29/1/18

La expresión de la autoridad quedó expuesta a una abrumadora contestación

HACIA UNA NUEVA DICTADURA SUTIL PERO IMPLACABLE

Pablito es un niño completamente normal, prefiere jugar a hacer los deberes, suele indisciplinarse de cuando en cuando y, con demasiada frecuencia, intenta negociar la hora de acostarse, el aseo o los menús de las comidas. Como a la mayoría de los niños criados en el seno de familias con estabilidad económica, está sobreprotegido. Aun así, cuando abusa del cariño y condescendencia de sus padres, estos le recuerdan su posición: “Tú eres el niño y nosotros los progenitores”. Ni que decir tiene que imponer cierta disciplina a Pablito no es tarea fácil, pero a base de amenazarle con pequeños castigos (¡te vas a quedar sin la consola una semana!) y mucha paciencia, Pablito siempre vuelve al redil.

Pero un día Pablito se mostró inusualmente cabezota. Se negó en redondo a comer lo que tenía en el plato. Tras muchos minutos de intentar convencerle y otros tantos de negociación, los padres empezaron a perder la paciencia. Entonces, Pablito los miró desafiante y dijo: “¿Qué vais a hacer para que me coma las espinacas, pegarme? No podéis. Si lo hacéis os denunciaré e iréis a la cárcel.”
Los padres se quedaron sin habla. El niño no bromeaba. Había descubierto por casualidad, viendo un telediario, que sus padres en realidad no tenían autoridad, ésta pertenecía a un ente que estaba por encima de ellos. No podían tocarle, ni siquiera propinarle un leve cachete. El Congreso había aprobado prohibir por ley cualquier castigo corporal; incluso agarrar por la fuerza a un niño podía acarrear una condena si el menor sufría un leve rasguño. Ahora Pablito podía desafiar a sus padres con todas las de la ley, y nunca mejor dicho.

Sanciones culturales

Para los ideólogos de esa ley, el objetivo era promover un cambio de mentalidad; es decir, su pretensión no era imponer una sanción legal sino cultural. Sucede que, una vez que las ideologías han perdido vigencia, los políticos del mundo desarrollado han ido trasladando las viejas luchas ideológicas al terreno cultural, un terreno que pertenece al ámbito privado de las personas y resulta bastante resbaladizo.
Como explicaba el sociólogo Donald Black, ”la cultura es un juego de suma cero”, y rara vez sus conflictos pueden resolverse mediante el compromiso entre las partes porque las discrepancias culturales generan reacciones aún más viscerales que las disputas ideológicas. La politización de la cultura tiende a plantear problemas que es imposible resolver mediante el acuerdo. En consecuencia, una vez las disputas ideológicas se han ido trasladando al terreno cultural, los acuerdos se han ido volviendo imposibles.
Los conflictos sobre los límites del Estado de bienestar o la regulación del mercado, por ejemplo, suelen solventarse, para bien o para mal, mediante un cierto pragmatismo. Sin embargo, los conflictos sobre la soberanía nacional, la promoción de nuevos modelos de familia, el matrimonio homosexual, el aborto libre o la “libertad” de elección de género, por poner sólo algunos ejemplos, generan en la sociedad tensiones y desacuerdos insuperables. La razón es que estos cambios impositivos mediante legislación afectan a valores y cuestiones morales que trascienden el orden meramente administrativo. Las personas, aun a disgusto, pueden, adaptarse a una subida de impuestos, pero difícilmente aceptarán ver violentadas por ley sus convicciones íntimas de un día para otro.

La dictadura y la evolución social por presión

Esto no quiere decir que los valores de una sociedad sean o deban ser inmutables.  Todo, absolutamente todo, es susceptible de evolucionar, incluso las convicciones o tradiciones más arraigadas. Pero pensar que el orden social es una construcción artificial y que, por tanto, su transformación puede ser dirigida desde arriba, es un error. Las instituciones eficaces se distinguen de las ineficaces, más que por un acertado diseño, porque son coherentes con la sociedad; es decir, no son fruto de las ocurrencias de un puñado de expertos, sino de una laboriosa y compleja interacción a lo largo del tiempo.
Esto no quita que hasta la reforma más prudente genere tensión. La relación entre tradición y nuevos conocimientos siempre ha sido una relación complicada. Ya en la antigua Atenas, el choque entre la doxa (creencia u opinión) y la episteme  (nuevo conocimiento) dio lugar a encendidos debates. Y aunque, después, en la Roma imperial o, más tarde, en la Europa medieval primó la tradición, esta tensión nunca desapareció.
Con la llegada de la modernidad, y especialmente después de la Segunda Guerra Mundial, la tensión entre la autoridad de la tradición y nuevas maneras de legitimación alcanzó un punto álgido. Las viejas convenciones que proporcionaban un marco común de entendimiento perdieron su vigencia. Pero, lamentablemente, la vieja autoridad y su red de significado común no fueron reemplazados por un sistema equivalente. La contracultura que emergió en los 60 resultó ser mucho más eficaz socavando las viejas instituciones que construyendo otras nuevas.

