Durante las escasas veces en que los
habitantes de los países “desarrollados” piensan en la gente de
épocas pasadas, el sentimiento que más comúnmente se manifiesta
es una mezcla de condescendencia y desprecio hacia esos pobres
diablos. Condescendencia y desprecio, no sólo por los bajos niveles
de vida, la pobreza endémica y la violencia generalizada con los
que esos desgraciados tenían que vivir, sino porque eran
“ignorantes e incompetentes”. Por suerte la Revolución
Científica y la Ilustración pusieron fin a esa miseria
intelectual, y ahora cada generación tiene mayores conocimientos y
habilidades que la anterior. Ya se sabe, tenemos a “la generación
mejor preparada de la historia”.
Debido al actual clima de estricta
corrección política, pocas veces se expresará esta opinión en
voz alta y con tanta claridad (opinión no sólo dirigida a la gente
del pasado, sino a los habitantes de los países “menos
desarrollados” del planeta). Normalmente quedará medio hundida en
el subconsciente, pero no por eso la arrogancia será menos sentida.
De hecho, incluso aquellos que deploran la civilización actual
acostumbran a tratar tanto a la gente del pasado como a las otras
culturas del planeta con cierto grado de condescendencia (“sí,
esas gentes son entrañables y tienen cosas curiosas, pero
pobrecitos, no saben más”).
Cuando alguien dice que los jóvenes
de hoy están “muy bien preparados”, o que están
“sobreeducados”, está dando por sentado muchas cosas sin darse
cuenta. “Muy bien preparados”, ¿para qué? “Sobreeducados”,
¿respecto a qué? Como tantas otras veces en nuestra sociedad, tras
la apariencia de profundos análisis y de complejos razonamientos
están las simplificaciones más clamorosas y la superficialidad más
vana.
Sí, vale, los jóvenes pueden tener
muchos conocimientos y habilidades que otras generaciones no tenían,
pero lo mismo se puede decir a la inversa; esas generaciones
anteriores podían tener conocimientos y cualidades de los cuales
los jóvenes de hoy no disponen.
Hagamos la siguiente comparación.
Hoy en día (casi) todo el mundo en Europa y en su diáspora sabe
leer y escribir. Muchos hablan 3 o 4 idiomas y tienen una buena
colección de títulos académicos, entre grados, másters y demás.
En cambio, hace tan sólo unos pocos siglos la mayoría de gente era
analfabeta y no había ido nunca a la escuela; eran “vulgares”
campesinos, “rústicos” e “incultos”. No habían estudiado
matemáticas, ni química, ni economía; apenas conocían un solo
idioma, y ni siquiera lo hablaban conforme a unas reglas escritas y
aceptadas.
No obstante, a la hora de cultivar
comida por sí mismos se hubiesen mostrado infinitamente superiores
a la gran mayoría de los bien educados habitantes del Occidente
industrial, totalmente ignorantes al respecto. Probablemente también
superarían con creces a los ciudadanos modernos a la hora de
construir casas, tarea en la que actualmente la gran mayoría no
sabría ni cómo empezar. La capacidad y la motivación para
realizar y aguantar trabajos físicos duros sería otra de las
cualidades en que nuestro pueblerino del siglo XIII derrotaría sin
contemplaciones a su contrincante moderno.
Obviamente, muchos objetarán que si
la mayoría de nosotros ha perdido todas esas habilidades y
conocimientos es porque éstos ya no son necesarios en nuestra
sociedad. ¿Quién necesita saber cultivar alimentos si en el
supermercado puedes encontrar todos los que quieras? ¿Por qué nos
vamos a poner a construir nosotros mismos nuestra casa si hay gente
que se dedica a eso y lo hará de forma mucho más competente? ¿Por
qué realizar trabajos físicos duros si podemos construir máquinas
para que hagan ese trabajo por nosotros? Hemos “evolucionado”
respecto a este estado “primitivo”, y ya no requerimos estas
habilidades tan “simples”.
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Debajo de toda esta rica mitología
de la aventura heroica del ser humano, con su “evolución” desde
unos inicios “primitivos” en árboles, en sabanas o en cuevas,
hasta alcanzar un conocimiento, un poder y una sofisticación cada
vez mayores, hay un hecho innegable. Hace unos pocos siglos, la
cultura occidental emprendió una serie de transformaciones
colosales que nos permitieron aumentar enormemente el tamaño y el
alcance de nuestras actividades como especie, llegando a unos
niveles de población y de abundancia material totalmente
inimaginables para cualquier otra cultura, y creando a las opulentas
sociedades de la actualidad.
