23/1/18

Lo que necesitamos es: pocas leyes, iguales para todos, justas y sencillas.

CUANTO MÁS CORRUPTO ES UN PAÍS… MÁS LEYES TIENE


Ramón Iglesias, ingeniero y promotor español, necesitó tres años de gestiones, 10.000 euros en licencias, centenares de papeles y complejos trámites con más de 30 funcionarios de 11 departamentos pertenecientes a cuatro Administraciones diferentes, antes de poder abrir su bodega de vinos ecológicos. Tuvo que pagar 1.300 euros por un estudio de impacto acústico a pesar de que sus instalaciones eran silenciosas y se encontraban muy alejadas del lugar habitado más cercano. Le exigieron una certificación de “innecesariedad” de realizar actividad arqueológica y, también, un informe sobre iluminación por si incumplía el “reglamento para la protección de la calidad del cielo nocturno”. En resumen, Ramón sufrió innumerables impedimentos administrativos a pesar de que iba a generar puestos de trabajo en una región con una enorme tasa de desempleo.

El caso de Ramón es el del típico emprendedor solvente a punto de naufragar en el mar de los Sargazos de esas trabas burocráticas a la actividad económica creadora de empleo, que más parecen provenir de la calentura de mentes desquiciadas que de una labor legislativa y reguladora responsable. Hay casos aún más inauditos, como el de un empresario mexicano que, tras un año de trámites y gestiones en España, tuvo que desistir al descubrir que uno de los permisos exigidos sólo se expedía en una ventanilla que ni siquiera existía. O, a una escala más modesta, la pequeña escuela de yoga, con aforo para apenas 14 personas, a la que se exigió acometer obras de insonorización por importe de 14.000 euros (más impuestos) pues, como es bien sabido, el yoga es una actividad extremadamente ruidosa.

Exorcizando el espíritu emprendedor

Ramón no desistió en su empeño. Afortunadamente contaba con financiación suficiente y un proyecto bien planificado. A trancas y barrancas, descapitalizándose, llegó braceando a la orilla. Otros, con proyectos más modestos, como muchos autónomos, terminan desistiendo. Tras años de esfuerzos, angustias y estrecheces, acosados por las trabas administrativas, muchos emprendedores regresan completamente arruinados al lugar del que provenían: el desempleo o la economía irregular. En adelante, la mayoría de ellos preferirá malvivir de un triste subsidio que volver a pasar por ese infierno: comerán mal, pero al menos dormirán tranquilos.

En demasiados países, a cada intento de realizar una actividad económica corresponde una interminable lista de disparates administrativos. La normativa es, a veces, tan retorcida y compleja que deprimirían al más entusiasta aficionado a la hermenéutica o a la resolución de jeroglíficos. El delirio ha alcanzado tales cotas que, a la sombra de prolijas normativas, han florecido empresas concertadas que, por un buen dinero, “ayudan” al atribulado emprendedor a desenmarañar la madeja normativa, a conocer cómo y cuándo -y a qué coste administrativo- podrá abrir su peluquería, panadería, taller, tienda, despacho o local. Algún malpensado podría llegar a la conclusión de que se ha legalizado aquello que antaño llamaban “mordida”.

¿A qué se debe tanto despropósito?, ¿acaso los legisladores odian a los emprendedores, autónomos y diminutos empresarios?, ¿nos encontramos a merced de sádicos que disfrutan mortificando a quien sólo aspira a ganarse la vida dignamente?, ¿o es simple y pura incompetencia? De ningún modo. Los políticos y los burócratas no son psicópatas ni estúpidos: su comportamiento es coherente con sus propios objetivos.

