8/3/18

Cuanto más abierta es una sociedad, y más diferentes sus individuos, más progresa

EL PAVOROSO ‘MUNDO FELIZ’ DE HUXLEY SE HIZO REALIDAD
En un artículo titulado “Investigadoras contra el sesgo de la ciencia machista”, cierto individuo que se denomina a sí mismo “divulgador científico” se hacía eco de un estudio donde se afirma que la ciencia hecha por mujeres presta más atención al sexo y, por tanto, mejora la calidad de los ensayos médicos al neutralizar el omnipresente “sesgo machista”. Así, una de sus autoras advierte que en el campo biomédico “investigar de manera errónea cuesta vidas y dinero”, esto es, que el machismo mata… también en la ciencia. Claro que, afirmar que la ciencia hecha por mujeres es distinta a la que hacen los hombres, no deja en muy buen lugar la supuesta objetividad de las ciencias naturales.
En realidad, el fondo de este estudio, que sigue la corriente dominante, no señala nada nuevo. Es cierto que, hasta no hace mucho tiempo, el sexo era un factor olvidado por los ensayos biomédicos. Las personas objeto de experimento solían ser hombres por una cuestión de mera comodidad: los varones no están sometidos a los ciclos menstruales con sus correspondientes cambios hormonales y, por tanto, era más fácil realizar el estudio con ellos. Naturalmente, no se debía a un “sesgo machista” de la ciencia… sino todo lo contrario.
El nuevo ‘Lysenkismo’
Pero la corrección política estableció un terrible tabú: prohibió si quiera insinuar que, fisiológicamente, hombres y mujeres podían ser diferentes en lo que al cerebro se refiere. La ira feminista radical arrojaba directamente a la hoguera por hereje a todo científico que cometiera la osadía de plantear tal hipótesis. Impuso una especie de neolysenkismo, en referencia Trofim Lysenko quien, en tiempos de Stalin, desarrolló una biología falsa pero que se convirtió en la ortodoxia soviética porque era coherente con la teoría marxista.
En el presente, la ciencia debía ser coherente con la corrección política… aunque fuera errónea. Era obligado sostener que las diferencias observadas entre sexos obedecían exclusivamente a las estructuras sociales y culturales, es decir, al “heteropatriarcado” y demás artefactos y zarandajas intangibles.