Estas
transformaciones estuvieron en buena parte marcadas por el progreso
científico y tecnológico, pero también, de forma íntimamente
relacionada, por una división del trabajo y una especialización
cada vez mayores, y obviamente, por la explotación vertiginosa de
los recursos naturales y por unas
relaciones enfermizas con la biosfera.
El relativo éxito
de esas transformaciones ha hecho que nos convenzamos de que éstas
eran y siguen siendo inevitables. Se han desarrollado esquemas con
sucesivas “etapas de desarrollo” por las que pasan las naciones
“exitosas”: al principio tenemos una sociedad “no
desarrollada”, mayoritariamente agraria, hasta que se empiezan a
implementar ciertas medidas (respeto a la propiedad privada,
trasvase de conocimientos científicos y tecnológicos, derogación
de restricciones al comercio, etc. – en las distintas versiones de
la narrativa se pone un mayor énfasis en unas u otras medidas) con
las que la sociedad se vuelve cada vez más productiva, y presencia
el auge de su sector industrial. Pasado un tiempo, cuando la
sociedad ha llegado ya a un punto elevado de “desarrollo”, se
supone que empieza a orientarse hacia el sector servicios o hacia
ciertas industrias high-tech.
Los sectores primario y secundario cada vez tienen menos peso, y el
grueso de la población deja de estar relacionado directamente con
la producción de bienes (la economía es ya tan productiva que no
necesita más que una pequeña parte de la población para ese
cometido).
Éste es el modelo más popular.
Según éste, el mundo se divide en países “completamente
desarrollados” (los principales estados de Europa occidental, las
excolonias británicas más afortunadas, y Japón), países “en
vías de desarrollo”, que se encuentran en diferentes etapas
intermedias de desarrollo (entra en este grupo casi todo el resto
del mundo), y los países “subdesarrollados”, casos perdidos
(buena parte de África y algunos otros países de Oriente Medio).
El objetivo es que algún día todos
los países del planeta ingresen en el club de los “desarrollados”;
que disfruten de la abundancia propia de Occidente, que en todos los
países haya una mayoría de población cuyos trabajos no estén
directamente relacionados con la producción de bienes, y que no
tengan que preocuparse por nimiedades como cultivar comida.
Según esta narrativa, no tiene
sentido lamentar la pérdida de habilidades “tradicionales”,
pues dicha pérdida no deja de ser una muestra más de lo eficientes
y productivos que nos hemos vuelto como sociedad y como especie. Es
un síntoma de Progreso.
La prosperidad y la abundancia
material, no obstante, no han sido las únicas consecuencias de las
transformaciones de los últimos siglos. Otra de las consecuencias
ha sido que nos hayamos vuelto cada vez más dependientes de
sistemas cada vez más complejos y más ajenos a nuestro control.
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Pongamos por caso
la división del trabajo y la especialización individual en tareas
y conocimientos cada vez más específicos. Sin duda han tenido un
papel importante en el establecimiento de las modernas sociedades de
la abundancia: si la gente se especializa en tareas concretas pueden
volverse mucho más diestros en dichas tareas, y producir cada vez
más con menos tiempo. La sociedad en su conjunto es vuelve por lo
tanto mucho más rica. La especialización, no obstante, implica que
uno sólo será diestro en tareas muy específicas, y se convertirá
en un completo inepto fuera de dichas tareas. Eso ha provocado que
nos hayamos vuelto cada vez más dependientes unos de otros. William
Catton ponía el ejemplo de un viaje en avión en su
libro Bottleneck:
“… habíamos
comprado una porción de los servicios de mucha gente distinta –
no solamente las personas cualificadas en los controles del avión a
reacción en el que volamos, y en los auxiliares de vuelo, los
taquilleros, los controladores y operadores de tráfico aéreo, los
mecánicos del motor de reacción, los técnicos de electrónica, y
otro personal de mantenimiento que obviamente hizo nuestro viaje
posible, sino también, indirectamente, los servicios de miles y
miles de otras personas en muchas otras especialidades. Algunos
estuvieron involucrados en la extracción de bauxita, otros en la
fundición electrolítica de aluminio, o en la manufactura de las
partes del avión y el ensamblaje de éstas, así como la miríada
de equipamiento del aeropuerto para el manejo del equipaje, y en la
intrincada organización de las industrias petrolera, alimentaria y
de las comunicaciones de las que las operaciones del avión dependen
enteramente”.
