naturales y por unas relaciones enfermizas con la biosfera.

El relativo éxito de esas transformaciones ha hecho que nos convenzamos de que éstas eran y siguen siendo inevitables. Se han desarrollado esquemas con sucesivas “etapas de desarrollo” por las que pasan las naciones “exitosas”: al principio tenemos una sociedad “no desarrollada”, mayoritariamente agraria, hasta que se empiezan a implementar ciertas medidas (respeto a la propiedad privada, trasvase de conocimientos científicos y tecnológicos, derogación de restricciones al comercio, etc. – en las distintas versiones de la narrativa se pone un mayor énfasis en unas u otras medidas) con las que la sociedad se vuelve cada vez más productiva, y presencia el auge de su sector industrial. Pasado un tiempo, cuando la sociedad ha llegado ya a un punto elevado de “desarrollo”, se supone que empieza a orientarse hacia el sector servicios o hacia ciertas industrias high-tech. Los sectores primario y secundario cada vez tienen menos peso, y el grueso de la población deja de estar relacionado directamente con la producción de bienes (la economía es ya tan productiva que no necesita más que una pequeña parte de la población para ese cometido).

Éste es el modelo más popular. Según éste, el mundo se divide en países “completamente desarrollados” (los principales estados de Europa occidental, las excolonias británicas más afortunadas, y Japón), países “en vías de desarrollo”, que se encuentran en diferentes etapas intermedias de desarrollo (entra en este grupo casi todo el resto del mundo), y los países “subdesarrollados”, casos perdidos (buena parte de África y algunos otros países de Oriente Medio).

El objetivo es que algún día todos los países del planeta ingresen en el club de los “desarrollados”; que disfruten de la abundancia propia de Occidente, que en todos los países haya una mayoría de población cuyos trabajos no estén directamente relacionados con la producción de bienes, y que no tengan que preocuparse por nimiedades como cultivar comida.

Según esta narrativa, no tiene sentido lamentar la pérdida de habilidades “tradicionales”, pues dicha pérdida no deja de ser una muestra más de lo eficientes y productivos que nos hemos vuelto como sociedad y como especie. Es un síntoma de Progreso.

La prosperidad y la abundancia material, no obstante, no han sido las únicas consecuencias de las transformaciones de los últimos siglos. Otra de las consecuencias ha sido que nos hayamos vuelto cada vez más dependientes de sistemas cada vez más complejos y más ajenos a nuestro control.

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Pongamos por caso la división del trabajo y la especialización individual en tareas y conocimientos cada vez más específicos. Sin duda han tenido un papel importante en el establecimiento de las modernas sociedades de la abundancia: si la gente se especializa en tareas concretas pueden volverse mucho más diestros en dichas tareas, y producir cada vez más con menos tiempo. La sociedad en su conjunto es vuelve por lo tanto mucho más rica. La especialización, no obstante, implica que uno sólo será diestro en tareas muy específicas, y se convertirá en un completo inepto fuera de dichas tareas. Eso ha provocado que nos hayamos vuelto cada vez más dependientes unos de otros. William Catton ponía el ejemplo de un viaje en avión en su libro Bottleneck:

“… habíamos comprado una porción de los servicios de mucha gente distinta – no solamente las personas cualificadas en los controles del avión a reacción en el que volamos, y en los auxiliares de vuelo, los taquilleros, los controladores y operadores de tráfico aéreo, los mecánicos del motor de reacción, los técnicos de electrónica, y otro personal de mantenimiento que obviamente hizo nuestro viaje posible, sino también, indirectamente, los servicios de miles y miles de otras personas en muchas otras especialidades. Algunos estuvieron involucrados en la extracción de bauxita, otros en la fundición electrolítica de aluminio, o en la manufactura de las partes del avión y el ensamblaje de éstas, así como la miríada de equipamiento del aeropuerto para el manejo del equipaje, y en la intrincada organización de las industrias petrolera, alimentaria y de las comunicaciones de las que las operaciones del avión dependen enteramente”.

