EL
PAVOROSO ‘MUNDO FELIZ’ DE HUXLEY SE HIZO REALIDAD
En
un artículo titulado “Investigadoras contra el sesgo de la ciencia
machista”, cierto individuo que se denomina a sí mismo “divulgador
científico” se hacía eco de un estudio donde se afirma que la
ciencia hecha por mujeres presta más atención al sexo y, por tanto,
mejora la calidad de los ensayos médicos al neutralizar el
omnipresente “sesgo machista”. Así, una de sus autoras advierte
que en el campo biomédico “investigar de manera errónea cuesta
vidas y dinero”, esto es, que el machismo mata… también en la
ciencia. Claro que, afirmar que la ciencia hecha por mujeres es
distinta a la que hacen los hombres, no deja en muy buen lugar la
supuesta objetividad de las ciencias naturales.
En
realidad, el fondo de este estudio, que sigue la corriente dominante,
no señala nada nuevo. Es cierto que, hasta no hace mucho tiempo, el
sexo era un factor olvidado por los ensayos biomédicos. Las personas
objeto de experimento solían ser hombres por una cuestión de mera
comodidad: los varones no están sometidos a los ciclos menstruales
con sus correspondientes cambios hormonales y, por tanto, era más
fácil realizar el estudio con ellos. Naturalmente, no se debía a un
“sesgo machista” de la ciencia… sino todo lo contrario.
El
nuevo ‘Lysenkismo’
Pero
la corrección política estableció un terrible tabú: prohibió si
quiera insinuar que, fisiológicamente, hombres y mujeres podían ser
diferentes en lo que al cerebro se refiere. La ira feminista radical
arrojaba directamente a la hoguera por hereje a todo científico que
cometiera la osadía de plantear tal hipótesis. Impuso una especie
de neolysenkismo, en referencia a Trofim Lysenko quien, en tiempos de
Stalin, desarrolló una biología falsa pero que se convirtió en la
ortodoxia soviética porque era coherente con la teoría marxista.
En
el presente, la ciencia debía ser coherente con la corrección
política… aunque fuera errónea. Era obligado sostener que las
diferencias observadas entre sexos obedecían exclusivamente a las
estructuras sociales y culturales, es decir, al “heteropatriarcado”
y demás artefactos y zarandajas intangibles.
En
consecuencia, los resultados de los ensayos debían ser igualmente
aplicables a hombres y mujeres, y por tanto equivalente la medicación
recomendada para curar ciertas enfermedades, algo que puso en grave
riesgo la salud de muchas mujeres porque, tal y como finalmente
mostraron quienes se atrevieron a romper el tabú, los cerebros eran,
en efecto, distintos. Esto no significaba que el cerebro del hombre o
de la mujer fueran, en media, inferior o superior uno respecto del
otro. Simplemente eran diferentes; incluso complementarios.
Una
verdad aterradora
Un
completo informe publicado en la revista Journal of Neuroscience
Research, reconocía que los científicos han venido ignorando las
diferencias entre los cerebros masculino y femenino, y cómo
responden de manera distinta a numerosas drogas (incluido el
tratamiento de ACV y Alzheimer), por temor a ser considerados parias
sexistas a los ojos de la corriente dominante; es decir, en lugar de
reconocimiento, el científico que se atrevía a plantearlo recibía
airadas descalificaciones… de machista hacia arriba. Este clima de
terror a la evidencia, a los hechos, al conocimiento, la incontenible
tendencia a la autocensura, fue exhaustivamente tratado por Joanna
Williams en su libro Academic Freedom in an Age of Conformity (2016).
Si
bien los científicos admitían sin problemas la existencia de
diferencias entre los sexos respecto al funcionamiento del hígado,
el corazón u otros órganos, había que ser muy valiente y osado
para atreverse a plantear estas mismas diferencias en el cerebro,
algo que posiblemente haya dado lugar a consecuencias muy graves,
porque estamos hablando de experimentos sobre muerte de células
cerebrales. Así pues, lo que ponía en riesgo la salud de las
mujeres no era ningún sesgo machista: era un sesgo feminista
radical.
Erradicar
la diferencia
Sin
embargo, lo verdaderamente importante no el despropósito de que hoy
haya que diferenciar entre científicos “neurosexistas” y
“neurofeministas”, dependiendo de la opinión que cada cual
prefiera, como si los hallazgos en materia de neurociencia fueran
programas electorales, que cada uno elige según sus preferencias
ideológicas. La cuestión que subyace en esta polémica, como en
tantas otras hoy en boga es algo muy grave: la negación de la
diferencia espontánea y voluntaria.