En consecuencia, los resultados de los ensayos debían ser igualmente aplicables a hombres y mujeres, y por tanto equivalente la medicación recomendada para curar ciertas enfermedades, algo que puso en grave riesgo la salud de muchas mujeres porque, tal y como finalmente mostraron quienes se atrevieron a romper el tabú, los cerebros eran, en efecto, distintos. Esto no significaba que el cerebro del hombre o de la mujer fueran, en media, inferior o superior uno respecto del otro.  Simplemente eran diferentes; incluso complementarios.
Una verdad aterradora
Un completo informe publicado en la revista Journal of Neuroscience Research, reconocía que los científicos han venido ignorando las diferencias entre los cerebros masculino y femenino, y cómo responden de manera distinta a numerosas drogas (incluido el tratamiento de ACV y Alzheimer), por temor a ser considerados parias sexistas a los ojos de la corriente dominante; es decir, en lugar de reconocimiento, el científico que se atrevía a plantearlo recibía airadas descalificaciones… de machista hacia arriba. Este clima de terror a la evidencia, a los hechos, al conocimiento, la incontenible tendencia a la autocensura, fue exhaustivamente tratado por Joanna Williams en su libro  Academic Freedom in an Age of Conformity (2016).
Si bien los científicos admitían sin problemas la existencia de diferencias entre los sexos respecto al funcionamiento del hígado, el corazón u otros órganos, había que ser muy valiente y osado para atreverse a plantear estas mismas diferencias en el cerebro, algo que posiblemente haya dado lugar a consecuencias muy graves, porque estamos hablando de experimentos sobre muerte de células cerebrales. Así pues, lo que ponía en riesgo la salud de las mujeres no era ningún sesgo machista: era un sesgo feminista radical.
Erradicar la diferencia
Sin embargo, lo verdaderamente importante no el despropósito de que hoy haya que diferenciar entre científicos “neurosexistas” y “neurofeministas”, dependiendo de la opinión que cada cual prefiera, como si los hallazgos en materia de neurociencia fueran programas electorales, que cada uno elige según sus preferencias ideológicas. La cuestión que subyace en esta polémica, como en tantas otras hoy en boga es algo muy grave: la negación de la diferencia espontánea y voluntaria.
Así, el hecho de ser distinto es considerado por los guardianes de la ortodoxia no como una ventaja sino como un inconveniente o, peor, como una malévola imposición de un perverso conciliábulo. Se trata de un dogma que, paradójicamente, sí obliga a aceptar aquellas diferencias definidas y promovidas por los ingenieros sociales, cuando asingnan a la gente a determinados grupos cerrados y homogéneos.
Que la demonización de la diferencia espontánea o voluntaria haya contaminado la ciencia natural, hasta el punto de pervertirla, nos da una idea de la magnitud del peligro. De hecho, esta aberración ya se aplica a todos los órdenes de la vida social, incluido el económico. Llama la atención en el terreno de la igualdad económica que el éxito alcanzado por Thomas Piketty, con su mediocre alegato contra la desigualdad, “El capital en el siglo XXI” (2013), haya sido comparado con el que tuvo Adam Smith en el siglo XVIII, Karl Marx en el XIX y John Maynard Keynes en el XX.
Todo apunta a que, tras la Gran Recesión, la borrosa línea que separaba el concepto “diferencia” del concepto “desigualdad”… ha sido definitivamente borrada. Y la diferencia, entendida ahora como desigualdad, es decir, como injusticia, y también como agravio, se ha convertido en el leitmotiv de nuestro tiempo, en el fantasma a perseguir y eliminar. Y, sobre todo, en un enorme negocio sociopolítico.
Hacia un mundo feliz, igualitario… y asfixiante
Ya lo anticipó Aldous Huxley en su famosa novela Un mundo feliz (1932), donde describió una sociedad del futuro donde los individuos se generaban en incubadoras, eran dotados de distinto nivel de inteligencia y asignados a diferentes castas sociales en el marco de una estricta jerarquía social. A pesar de eso, la propaganda incidía insistentemente en la igualdad, bajo cuya bandera se admitía la diferencia… pero nunca la que emanaba de la libre voluntad de las personas: tan sólo aquella que planificaban las autoridades al asignar a cada individuo a una determinada casta. De hecho, el sistema garantizaba el placer y la satisfacción inmediata de los deseos, pero desechaba la libertad por considerar que hacía infelices a los individuos.
Pero la naturaleza nos enseña precisamente todo lo contrario: que la diferencia espontánea o voluntaria, basada en diferentes características, preferencias o visiones dispares, es la clave que permite resolver los desafíos que se plantean a lo largo de la evolución. Si todos fuéramos iguales y actuáramos de manera idéntica ante las mismas situaciones, nos habríamos extinguido hace miles de años. Es precisamente ser diferentes, innovar, descubrir nuevas conductas, actuar de manera complementaria, lo que nos permitió permanecer sobre la faz de la tierra. Así, cuanto más abierta es una sociedad, cuanto más diferentes puedan ser sus individuos, más progresa. Por el contrario, cuando es cerrada, cuando impone una igualdad forzada, o una diferencia obligatoria, la sociedad tiende a estancarse y a empobrecerse.
La guerra silenciosa contra la libertad
La igualdad de resultados o su sucedáneo, la igualdad de representación, se han constituido en la mayor amenaza para la libertad y la prosperidad de las sociedades occidentales y, con diferencia, en el peor de sus populismos.
Hoy predomina una corriente de pensamiento empeñada en confundir diferencia espontánea con desigualdad y asociarla a la injusticia. La diferencia va dejando de ser un valor positivo para convertirse en una amenaza a erradicar. Solo se tolera la desigualdad como segregación administrativa; esto es, la discriminación positiva y la asignación forzosa a un colectivo vía decreto. Y se da la paradoja de que, para igualar a las mujeres con los hombres, se establece que ambos grupos tengan un tratamiento social diferenciado que, con el tiempo, se vuelve permanente.
Dice un conocido aserto que la historia la escriben quienes vencen en las guerras pues pueden reconstruir el pasado para cargarse de razones e imponer en adelante su dominio cultural. Se explica así que la diferencia natural sea erradicada por cualquier medio, también reescribiendo la historia. Desgraciadamente, cuando esto sucede, la primera gran perjudicada es la sociedad, porque pierde ese valioso aprendizaje que impide repetir errores del pasado para poder progresar.
En Occidente se ha librado una guerra incruenta, silenciosa e inadvertida contra una sociedad inerme que no es consciente de su derrota. Ahora, los vencedores quieren hacer creer que toda diferencia no establecida desde el poder es perversa, perjudicial. Lamentablemente, existen demasiados grupos de presión, activistas, expertos e ingenieros sociales que viven de esta farsa como para que el establishment se avenga a aceptar lo evidente: que muchas veces somos distintos unos de otros porque la naturaleza nos hizo así o, simplemente… porque nos da la real gana.
Benegas y Blanco

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