Otro ejemplo de extrema interdependencia lo encontramos en la gran masa de personas que realizan trabajos administrativos en una oficina. Si no fuera por la organización sincronizada con muchos otros oficinistas y con las demás actividades realizadas por la empresa, sus cualidades no servirían para nada. Después de todo, el hecho de estar en un despacho mirando una pantalla y pulsando botones, por sí sólo, no satisface ninguna necesidad humana.

La creciente desconexión entre el trabajo y la producción de bienes lo podemos ver con sólo entrar en algún portal de ofertas de trabajo: “consultor en sistemas de gestión”, “formador de equipos comerciales”, etc. Algunos de los trabajos ofertados están envueltos en tantas capas de abstracción que a veces cuesta encontrar una relación entre dichos trabajos y la satisfacción de alguna necesidad humana.

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Un fenómeno íntimamente relacionado con el de la división del trabajo es el de la mecanización y automatización de la economía, es decir, el proceso por el cual tareas previamente realizadas por un ser humano pasan a ser ejecutadas por diferentes tipos de máquinas y dispositivos, y del que ya hemos hablado varias veces.

En unos modelos económicos donde los recursos naturales no tenían sitio y su valor era menospreciado u ignorado, y en un mundo a rebosar de energía altamente concentrada en forma de combustibles fósiles, las ventajas de la sustitución de seres humanos por máquinas eran evidentes.

La mecanización ha jugado un rol tanto o más primordial que la división del trabajo en las opulentas sociedades en las que vivimos. Pero de la misma forma que la división del trabajo nos volvió cada vez más dependientes unos de otros, la mecanización y la automatización nos volvió cada vez más dependientes de la tecnología.

Los ejemplos de esta dependencia son inacabables y los vemos a diario. No obstante, hablaré primero de algo que me encontré personalmente y de forma repetida durante mis estudios. Los aparatos técnicos que utilizábamos los estudiantes de mi promoción (complejas calculadoras científicas, programas informáticos, etc.) no podían ni compararse con lo que usaban nuestros predecesores (un aparato tan modesto como una regla de cálculo fue una de las herramientas principales con las cuales llegamos a la Luna). Pero sin esos complejos dispositivos muchas veces hubiéramos ido vendidos y no sabríamos hacer nada. Ni siquiera aprendimos a dibujar a mano (SolidWorks lo hacía por nosotros). Estoy convencido que en ausencia de aparatos, un ingeniero de hace medio siglo sería mucho más competente que uno de hoy día.

De forma relacionada, muchos jóvenes de hoy día, incluso muchos de los que estudian carreras científicas, se verán con el agua al cuello si les pides que hagan multiplicaciones y divisiones a mano; llegaron a aprenderlo en su día, pero al existir las calculadoras no han tenido la necesidad de seguir practicando la habilidad, e inevitablemente, la olvidan.

Para muchos esto es un avance, pues ahora no necesitamos conocer muchos detalles (se encarga la máquina) y podemos parar nuestra atención a análisis en teoría más complejos. Pero el hecho de que no sepamos hacerlo por nosotros mismos sigue estando ahí.

Una habilidad tan básica como escribir puede sufrir debido a la omnipresencia de los ordenadores, tal como puede corroborar cualquiera que se haya pasado demasiado tiempo sin coger un lápiz y un papel. Con el tiempo la habilidad se oxida, y como mínimo las primeras letras o palabras quedarán hechas una patraña.

La capacidad de orientación es otra de las grandes damnificadas del papel cada vez mayor de la tecnología en nuestras vidas. Al poder conocer tu ubicación y la ruta que hay que seguir con sólo desplazar un poco los dedos por encima de la pantalla táctil del móvil, la gente deja de intentar orientarse por otros métodos, y por lo tanto deja de practicar esa habilidad, que se acaba oxidando y, en algunos casos, olvidando totalmente (por otro lado, si se empieza a usar el GPS demasiado pronto, nunca se desarrollarán las capacidades de orientación). Por este mismo motivo en la Marina estadounidense están volviendo a preparar a los oficiales para que puedan orientarse sin más ayuda que las estrellas del cielo, para el previsible caso en que un ejército enemigo decida atacar las actuales tecnologías de orientación.