El fin del viejo orden… sin sustituto a la vista

Durante la década de 1960, a pesar de la prosperidad económica y del progreso tecnológico, las sociedades occidentales parecieron haber perdido los recursos morales con los que legitimarse. La expresión de la autoridad en todas sus formas quedó expuesta a una abrumadora contestación. El problema no consistía en que una forma determinada de autoridad estuviera siendo cuestionada, era mucho más grave: la autoridad, como concepto, había entrado en crisis.
Ya, en los 50, Hannah Arendt advirtió que la autoridad se había convertido en “casi una causa perdida”. Y señaló que esta trasformación se estaba traduciendo en una pérdida de “autoridad de los padres sobre los niños, de los maestros sobre los alumnos y, en general, de los mayores sobre los jóvenes”. El marco común de autoridad, que no autoritarismo, donde el padre y la madre eran el pilar familiar; los abuelos, por su experiencia, los consejeros; el maestro, por sus conocimientos, el guía; el médico, por su ciencia y humanidad, un referente, todo ese marco empezó a desaparecer y a ser suplantado por las ocurrencias de los expertos.
En efecto, a mediados del siglo XX el equilibrio entre tradición y nuevo conocimiento quebró. Y sucedió lo impensable: las sociedades occidentales rompieron por completo con su tradición, con su pasado. Como Robert Nisbet  señaló, la revuelta contra la autoridad había sobrepasado el punto de no retorno.
Sin embargo, las élites dirigentes, lejos de afrontar la gravedad de la crisis, trasladaron la responsabilidad del conflicto a aquellas personas que insistían en conservar sus valores y se negaban a someterse a los dictados de los expertos. Finalizada la Segunda Guerra Mundial, y gracias a la amarga experiencia del nazismo, esta desconfianza hacia el pueblo se vio reforzada. Las élites asociaron el apego a las tradiciones con un comportamiento patológico. La imagen de un pueblo irracional, subyugado por un Führer, les obsesionaba.
Sin embargo, hubo que esperar a la década de 1990 para que Christopher Lasch llamara la atención sobre la creciente aversión de la clase dirigente hacia cualquier expresión que considerara populista. Lasch observó que, mientras antiguamente los liberales progresistas se habían preocupado por el declive de la participación popular en la política, ahora parecían considerar esta apatía como una buena noticia. Y se dedicaron a imponer una rígida ideología cultural orientada a deslegitimar las costumbres y preferencias del ciudadano común. Así, el desdén de Platón por el demos y su defensa de la autoridad del sabio-gobernante ha terminado por reaparecer con inusitada fuerza en unas élites que están  convencidas de que el ciudadano común rara vez sabe lo que le conviene.

El ascenso irresistible del Poder

La ruptura con el pasado, la dislocación entre nacionalidad y Estado, la segregación entre comunidad y Administración y la guerra cultural contra la tradición parecen ser parte de un proyecto integral de reeducación y nueva dictadura que, como era de prever, ha degenerado en un conflicto generalizado. Algo que ya anticipó Daniel Patrick Moynihan, quien había servido a tres presidentes norteamericanos, cuando se aventuró en los 70 a hacer la arriesgada predicción de que las locas ambiciones de los 60 traerían consigo arrepentimiento y amargura.
En este afán de promover una nueva visión del mundo, políticos, expertos e intelectuales antipopulistas han terminado imponiendo un esquema amigo-enemigo  que ha polarizado a la opinión pública: el disidente ya no es considerado un simple adversario, sino el enemigo. Una actitud intransigente frente a lo que a su vez reaccionan con vehemencia los menos moderados del lado contrario. De esta forma, la polarización se retroalimenta y el estallido del conflicto se convierte en una profecía autocumplida.
Sea como fuere, lo que parece evidente es que el ámbito privado de las personas cada vez está más constreñido por la acción legislativa de políticos y expertos. Un horizonte de peligrosa pérdida de libertad que ya vaticinó Nisbet cuando dijo: “Algunos piensan que el deterioro de la autoridad abrirá una nueva era de mayor libertad individual. Otros creen, por el contrario, que conducirá a la anarquía social. Yo diría más bien que el vacío dejado por la autoridad será llenado por un ascenso irresistible del Poder.”

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