Otro ejemplo de extrema
interdependencia lo encontramos en la gran masa de personas que
realizan trabajos administrativos en una oficina. Si no fuera por la
organización sincronizada con muchos otros oficinistas y con las
demás actividades realizadas por la empresa, sus cualidades no
servirían para nada. Después de todo, el hecho de estar en un
despacho mirando una pantalla y pulsando botones, por sí sólo, no
satisface ninguna necesidad humana.
La creciente desconexión entre el
trabajo y la producción de bienes lo podemos ver con sólo entrar
en algún portal de ofertas de trabajo: “consultor en sistemas de
gestión”, “formador de equipos comerciales”, etc. Algunos de
los trabajos ofertados están envueltos en tantas capas de
abstracción que a veces cuesta encontrar una relación entre dichos
trabajos y la satisfacción de alguna necesidad humana.
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Un fenómeno íntimamente relacionado
con el de la división del trabajo es el de la mecanización y
automatización de la economía, es decir, el proceso por el cual
tareas previamente realizadas por un ser humano pasan a ser
ejecutadas por diferentes tipos de máquinas y dispositivos, y del
que ya hemos hablado varias veces.
En unos modelos económicos donde los
recursos naturales no tenían sitio y su valor era menospreciado u
ignorado, y en un mundo a rebosar de energía altamente concentrada
en forma de combustibles fósiles, las ventajas de la sustitución
de seres humanos por máquinas eran evidentes.
La mecanización ha jugado un rol
tanto o más primordial que la división del trabajo en las
opulentas sociedades en las que vivimos. Pero de la misma forma que
la división del trabajo nos volvió cada vez más dependientes unos
de otros, la mecanización y la automatización nos volvió cada vez
más dependientes de la tecnología.
Los ejemplos de
esta dependencia son inacabables y los vemos a diario. No obstante,
hablaré primero de algo que me encontré personalmente y de forma
repetida durante mis estudios. Los aparatos técnicos que
utilizábamos los estudiantes de mi promoción (complejas
calculadoras científicas, programas informáticos, etc.) no podían
ni compararse con lo que usaban nuestros predecesores (un aparato
tan modesto como una regla de cálculo fue una
de las herramientas principales con las cuales llegamos a la Luna).
Pero sin esos complejos dispositivos muchas veces hubiéramos ido
vendidos y no sabríamos hacer nada. Ni siquiera aprendimos a
dibujar a mano (SolidWorks lo
hacía por nosotros). Estoy convencido que en ausencia de aparatos,
un ingeniero de hace medio siglo sería mucho más competente que
uno de hoy día.
De forma relacionada, muchos jóvenes
de hoy día, incluso muchos de los que estudian carreras
científicas, se verán con el agua al cuello si les pides que hagan
multiplicaciones y divisiones a mano; llegaron a aprenderlo en su
día, pero al existir las calculadoras no han tenido la necesidad de
seguir practicando la habilidad, e inevitablemente, la olvidan.
Para muchos esto es un avance, pues
ahora no necesitamos conocer muchos detalles (se encarga la máquina)
y podemos parar nuestra atención a análisis en teoría más
complejos. Pero el hecho de que no sepamos hacerlo por nosotros
mismos sigue estando ahí.
Una habilidad tan básica como
escribir puede sufrir debido a la omnipresencia de los ordenadores,
tal como puede corroborar cualquiera que se haya pasado demasiado
tiempo sin coger un lápiz y un papel. Con el tiempo la habilidad se
oxida, y como mínimo las primeras letras o palabras quedarán
hechas una patraña.
La capacidad de
orientación es otra de las grandes damnificadas del papel cada vez
mayor de la tecnología en nuestras vidas. Al poder conocer tu
ubicación y la ruta que hay que seguir con sólo desplazar un poco
los dedos por encima de la pantalla táctil del móvil, la gente
deja de intentar orientarse por otros métodos, y por lo tanto deja
de practicar esa habilidad, que se acaba oxidando y, en algunos
casos, olvidando totalmente (por otro lado, si se empieza a usar el
GPS demasiado pronto, nunca se desarrollarán las capacidades de
orientación). Por este mismo motivo en la Marina estadounidense
están volviendo
a preparar a
los oficiales para que puedan orientarse sin más ayuda que las
estrellas del cielo, para el previsible caso en que un ejército
enemigo decida atacar las actuales tecnologías de orientación.