Los coches sin marchas son otro de los innumerables ejemplos. Deja que alguien se acostumbre durante una temporada a un coche sin marchas, y cuando tenga que volver a conducir un coche convencional el pobre motor sufrirá algunos aumentos súbitos de revoluciones y otros percances similares. Por no hablar de la última joya de la corona, los coches sin conductor.

Las tecnologías a nuestra disposición son cada vez más opacas, y cada vez exigen menos de nosotros. Simplemente funcionan, aunque cada vez tengamos menos idea de cómo.

El auge de las máquinas y nuestra dependencia de éstas han minado también nuestra capacidad de resistencia ante trabajos físicos duros. Tenemos tan interiorizado que quien debe realizar trabajo físico son las máquinas y no nosotros, que nos parece natural pasarnos el día de un asiento a otro (de casa al coche, del parking del trabajo al ascensor, del ascensor a tu silla en la oficina), sin apenas mover el cuerpo y andar un poco. Es más, la mayoría de gente desprecia los trabajos físicos y manuales, al considerarlos indignos de ellos mismos, como si lo único que valiera la pena aprovechar en un ser humano fuera nuestra idea abstracta de “intelecto”, y el cuerpo no fuera más que un mal necesario. Estas costumbres y creencias han provocado entre otras cosas que nuestra forma física sea en muchos casos penosa (no por nada – alimentación aparte – la obesidad es un importante problema de salud pública), y que tanta gente llegue a pagar dinero para poder realizar ejercicio físico.

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Otra de las principales víctimas del “progreso económico” es nuestro conocimiento de los procesos que nos sustentan. Cuando compramos algo en el supermercado no nos paramos a pensar en la complejidad de los procesos que nos han permitido hacerlo (las monstruosas supply chains, la enorme flota de embarcaciones que surcan los océanos llevando mercancías de un lado para otro, la frenética explotación de recursos naturales para alimentar todo el proceso, etc.) y damos por sentado que estos procesos siempre van a estar ahí, pase lo que pase.

En este sentido, el alejamiento respecto de los procesos que nos sustentan y las comodidades de la vida moderna han despertado en nosotros una preocupante mentalidad de niño pequeño. Hechos como que podamos tener luz con pulsar un interruptor, o tener agua caliente con abrir el grifo, o tener a nuestra disposición un torrente inacabable de información con sólo pulsar unos cuantos botones en el móvil o en el ordenador, unidos al hecho de que no vemos lo que hay detrás de toda esa infraestructura, nos han convencido de que las cosas suceden como por arte de magia (en el sentido moderno de la expresión), que todo es muy fácil. Ante este tipo de sinsentido, es útil la expresión “There is no such thing as a free lunch”. Aunque uno no lo vea directamente, todo lo que consume ha tenido que ser producido, ya sea por un ser humano, por otra especie, etc. Formamos parte de un sistema mucho más grande que nosotros, y todas nuestras acciones tienen consecuencias en éste. Más vale tenerlo en cuenta, agradecer y valorar lo que tenemos y consumimos, una actitud muy poco usual en la actual cultura de usar y tirar.

¿Y qué decir del conocimiento de la naturaleza de la que formamos parte y dependemos? ¿Cuántas especies diferentes de planta puede identificar un ciudadano cualquiera de un país “desarrollado”? Muchas, muchísimas menos que sus antepasados. Muchas, muchísimas menos que un habitante rural cualquiera de algún país “subdesarrollado”. Ah, pero el primero está “mejor preparado” y “mejor educado”.

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Aquí el Dr. Pangloss de turno preguntará qué problema hay con que seamos cada vez más dependientes de la tecnología, o de la frenética explotación de recursos naturales, o entre nosotros mismos. Si acaso, la dependencia es una buena noticia, pues nos obliga a colaborar entre nosotros, lo que ahuyenta potenciales conflictos. Después de todo, ¿qué motivos tenemos para pensar que los complejos sistemas de los que dependemos no van a estar siempre ahí?