Los oscuros propósitos de la hiperregulación

En los años 80 del pasado siglo, un economista peruano, Hernando de Soto, analizó un curioso fenómeno. En las grandes ciudades del Perú, como en las de otros países, existían grandes masas de población que subsistían llevando a cabo labores artesanales, industriales o de servicios, pero siempre informales, aun cuando sus actividades eran lícitas. ¿Por qué nadie se regularizaba? De Soto sospechó rápidamente que el exceso de regulación, la multiplicidad de permisos y la dificultad para obtenerlos podían ser la causa. Comprobó que para abrir un mero taller textil hacían falta permisos de 11 organismos distintos, que requerían 289 días completos de trámites burocráticos, con un coste final de 1.231 dólares de la época (32 veces el salario mínimo en Perú). Y en algunos casos era imposible conseguir la licencia sin recurrir a sobornos. Este estudio dio origen al ya clásico libro El otro Sendero.

Tal despropósito condenaba a muchas personas a vivir en la precariedad. Podían ganarse el sustento pero siempre bajo la espada de Damocles de la suspensión y el cierre y, no menos importante, imposibilitados para hacer crecer su negocio y prosperar, porque el acceso al crédito estaba vedado a las empresas irregulares. Lo sorprendente era que, aun siendo las consecuencias tan graves, pocos gobiernos estaban dispuestos a acometer una simplificación legislativa. El motivo era simple: en muchos países los dirigentes políticos no persiguen tanto el bien común como sus propios intereses. Demasiados de ellos no se dedican a la política para servir a la sociedad sino para servirse de ella.

Las complejísimas regulaciones no aparecen de manera inocente. Son establecidas deliberadamente por gobernantes sin escrúpulos como subterfugio para otorgar favores a sus aliados y asegurarse nuevas oportunidades de enriquecimiento ilícito. Esas barreras son los meandros administrativos donde se embalsa la corrupción.

La hiperregulación restringe la libre entrada a la actividad económica para que unos pocos privilegiados puedan operar sin apenas competencia, obteniendo enormes beneficios de mercados cautivos que comparten con los políticos a través de comisiones, regalos, puestos en el consejo de administración. Las normas o requisitos deben ser enrevesados y ambiguos para permitir cierto grado de discrecionalidad a la hora de conceder permisos y licencias. El fenómeno es tan antiguo que ya fue señalado por el historiador romano Cornelio Tácito: “Corruptissima re-publica, plurimae leges” (cuanto más corrupto es un país más leyes tiene).

Desgraciadamente, esta estrategia demasiado extendida y, mientras la oligarquía política y económica se enriquece, la gente corriente experimenta enormes dificultades para encontrar trabajo o desarrollar una actividad económica. Muchos ciudadanos quedan atrapados en el círculo de la pobreza; condenados a vivir del subsidio o trampear en la economía informal. Cada vez que los costes de entrada en el mercado se incrementan un 10%, la densidad de empresas desciende un 1%,  con efectos devastadores  para la competencia, la productividad, la innovación y, sobre todo, el empleo.

Ni la formación ni la tecnología ni la globalización

Ciertos expertos económicos insisten en la falta de formación, el atraso tecnológico y la presión de la globalización como principales causas de la pobreza y el desempleo en muchos países. Naturalmente hay muchas causas, pero la hiperregulación maliciosa es uno de los principales problemas, una máquina infernal de desempleo, pobreza y frustración. ¿De qué nos serviría poseer la mejor formación si el legislador determina caprichosamente quién puede ejercer una actividad y quién no? ¿Cómo aprovecharíamos la más portentosa tecnología, si los gobernantes pueden favorecer a sus amigos y partidarios, negando su oportunidad al ciudadano innovador que busca ganarse la vida honradamente? ¿Para qué sirve una mayor capacidad de adaptación si los políticos pueden generar infinidad de complejas y contradictorias normas con el fin de ejercer la discriminación, enriquecerse y conculcar, por la vía de los hechos, la igualdad ante la ley?
Demasiados políticos prometen en sus campañas electorales resolver los problemas de los ciudadanos promulgando una ley para cada uno de ellos. Pero lo que necesitan nuestros países es justo lo contrario: pocas leyes, iguales para todos, justas y sencillas.





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