Así,
el hecho de ser distinto es considerado por los guardianes de la
ortodoxia no como una ventaja sino como un inconveniente o, peor,
como una malévola imposición de un perverso conciliábulo. Se trata
de un dogma que, paradójicamente, sí obliga a aceptar aquellas
diferencias definidas y promovidas por los ingenieros sociales,
cuando asingnan a la gente a determinados grupos cerrados y
homogéneos.
Que
la demonización de la diferencia espontánea o voluntaria haya
contaminado la ciencia natural, hasta el punto de pervertirla, nos da
una idea de la magnitud del peligro. De hecho, esta aberración ya se
aplica a todos los órdenes de la vida social, incluido el económico.
Llama la atención en el terreno de la igualdad económica que el
éxito alcanzado por Thomas Piketty, con su mediocre alegato contra
la desigualdad, “El capital en el siglo XXI” (2013), haya sido
comparado con el que tuvo Adam Smith en el siglo XVIII, Karl Marx en
el XIX y John Maynard Keynes en el XX.
Todo
apunta a que, tras la Gran Recesión, la borrosa línea que separaba
el concepto “diferencia” del concepto “desigualdad”… ha
sido definitivamente borrada. Y la diferencia, entendida ahora como
desigualdad, es decir, como injusticia, y también como agravio, se
ha convertido en el leitmotiv de nuestro tiempo, en el fantasma a
perseguir y eliminar. Y, sobre todo, en un enorme negocio
sociopolítico.
Hacia
un mundo feliz, igualitario… y asfixiante
Ya
lo anticipó Aldous Huxley en su famosa novela Un mundo feliz (1932),
donde describió una sociedad del futuro donde los individuos se
generaban en incubadoras, eran dotados de distinto nivel de
inteligencia y asignados a diferentes castas sociales en el marco de
una estricta jerarquía social. A pesar de eso, la propaganda incidía
insistentemente en la igualdad, bajo cuya bandera se admitía la
diferencia… pero nunca la que emanaba de la libre voluntad de las
personas: tan sólo aquella que planificaban las autoridades al
asignar a cada individuo a una determinada casta. De hecho, el
sistema garantizaba el placer y la satisfacción inmediata de los
deseos, pero desechaba la libertad por considerar que hacía
infelices a los individuos.
Pero
la naturaleza nos enseña precisamente todo lo contrario: que la
diferencia espontánea o voluntaria, basada en diferentes
características, preferencias o visiones dispares, es la clave que
permite resolver los desafíos que se plantean a lo largo de la
evolución. Si todos fuéramos iguales y actuáramos de manera
idéntica ante las mismas situaciones, nos habríamos extinguido hace
miles de años. Es precisamente ser diferentes, innovar, descubrir
nuevas conductas, actuar de manera complementaria, lo que nos
permitió permanecer sobre la faz de la tierra. Así, cuanto más
abierta es una sociedad, cuanto más diferentes puedan ser sus
individuos, más progresa. Por el contrario, cuando es cerrada,
cuando impone una igualdad forzada, o una diferencia obligatoria, la
sociedad tiende a estancarse y a empobrecerse.
La
guerra silenciosa contra la libertad
La
igualdad de resultados o su sucedáneo, la igualdad de representación, se han constituido en la mayor amenaza para la
libertad y la prosperidad de las sociedades occidentales y, con
diferencia, en el peor de sus populismos.
Hoy
predomina una corriente de pensamiento empeñada en confundir
diferencia espontánea con desigualdad y asociarla a la injusticia.
La diferencia va dejando de ser un valor positivo para convertirse en
una amenaza a erradicar. Solo se tolera la desigualdad como
segregación administrativa; esto es, la discriminación positiva y
la asignación forzosa a un colectivo vía decreto. Y se da la
paradoja de que, para igualar a las mujeres con los hombres, se
establece que ambos grupos tengan un tratamiento social diferenciado
que, con el tiempo, se vuelve permanente.
Dice
un conocido aserto que la historia la escriben quienes vencen en las
guerras pues pueden reconstruir el pasado para cargarse de razones e
imponer en adelante su dominio cultural. Se explica así que la
diferencia natural sea erradicada por cualquier medio, también
reescribiendo la historia. Desgraciadamente, cuando esto sucede, la
primera gran perjudicada es la sociedad, porque pierde ese valioso
aprendizaje que impide repetir errores del pasado para poder
progresar.
En
Occidente se ha librado una guerra incruenta, silenciosa e
inadvertida contra una sociedad inerme que no es consciente de su
derrota. Ahora, los vencedores quieren hacer creer que toda
diferencia no establecida desde el poder es perversa, perjudicial.
Lamentablemente, existen demasiados grupos de presión, activistas,
expertos e ingenieros sociales que viven de esta farsa como para que
el establishment se avenga a aceptar lo evidente: que muchas veces
somos distintos unos de otros porque la naturaleza nos hizo así o,
simplemente… porque nos da la real gana.
Benegas
y Blanco
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