Según la narrativa públicamente aceptada, las transformaciones de los últimos siglos eran y siguen siendo inevitables e imparables. Por lo tanto, no tiene sentido pensar en un mundo sin éstas. Por ejemplo, en el tema de la automatización, los únicos peligros que podemos imaginar están relacionados con demasiada automatización. El único miedo que puede expresarse públicamente al respecto es que la tecnología y la automatización progresen demasiado deprisa y no den tiempo a las personas a adaptarse al nuevo status quo, aún más “tecnificado” que el anterior (un miedo del que hablamos en el artículo El complejo de Frankenstein). Por eso es imperativo abrazar la innovación sin pensárselo dos veces. Dudar de eso es peligroso: la prosperidad no perdona y un momento de indecisión nos puede dejar rezagados ante el vertiginoso ritmo del progreso.

Lo que muy pocas veces emerge en la consciencia colectiva es la posibilidad de que el proceso de mecanización y automatización dé marcha atrás. Esto es inimaginable para la mayoría de personas, pues se les ha enseñado desde pequeños que la historia siempre va en la misma dirección, es decir, la dirección actual. El pasado nos lleva a nosotros, y para saber el futuro sólo hay que extrapolar las tendencias actuales, reales o imaginadas. Por eso el proceso de la automatización o el de la especialización se consideran inevitables e imparables. Nada puede hacerse para parar estos colosos; la realidad es así.

Debido a esta sensación de inevitabilidad, la creciente interdependencia entre nosotros mismos y con la superestructura tecnológica que nos sustenta no preocupa a casi nadie. El futuro sólo puede estar marcado por una mayor interdependencia y una mayor complejidad, así que no tiene sentido pensar en una sociedad sin éstas. El barco no puede desviar su camino; o sigue recto o se hunde. Las habilidades que perdemos al especializarnos o al dejar que la tecnología nos invada no serán nunca más necesarias, porque no hay vuelta atrás; el pasado no volverá nunca. Por lo tanto, ¿qué sentido tiene que nos lamentemos por perder esas habilidades? Esa pérdida como mucho dará para unas cuantas poesías románticas, con las que recordar con nostalgia ese pasado que nunca volverá.

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¿Pero qué pasaría si esa sensación de inevitabilidad no tuviera razón de ser? ¿Qué pasaría si simplemente fuera parte de nuestra excéntrica forma de ver el mundo, y no estuviera respaldada por ninguna ley divina? ¿Qué pasaría si los hipercomplejos sistemas tecnológicos y económicos que nos sustentan dejaran en algún momento de existir? En ese caso, la pérdida de cualidades dejaría de ser solamente un tema de romanticismo y nostalgia y pasaría a ser un tema de vida o muerte.

Al fin y al cabo, los complejos sistemas de los que dependemos son bastante recientes a escala histórica (apenas unos pocos siglos), así que bien podrían acabar siendo una anomalía histórica, y aún no han demostrado que puedan sostenerse de forma indefinida. Como tantos observadores han hecho notar durante décadas (yo mismo puse mi granito de arena aquí, en los artículos Creando riqueza Las cadenas de Prometeo), éste es tremendamente insostenible, al no mantener una relación equilibrada con nuestro entorno y depender para su funcionamiento de la rápida explotación de recursos naturales no renovables. Asimismo, el disfuncional mundo de las finanzas, del que hablé aquí la última vez en Una economía de alucinaciones, constituye una capa adicional de abstracción y complejidad, y no es menos frágil que la economía real que en teoría representa.

Dice el dicho que tarde o temprano, lo que no es sostenible no podrá ser sostenido. Por lo tanto, estos sistemas de los que dependemos corren un serio riesgo de desaparecer. Para la decepción de los profetas del apocalipsis, no desaparecerán de la noche a la mañana, pero el riesgo sigue estando ahí. Por su parte, los más optimistas insistirán en que el abaratamiento colosal de las placas fotovoltaicas, o las mejoras en eficiencia energética, o la inminente revolución del coche eléctrico o cualquier otro avance demuestran que estamos camino de conseguir la preciada sostenibilidad, y que no tiene sentido que nos preocupemos. No comparto esta narrativa, pero que cada uno saque sus propias conclusiones.