Los coches sin marchas son otro de
los innumerables ejemplos. Deja que alguien se acostumbre durante
una temporada a un coche sin marchas, y cuando tenga que volver a
conducir un coche convencional el pobre motor sufrirá algunos
aumentos súbitos de revoluciones y otros percances similares. Por
no hablar de la última joya de la corona, los coches sin conductor.
Las tecnologías a nuestra
disposición son cada vez más opacas, y cada vez exigen menos de
nosotros. Simplemente funcionan, aunque cada vez tengamos menos idea
de cómo.
El auge de las máquinas y nuestra
dependencia de éstas han minado también nuestra capacidad de
resistencia ante trabajos físicos duros. Tenemos tan interiorizado
que quien debe realizar trabajo físico son las máquinas y no
nosotros, que nos parece natural pasarnos el día de un asiento a
otro (de casa al coche, del parking del trabajo al ascensor, del
ascensor a tu silla en la oficina), sin apenas mover el cuerpo y
andar un poco. Es más, la mayoría de gente desprecia los trabajos
físicos y manuales, al considerarlos indignos de ellos mismos, como
si lo único que valiera la pena aprovechar en un ser humano fuera
nuestra idea abstracta de “intelecto”, y el cuerpo no fuera más
que un mal necesario. Estas costumbres y creencias han provocado
entre otras cosas que nuestra forma física sea en muchos casos
penosa (no por nada – alimentación aparte – la obesidad es un
importante problema de salud pública), y que tanta gente llegue a
pagar dinero para poder realizar ejercicio físico.
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Otra de las principales víctimas del
“progreso económico” es nuestro conocimiento de los procesos
que nos sustentan. Cuando compramos algo en el supermercado no nos
paramos a pensar en la complejidad de los procesos que nos han
permitido hacerlo (las monstruosas supply chains, la enorme flota de
embarcaciones que surcan los océanos llevando mercancías de un
lado para otro, la frenética explotación de recursos naturales
para alimentar todo el proceso, etc.) y damos por sentado que estos
procesos siempre van a estar ahí, pase lo que pase.
En este sentido,
el alejamiento respecto de los procesos que nos sustentan y las
comodidades de la vida moderna han despertado en nosotros una
preocupante mentalidad de niño pequeño. Hechos como que podamos
tener luz con pulsar un interruptor, o tener agua caliente con abrir
el grifo, o tener a nuestra disposición un torrente inacabable de
información con sólo pulsar unos cuantos botones en el móvil o en
el ordenador, unidos al hecho de que no vemos lo que hay detrás de
toda esa infraestructura, nos han convencido de que las cosas
suceden como por arte de magia (en el sentido moderno de la
expresión), que todo es muy fácil. Ante este tipo de sinsentido,
es útil la expresión “There
is no such thing as a free lunch”.
Aunque uno no lo vea directamente, todo lo que consume ha tenido que
ser producido, ya sea por un ser humano, por otra especie, etc.
Formamos parte de un sistema mucho más grande que nosotros, y todas
nuestras acciones tienen consecuencias en éste. Más vale tenerlo
en cuenta, agradecer y valorar lo que tenemos y consumimos, una
actitud muy poco usual en la actual cultura de usar y tirar.
¿Y qué decir del conocimiento de la
naturaleza de la que formamos parte y dependemos? ¿Cuántas
especies diferentes de planta puede identificar un ciudadano
cualquiera de un país “desarrollado”? Muchas, muchísimas menos
que sus antepasados. Muchas, muchísimas menos que un habitante
rural cualquiera de algún país “subdesarrollado”. Ah, pero el
primero está “mejor preparado” y “mejor educado”.
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Aquí el Dr. Pangloss de turno
preguntará qué problema hay con que seamos cada vez más
dependientes de la tecnología, o de la frenética explotación de
recursos naturales, o entre nosotros mismos. Si acaso, la
dependencia es una buena noticia, pues nos obliga a colaborar entre
nosotros, lo que ahuyenta potenciales conflictos. Después de todo,
¿qué motivos tenemos para pensar que los complejos sistemas de los
que dependemos no van a estar siempre ahí?
