31/1/18

Las ventajas materiales crean una generación de jóvenes desvinculados e infelices.

ESTUDIANTES QUE APRENDER A RENUNCIAR


Adolescentes del instituto de secundaria Mundelein (Illinois) muestran su capacidad de renuncia en un experimento sobre simplicidad voluntaria

Nathen Cantu anotó decenas de números de teléfono que tenía guardados en el móvil y que nunca se había molestado en memorizar. A continuación, el instituto Mundelein le «confiscó» el teléfono móvil que durante años había sido su principal medio de contacto con sus amigos y la tranquilidad de su familia. Cantu le entregó el teléfono a su profesor esta semana, inaugurando así un mes sin una sola llamada o mensaje de texto. Cinco días después, Cantu empezó a sentir punzadas debidas al síndrome de abstinencia. El viernes decía: «Me siento como desnudo, como si me faltara algo que debería estar ahí».

Más de una docena de estudiantes del mismo instituto de secundaria se comprometieron este año a prescindir de algo distinto cada mes, emulando al escritor Henry David Thoreau que, como es bien sabido, se retiró a vivir en su cabaña junto al lago Walden durante dos años «para vivir deliberadamente, para afrontar los hechos esenciales de la vida, y ver si no era capaz de aprender lo que la naturaleza tenía que enseñarme».

El proyecto de los adolescentes de Mundelein comenzó en noviembre, mes en que renunciaron al azúcar y evitaron las cadenas de restaurantes. En diciembre apagaron el televisor y el reto de enero fue evitar usar hojas de papel nuevo. En febrero prometieron no comprar nada que pudiera terminar en un vertedero. Los próximos retos son los peores: un marzo sin teléfono móvil y un abril sin Internet.


Según Cantu, él y sus compañeros han descubierto algo de sí mismos con cada sacrificio. Al cabo de apenas una semana sin teléfono móvil, Cantu afirma que está más centrado y más inclinado a pasar tiempo con sus amigos en lugar de enviarles un simple mensaje de texto. «También tengo una sensación de orgullo. Hay dignidad en el acto de decir no a las cosas».

Este experimento sobre el autocontrol se lleva a cabo al tiempo que numerosas familias están renunciando a muchas cosas en la vida real debido a la marcha de la economía: se borran del gimnasio, prescinden de las vacaciones e incluso de los colegios privados. Aunque muchos estudiantes manifestaron que se unieron al grupo por razones que no tenían que ver con la economía, reconocen que las lecciones que están aprendiendo podrían ayudarles en la transición hacia una época de presupuestos más ajustados.

En una encuesta reciente, dos tercios de los jóvenes admitían estar preocupados por su situación financiera, según un informe nacional elaborado por TRU, una empresa de investigación de mercado con sede en Chicago. Solo el 11% de los encuestados dijeron que no estaban preocupados en absoluto. «Cuanto peores sean las estrecheces económicas de los jóvenes y más tiempo duren, más probable es que se abran a cambiar su forma de vivir», según Rob Callender, director de tendencias de TRU.

La renuncia puede ser buena para los adolescentes, según Madeline Levine, autora de
El precio del privilegio: Cómo la presión de los padres y las ventajas materiales están creando una generación de jóvenes desvinculados e infelices. Según Levine, llevarse la comida de casa, renunciar a vestir a la última o prescindir del teléfono móvil da a los jóvenes la oportunidad de contribuir y desempeñar un papel nuevo dentro de la familia, y les ayuda a aprender una lección vital sobre la autodisciplina. En el proceso, los jóvenes que se han criado en una época de abundancia económica pueden replantearse sus expectativas. «Para muchos jóvenes es una oportunidad. Creo que la mayoría de ellos está aceptando muy bien el reto.»

Pasadas las seis de la tarde de un día lectivo reciente, trece estudiantes entraban en un aula del instituto Mundelein. El profesor, Steve Jordan, les recordó la propuesta que les había hecho la semana anterior: «ahora, entregadme vuestros teléfonos móviles, que guardaré durante un mes, para evitaros la tentación». «No, gracias», saltó Karlie Alms, de diecisiete años. «Mierda», dijo otro estudiante, resoplando. Pero Jordan continúa: «estos meses son los más duros, lo sabemos, pero no pasa nada. Queremos que sea duro. Podéis hacerlo.»

Jordan concibió el experimento de simplicidad voluntaria el pasado otoño como una actividad extraescolar que los niños aprueban o suspenden. Se reúnen todas las semanas para comparar sus apuntes y escribir sobre la experiencia. La mayoría de los estudiantes se sumaron al experimento de la vida simple porque suponía un esfuerzo creativo que además contribuiría a cuidar el entorno. Para muchos, las implicaciones económicas vinieron después.

El mes pasado, durante dos semanas, los estudiantes guardaron todas las servilletas y pañuelos de papel y los envoltorios de los alimentos que consumían para mostrar cuánta basura generaban incluso durante el mes de febrero, en que se comprometieron a comprar solamente alimentos, gasolina, desodorante y pasta de dientes.

Al comparar la basura que habían generado, Emily Bauer confesó que había deseado comprar una pulsera a la que ya había echado el ojo semanas antes. Había visto que sus músicos favoritos la llevaban y entró en Internet para ver con más detalle cómo eran las pulseras, que costaban 10 dólares. Tenían estampadas frases como «Stay gold» y «Believe». Bauer, de dieciocho años, mantuvo su compromiso y evitó comprar nada que no fuera necesario, pero la acuciante tentación seguía ahí: «Estoy deseando tenerla, no voy a mentir», dijo riéndose.

Ryan Menary, de dieciséis años, dijo que había estado tentado de comprar varios CD y pagar por descargarse una o dos canciones. Pero contenerse no le había costado demasiado.

A Patrick Bradley, el ejercicio de autocontrol le había parecido sorprendentemente bueno: había gastado muchos menos dinero al recortar sus compras. «No lo echas tanto de menos cuando no lo tienes», afirmó.

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