Es más, creo que los problemas ocasionados por el exceso de dependencia de los que he hablado en este artículo no son meramente hipotéticos, y de hecho ya se están empezando a manifestar en el mundo actual. Creo que la poca adecuación de las habilidades de la población al contexto actual ya se está notando en los países occidentales, con los altos niveles de paro y con la dependencia cada vez mayor de los bienes importados del extranjero. De hecho, en las últimas décadas hemos tenido varios recordatorios de lo frágil que es nuestro bienestar, y de hasta qué punto dependemos de cosas que están más allá de nuestro control. Hemos visto por ejemplo cómo los caprichos de la política de Oriente Medio pueden llegar a tener fuertes consecuencias en Occidente, al provocar shocks petrolíferos con importantes efectos en las economías occidentales (tal comoapunta el profesor James Hamilton, el aumento súbito del precio del petróleo ha coincidido con 10 de las últimas 11 recesiones económicas de Estados Unidos).

Si estos sistemas desapareciesen, cualidades ahora mismo despreciadas volverían a cobrar protagonismo, y quizá un “paleto ignorante” de una zona rural, diestro en dichas cualidades, se convertiría en alguien relativamente “bien preparado”. En esa situación quizá alguien con “una buena educación”, pero con habilidades y conocimientos demasiado abstractos, se volvería completamente inútil. Quizá los arrogantes y “sobreeducados” habitantes del “Primer Mundo” vieran como la población de los países “menos desarrollados” (con su familiarización con los trabajos físicos duros, con su desconocimiento de las comodidades occidentales y con su mucho mayor conocimiento de la naturaleza) está mucho mejor preparada para el futuro que ellos mismos.

Si estos sistemas desapareciesen, muchos de los que se declaran “enemigos del sistema” se enterarían de hasta qué punto dependen de éste. Se darían cuenta de hasta qué punto aborrecían el sistema, pero no sus frutos. Si el sistema colapsara, ellos y muchos más en el mundo occidental descubrirían de la forma más dura lo inútiles que se habrían vuelto.

En este sentido, no tiene sentido hablar de conocimientos y habilidades mejores que otros en un sentido abstracto, sino mejor o peor adaptados a un contexto particular. Los habitantes del “Primer Mundo” pueden estar muy bien adaptados al contexto actual, pero esa adaptación probablemente se volvería tremendamente inadecuada en un mundo desindustrializado.

Es por esto que creo que cualquier movimiento reformista o revolucionario enfocado hacia una mayor sostenibilidad debería tener como uno de sus principales puntos la recuperación de cualidades ninguneadas y despreciadas durante largo tiempo, como el conocimiento de la naturaleza o el cultivo de alimentos, y el abandono de actitudes improductivas, como el desprecio de los trabajos físicos y manuales o el no valorar la abundancia material en la que viven. Sin eso, dicho movimiento no llegará a ningún sitio.

Obviamente, la mentalidad infantil de nuestra sociedad nos asegura que estas medidas nunca serán aceptadas, al menos a corto plazo; al revés, serán atacadas con fiereza, y si algún candidato al servicio público las planteara estaría cometiendo un suicidio político. Todo el mundo quiere mantener su estilo de vida confortable. Nadie quiere escuchar que este estilo de vida no es sostenible. Por lo tanto, no tiene sentido pensar en cómo implementar estas medidas a nivel público; nadie va a implementarlas, al menos a corto plazo.

Pero a nivel individual la cosa cambia. Nadie nos puede impedir que cultivemos las habilidades que prefiramos. Podemos dedicarnos a aprender habilidades menos abstractas, más directamente conectadas con la producción de bienes y menos sujetas a los caprichos de un sistema hipercomplejo e insostenible. Aprender habilidades en las que uno pueda ver los frutos de su propio trabajo, ya que, aparte de que puedan ser más gratificadoras, son menos propensas a la desaparición.

Esta es, a mi modo de ver, una buena forma de prepararse para el futuro que estamos construyendo a nivel colectivo.



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