CUANTO MÁS CORRUPTO ES UN PAÍS… MÁS LEYES TIENE
Ramón
Iglesias,
ingeniero y promotor español, necesitó tres años de gestiones,
10.000 euros en licencias, centenares de papeles y complejos trámites
con más de 30 funcionarios de 11 departamentos pertenecientes a
cuatro Administraciones diferentes, antes de poder abrir su bodega de
vinos ecológicos. Tuvo que pagar 1.300 euros por un estudio de
impacto acústico a pesar de que sus instalaciones eran silenciosas y
se encontraban muy alejadas del lugar habitado más cercano. Le
exigieron una certificación de “innecesariedad” de realizar
actividad arqueológica y, también, un informe sobre iluminación
por si incumplía el “reglamento para la protección de la calidad
del cielo nocturno”. En resumen, Ramón sufrió innumerables
impedimentos administrativos a pesar de que iba a generar puestos de
trabajo en una región con una enorme tasa de desempleo.
El
caso de Ramón es el del típico emprendedor solvente a punto de
naufragar en el mar de los Sargazos de esas trabas burocráticas a la
actividad económica creadora de empleo, que más parecen provenir de
la calentura de mentes desquiciadas que de una labor legislativa y
reguladora responsable. Hay casos aún más inauditos, como el de un
empresario mexicano que, tras un año de trámites y gestiones en
España, tuvo que desistir al descubrir que uno de los permisos
exigidos sólo se expedía en una ventanilla que ni siquiera existía.
O, a una escala más modesta, la pequeña escuela de yoga, con aforo
para apenas 14 personas, a la que se exigió acometer obras de
insonorización por importe de 14.000 euros (más impuestos) pues,
como es bien sabido, el yoga es una actividad extremadamente ruidosa.
Exorcizando el espíritu emprendedor
Ramón
no desistió en su empeño. Afortunadamente contaba con financiación
suficiente y un proyecto bien planificado. A trancas y barrancas,
descapitalizándose, llegó braceando a la orilla. Otros, con
proyectos más modestos, como muchos autónomos, terminan
desistiendo. Tras años de esfuerzos, angustias y estrecheces,
acosados por las trabas administrativas, muchos emprendedores
regresan completamente arruinados al lugar del que provenían: el
desempleo o la economía irregular. En adelante, la mayoría de
ellos preferirá malvivir de un triste subsidio que volver a pasar
por ese infierno: comerán mal, pero al menos dormirán tranquilos.
En
demasiados países, a cada intento de realizar una actividad
económica corresponde una interminable lista de disparates
administrativos. La normativa es, a veces, tan retorcida y compleja
que deprimirían al más entusiasta aficionado a la hermenéutica o a
la resolución de jeroglíficos. El delirio ha alcanzado tales cotas
que, a la sombra de prolijas normativas, han florecido empresas
concertadas que, por un buen dinero, “ayudan” al atribulado
emprendedor a desenmarañar la madeja normativa, a conocer cómo y
cuándo -y a qué coste administrativo- podrá abrir su peluquería,
panadería, taller, tienda, despacho o local. Algún malpensado
podría llegar a la conclusión de que se ha legalizado aquello que
antaño llamaban “mordida”.
¿A
qué se debe tanto despropósito?, ¿acaso los legisladores odian
a los emprendedores, autónomos y diminutos empresarios?, ¿nos
encontramos a merced de sádicos que disfrutan mortificando a quien
sólo aspira a ganarse la vida dignamente?, ¿o es simple y pura
incompetencia? De ningún modo. Los políticos y los burócratas no
son psicópatas ni estúpidos: su comportamiento es coherente con sus
propios objetivos.
Los oscuros propósitos de la hiperregulación
En
los años 80 del pasado siglo, un economista peruano, Hernando
de Soto,
analizó un curioso fenómeno. En las grandes ciudades
del Perú,
como en las de otros países, existían grandes masas de población
que subsistían llevando a cabo labores artesanales, industriales o
de servicios, pero siempre informales, aun cuando sus actividades
eran lícitas. ¿Por qué nadie se regularizaba? De Soto sospechó
rápidamente que el exceso de regulación, la multiplicidad de
permisos y la dificultad para obtenerlos podían ser la causa.