Según la
narrativa públicamente aceptada, las transformaciones de los
últimos siglos eran y siguen siendo inevitables e imparables. Por
lo tanto, no tiene sentido pensar en un mundo sin éstas. Por
ejemplo, en el tema de la automatización, los únicos peligros que
podemos imaginar están relacionados con demasiada
automatización.
El único miedo que puede expresarse públicamente al respecto es
que la tecnología y la automatización progresen demasiado deprisa
y no den tiempo a las personas a adaptarse al nuevo status quo, aún
más “tecnificado” que el anterior (un miedo del que hablamos en
el artículo El
complejo de Frankenstein).
Por eso es imperativo abrazar la innovación sin pensárselo dos
veces. Dudar de eso es peligroso: la prosperidad no perdona y un
momento de indecisión nos puede dejar rezagados ante el vertiginoso
ritmo del progreso.
Lo que muy pocas
veces emerge en la consciencia colectiva es la posibilidad de que el
proceso de mecanización y automatización dé marcha atrás. Esto
es inimaginable para la mayoría de personas, pues se les ha
enseñado desde pequeños que la
historia siempre va en la misma dirección,
es decir, la dirección actual. El pasado nos lleva a nosotros, y
para saber el futuro sólo hay que extrapolar las tendencias
actuales, reales o imaginadas. Por eso el proceso de la
automatización o el de la especialización se consideran
inevitables e imparables. Nada puede hacerse para parar estos
colosos; la realidad es así.
Debido a esta sensación de
inevitabilidad, la creciente interdependencia entre nosotros mismos
y con la superestructura tecnológica que nos sustenta no preocupa a
casi nadie. El futuro sólo puede estar marcado por una mayor
interdependencia y una mayor complejidad, así que no tiene sentido
pensar en una sociedad sin éstas. El barco no puede desviar su
camino; o sigue recto o se hunde. Las habilidades que perdemos al
especializarnos o al dejar que la tecnología nos invada no serán
nunca más necesarias, porque no hay vuelta atrás; el pasado no
volverá nunca. Por lo tanto, ¿qué sentido tiene que nos
lamentemos por perder esas habilidades? Esa pérdida como mucho dará
para unas cuantas poesías románticas, con las que recordar con
nostalgia ese pasado que nunca volverá.
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¿Pero qué pasaría si esa sensación
de inevitabilidad no tuviera razón de ser? ¿Qué pasaría si
simplemente fuera parte de nuestra excéntrica forma de ver el
mundo, y no estuviera respaldada por ninguna ley divina? ¿Qué
pasaría si los hipercomplejos sistemas tecnológicos y económicos
que nos sustentan dejaran en algún momento de existir? En ese caso,
la pérdida de cualidades dejaría de ser solamente un tema de
romanticismo y nostalgia y pasaría a ser un tema de vida o muerte.
Al fin y al cabo,
los complejos sistemas de los que dependemos son bastante recientes
a escala histórica (apenas unos pocos siglos), así que bien
podrían acabar siendo una anomalía histórica, y aún no han
demostrado que puedan sostenerse de forma indefinida. Como tantos
observadores han hecho notar durante décadas (yo mismo puse mi
granito de arena aquí, en los artículos Creando
riqueza y Las
cadenas de Prometeo),
éste es tremendamente insostenible, al no mantener una relación
equilibrada con nuestro entorno y depender para su funcionamiento de
la rápida explotación de recursos naturales no renovables.
Asimismo, el disfuncional mundo de las finanzas, del que hablé aquí
la última vez en Una
economía de alucinaciones,
constituye una capa adicional de abstracción y complejidad, y no es
menos frágil que la economía real que en teoría representa.
Dice el dicho que tarde o temprano,
lo que no es sostenible no podrá ser sostenido. Por lo tanto, estos
sistemas de los que dependemos corren un serio riesgo de
desaparecer. Para la decepción de los profetas del apocalipsis, no
desaparecerán de la noche a la mañana, pero el riesgo sigue
estando ahí. Por su parte, los más optimistas insistirán en que
el abaratamiento colosal de las placas fotovoltaicas, o las mejoras
en eficiencia energética, o la inminente revolución del coche
eléctrico o cualquier otro avance demuestran que estamos camino de
conseguir la preciada sostenibilidad, y que no tiene sentido que nos
preocupemos. No comparto esta narrativa, pero que cada uno saque sus
propias conclusiones.
Es más, creo que
los problemas ocasionados por el exceso de dependencia de los que he
hablado en este artículo no son meramente hipotéticos, y de hecho
ya se están empezando a manifestar en el mundo actual. Creo que la
poca adecuación de las habilidades de la población al contexto
actual ya se está notando en los países occidentales, con los
altos niveles de paro y con la dependencia cada vez mayor de los
bienes importados del extranjero. De hecho, en las últimas décadas
hemos tenido varios recordatorios de lo frágil que es nuestro
bienestar, y de hasta qué punto dependemos de cosas que están más
allá de nuestro control. Hemos visto por ejemplo cómo los
caprichos de la política de Oriente Medio pueden llegar a tener
fuertes consecuencias en Occidente, al provocar shocks petrolíferos
con importantes efectos en las economías occidentales (tal
comoapunta
el profesor James Hamilton,
el aumento súbito del precio del petróleo ha coincidido con 10 de
las últimas 11 recesiones económicas de Estados Unidos).
Si estos sistemas desapareciesen,
cualidades ahora mismo despreciadas volverían a cobrar
protagonismo, y quizá un “paleto ignorante” de una zona rural,
diestro en dichas cualidades, se convertiría en alguien
relativamente “bien preparado”. En esa situación quizá alguien
con “una buena educación”, pero con habilidades y conocimientos
demasiado abstractos, se volvería completamente inútil. Quizá los
arrogantes y “sobreeducados” habitantes del “Primer Mundo”
vieran como la población de los países “menos desarrollados”
(con su familiarización con los trabajos físicos duros, con su
desconocimiento de las comodidades occidentales y con su mucho mayor
conocimiento de la naturaleza) está mucho mejor preparada para el
futuro que ellos mismos.
Si estos sistemas desapareciesen,
muchos de los que se declaran “enemigos del sistema” se
enterarían de hasta qué punto dependen de éste. Se darían cuenta
de hasta qué punto aborrecían el sistema, pero no sus frutos. Si
el sistema colapsara, ellos y muchos más en el mundo occidental
descubrirían de la forma más dura lo inútiles que se habrían
vuelto.
En este
sentido, no
tiene sentido hablar de conocimientos y habilidades mejores que
otros en un sentido abstracto, sino mejor o peor adaptados a un
contexto particular.
Los habitantes del “Primer Mundo” pueden estar muy bien
adaptados al contexto actual, pero esa adaptación probablemente se
volvería tremendamente inadecuada en un mundo desindustrializado.
Es por esto que creo que cualquier
movimiento reformista o revolucionario enfocado hacia una mayor
sostenibilidad debería tener como uno de sus principales puntos la
recuperación de cualidades ninguneadas y despreciadas durante largo
tiempo, como el conocimiento de la naturaleza o el cultivo de
alimentos, y el abandono de actitudes improductivas, como el
desprecio de los trabajos físicos y manuales o el no valorar la
abundancia material en la que viven. Sin eso, dicho movimiento no
llegará a ningún sitio.
Obviamente, la mentalidad infantil de
nuestra sociedad nos asegura que estas medidas nunca serán
aceptadas, al menos a corto plazo; al revés, serán atacadas con
fiereza, y si algún candidato al servicio público las planteara
estaría cometiendo un suicidio político. Todo el mundo quiere
mantener su estilo de vida confortable. Nadie quiere escuchar que
este estilo de vida no es sostenible. Por lo tanto, no tiene sentido
pensar en cómo implementar estas medidas a nivel público; nadie va
a implementarlas, al menos a corto plazo.
Pero a nivel individual la cosa
cambia. Nadie nos puede impedir que cultivemos las habilidades que
prefiramos. Podemos dedicarnos a aprender habilidades menos
abstractas, más directamente conectadas con la producción de
bienes y menos sujetas a los caprichos de un sistema hipercomplejo e
insostenible. Aprender habilidades en las que uno pueda ver los
frutos de su propio trabajo, ya que, aparte de que puedan ser más
gratificadoras, son menos propensas a la desaparición.
Esta es, a mi modo de ver, una buena
forma de prepararse para el futuro que estamos construyendo a nivel
colectivo.
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