Comprobó que para abrir un mero taller textil hacían falta permisos
de 11 organismos distintos, que requerían 289 días completos de
trámites burocráticos, con un coste final de 1.231 dólares de la
época (32 veces el salario mínimo en Perú). Y en algunos casos era
imposible conseguir la licencia sin recurrir a sobornos. Este estudio
dio origen al ya clásico libro El
otro Sendero.
Tal
despropósito condenaba a muchas personas a vivir en la precariedad.
Podían ganarse el sustento pero siempre bajo la espada
de Damocles
de la suspensión y el cierre y, no menos importante, imposibilitados
para hacer crecer su negocio y prosperar, porque el acceso al crédito
estaba vedado a las empresas irregulares. Lo sorprendente era que,
aun siendo las consecuencias tan graves, pocos gobiernos estaban
dispuestos a acometer una simplificación legislativa. El motivo era
simple: en muchos países los dirigentes políticos no persiguen
tanto el bien común como sus propios intereses. Demasiados de ellos
no se dedican a la política para servir a la sociedad sino para
servirse de ella.
Las
complejísimas regulaciones no aparecen de manera inocente. Son
establecidas deliberadamente por gobernantes sin escrúpulos como
subterfugio para otorgar favores a sus aliados y asegurarse nuevas
oportunidades de enriquecimiento ilícito. Esas
barreras son los meandros administrativos donde se embalsa la
corrupción.
La
hiperregulación
restringe la libre entrada a la actividad económica para que unos
pocos privilegiados puedan operar sin apenas competencia, obteniendo
enormes beneficios de mercados cautivos que comparten con los
políticos a través de comisiones, regalos, puestos en el consejo de
administración. Las normas o requisitos deben ser enrevesados y
ambiguos para permitir cierto grado de discrecionalidad a la hora de
conceder permisos y licencias. El fenómeno es tan antiguo que ya fue
señalado por el historiador romano Cornelio
Tácito:
“Corruptissima
re-publica, plurimae leges”
(cuanto más corrupto es un país más leyes tiene).
Desgraciadamente,
esta estrategia demasiado extendida y, mientras la oligarquía
política y económica se enriquece, la gente corriente experimenta
enormes dificultades para encontrar trabajo o desarrollar una
actividad económica. Muchos ciudadanos quedan atrapados en el
círculo de la pobreza; condenados a vivir del subsidio o trampear en
la economía informal. Cada vez que los costes de entrada en el
mercado se incrementan un 10%, la densidad de empresas desciende un
1%, con efectos devastadores para la competencia, la
productividad, la innovación y, sobre todo, el empleo.
Ni la formación ni la tecnología ni la globalización
Ciertos
expertos
económicos
insisten en la falta de formación, el atraso tecnológico y la
presión de la globalización como principales causas de la pobreza y
el desempleo en muchos países. Naturalmente hay muchas causas, pero
la hiperregulación maliciosa es uno de los principales problemas,
una máquina infernal de desempleo, pobreza y frustración. ¿De qué
nos serviría poseer la mejor formación si el legislador determina
caprichosamente quién puede ejercer una actividad y quién no? ¿Cómo
aprovecharíamos la más portentosa tecnología, si los gobernantes
pueden favorecer a sus amigos y partidarios, negando su
oportunidad al ciudadano innovador que busca ganarse la
vida honradamente? ¿Para qué sirve una mayor capacidad de
adaptación si los políticos pueden generar infinidad de complejas y
contradictorias normas con el fin de ejercer la discriminación,
enriquecerse y conculcar, por la vía de los hechos, la igualdad ante
la ley?
Demasiados
políticos prometen en sus campañas electorales resolver los
problemas de los ciudadanos promulgando una ley para cada uno de
ellos. Pero lo que necesitan nuestros países es justo lo contrario:
pocas leyes, iguales para todos, justas y sencillas.
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